Efemérides
El espíritu sereno
de un artista único
Mágica y terrenal. Siniestra y delicada. Los 50 años de ‘El espíritu de la colmena’, la irrupción de Víctor Erice, marcan un hito en la historia del cine (no solo) español
JAVIER OCAÑA (@ocanajavier)
Víctor Erice es un artista tan poco común, tan desconcertante y prodigioso como sus propias películas. Sus, desgraciadamente, pocas películas. De un sentido autocrítico sobre su propio trabajo rayano en lo enfermizo, el director vasco siempre ha hablado con especial tempo de su obra; con la calma, la brillantez y la mesura impregnando cada término, cada explicación, poniendo en cada frase el mismo rigor que en cada uno de sus planos y hasta de sus silencios. En una entrevista con Javier Tolentino (2014) para el programa El séptimo vicio, de Radio 3, en una respuesta surgida, en apariencia, entre temas y cuestiones mucho más relevantes, comentó algo que puede estar en la base de buena parte de lo ocurrido durante su carrera: de lo mejor, de lo bueno y de lo menos bueno, en este caso, sus desencuentros con productores, guionistas y directores de festivales. Dijo Erice que poco antes de esa entrevista había supervisado el etalonaje de El espíritu de la colmena, y que cuando la volvió a ver únicamente se fijaba “en los defectos”, que “percibía con una especial intensidad”. En las cosas que “había hecho mal”, en las que no le habían dejado hacer y en las que no supo “hacer mejor”.
Recapacitemos: los “defectos” de El espíritu de la colmena, su primer largometraje en solitario, de cuyo estreno se cumplen 50 años el 8 de octubre; la película que desde entonces está considerada como una obra maestra absoluta, el título que en la reciente encuesta de la prestigiosa revista británica Sight & Sound vuelve a aparecer, una década más, entre las 100 mejores de la historia del cine (puesto 84, la única española). Lo que no supo “hacer mejor”. Como para echarse las manos a la cabeza. O a temblar. Justo lo que debieron sentir los espectadores del festival de San Sebastián de 1973 cuando se encendieron las luces del teatro Victoria Eugenia tras su primera proyección y empezaron a pensar en lo que habían visto. La inesperada primera obra de aquel director de 33 años, que había destacado como alumno de la Escuela Oficial de Cine, que había debutado cuatro años antes con un largometraje conjunto producido por Elías Querejeta, Los desafíos (1969), junto a sus también prometedores compañeros de clase José Luis Egea y Claudio Guerín, pero del que nadie (y el que lo diga ahora, miente) esperaba una historia, unas imágenes, unas metáforas, un primer título en solitario de tal calibre.
La semilla estaba en Frankenstein. En su mito. Una reescritura del personaje del monstruo, aunque más basada en la producción de la Universal dirigida por James Whale y protagonizada por Boris Karloff que en la novela original de Mary Shelley. De hecho, desde que eligió ese referente, Erice tenía una foto de la película en su mesa de trabajo. Era una imagen del encuentro de la niña y el monstruo a orillas del río. Y esa fue su guía espiritual. Cinco páginas con el argumento de lo que, en principio, sería la película le bastaron para convencer a Querejeta de que la produjese. Unas semanas después, comenzó a escribir el guion junto con Ángel Fernández-Santos, más tarde, prestigioso crítico de cine de El País. “Un lugar en la meseta castellana hacia 1940”. Tiempo de represión, de negrura, de una España de carnicería aún reciente, anclada ya en una dictadura y en la que la familia protagonista parece en continuo aislamiento.
Sin embargo, no es El espíritu de la colmena una obra con un guion convencional. Ni en su estructura ni en su desarrollo. Es discutible que haya un relato, y este ni siquiera se puede contar. Es cine. Puro cine. Así, el libreto de Erice y Fernández-Santos está basado en una serie de “imágenes primordiales”. Unas imágenes que están ya en los dibujos de los créditos iniciales, pergeñados por el director y realizados y coloreados por manos infantiles por Ana Torrent e Isabel Tellería, las niñas protagonistas. Fernández-Santos llamaba a aquellas imágenes “ámbitos emocionales”, y se ayudó de diversos dibujos, estos de manos adultas, para expresarlos; Erice, por su parte, las definía como “unidades poéticas”. Eran la esencia y son las que quedan en la retina: el apicultor, la colmena, la madre escribiendo una carta, las dos niñas, el tren, las crías saltando sobre el fuego, el reloj del padre, la sala de cine… En definitiva, el tiempo, el aislamiento, la pérdida, la incomprensión.
Los hexágonos de los ventanales de la casa –un viejo palacete propiedad de los marqueses de Lozoya en el pequeño pueblo de Hoyuelos, en Segovia– escenifican la vida de la colmena, de la familia, encerrados cada uno en su mundo: el padre, interpretado por Fernando Fernán Gómez, en sus estudios de apicultura tras perder la guerra; la madre, Teresa Gimpera, en sus cartas a un hombre en el exilio, con el que comparte un pasado, quizá amoroso; y las niñas, en sus juegos, sus incertidumbres y sus preguntas, en los fantasmas de la infancia, en el camino de aprendizaje y de descubrimiento. Y, por supuesto, el monstruo de Frankenstein, que la niña ve extasiada en el cine y que más tarde encontrará en forma de guerrillero antifranquista. Dos proscritos, el hombre hecho de retales de los muertos que pide comprensión y desconoce el poder de su fuerza, y el del miembro del maquis que huye hacia ninguna parte y encuentra refugio en el granero, en la mirada de una cría y en la manzana que le ofrece esta. Los ojos, los inmensos ojos de la niña Torrent.
En la primera parte de la película, Ana interroga a todos sobre todo (Isabel, ¿por qué la ha matado, por qué el monstruo mata a la niña?; ¿y tú cómo lo sabes? ¿cómo sabes que no muere?; ¿es un espíritu?; ¿a que es buena la seta?; mamá, ¿tú sabes lo que es un espíritu?; ¿pero son buenos o malos?). En la segunda parte, sin embargo, apenas dice una palabra, “ten” (la manzana que ofrece al proscrito refugiado), antes del parlamento final en off del último minuto. Una segunda parte de una potencia visual y metafórica abrumadora, que casi podría ser cine mudo. Mágica y terrenal, siniestra y delicada, El espíritu de la colmena se alimenta de los recuerdos de la niñez de sus escritores, de su posguerra infantil, bajo el color miel de la fotografía de Luis Cuadrado. Luces y colores diurnos de los cuadros de Rembrandt. Encuadres y composiciones inspirados en Vermeer. Y la noche, esta vez azul, de fascinantes tonos líricos.
Una fuerza metafórica y una complejidad narrativa nada complacientes. Erice, defensor del cine como medio de conocimiento, como aventura –está a punto de estrenar Cerrar los ojos, su tardío cuarto largo tras El Sur (1983), otra obra maestra, y la también formidable El sol del membrillo (1992)–, confía tanto en el espectador que lo considera “un cineasta en potencia”. Fernández-Santos cuenta en el documental Huellas de un espíritu (Canal+, 1998) que cuando le iban entregando el guion terminado a la gente, profesionales todos, “nadie entendía nada”. Para ellos era “un galimatías” incomprensible, algo que se trasladó también al rodaje. Se filmaba, sí, pero nadie salvo Víctor (ni siquiera Querejeta) entendía del todo la película. En ese mismo documental, Gimpera corrobora la sensación. pero afirma que ese estado quizá vino en beneficio de la obra pues nadie sobreactuaba y se favoreció el tono enigmático. Un jurado presidido por el cineasta estadounidense Rouben Mamoulian le otorgó la Concha de Oro en San Sebastián. Dos semanas después, se estrenó en cines con gran éxito para una película de tales características: 530.000 espectadores.
Con Erice, de 83 años, siempre queda una doble duda. O los productores españoles han sido incapaces de dar cobijo a su especial idiosincrasia artística, o él ha sido incapaz de adaptarse a las especiales características del cine español. Quizá ambas cosas. En principio, una pena. Pero ahora, justo ahora, solo cabe la celebración: con el 50 aniversario de El espíritu de la colmena, y con Los ojos cerrados en los cines. La fiesta calmada, austera y brillante de Víctor Erice.