Tiba se ha casado con la causa saharaui de una manera entre monacal y castrense, vive para mejorar las condiciones de vida de sus conciudadanos y poder alcanzar justicia para ellos. En ese camino ha dejado en segundo plano a la familia, pues tomó la dura determinación de anteponer la lucha a sus propios hijos. Para dicha andadura ha hecho casi de todo: estudiar durante más de una década en Cuba, ser delegado de Cultura en la wilaya, aprender mecánica, devorar libros de historia y teoría política, recibir entrenamiento militar y ser el hombre fuerte del FiSahara en los campamentos. Una de sus obsesiones es que el saharaui sea un pueblo “productivo”, que no se acomode en su condición de refugiado, que no entienda como normal vivir de la ayuda internacional en un lugar vacío de perspectivas. Por eso la siguiente etapa de nuestra tour es clave: el huerto.
Parece un verdadero milagro que crezcan calabacines, zanahorias o sandías en la arena del desierto, pero se ha hecho realidad gracias a un proyecto que podríamos calificar como “agricultura extrema”. La Junta de Extremadura puso en marcha este vergel, cuyas posibilidades de abastecer a los habitantes del campamento son bien escasas, aunque ofrece un don nada despreciable: al trabajar el huerto, los saharauis adquieren el conocimiento de la tierra. Aprenden que pueden esforzarse para crear algo, que las semillas dan sus frutos si se miman. Estas lecciones sirven para el presente, pero todavía más para el futuro, cuando por fin recuperen su territorio. En ese momento deberán estar entrenados para ser una sociedad productiva y recuperar una normalidad abortada por décadas de inconcebible vida en la hamada.