Línea de telón
El reino
ALBERTO CONEJERO
Otro cambio de hora. Por arte de birlibirloque la noche ha perdido su remate y el día se despereza más oscuro. Así que el tren sale aún más temprano, qué le vamos a hacer. Atocha hace inventario de extravíos y de borrachos, vierte la aurora café en incontables tazas, y los viajeros pasamos por el control de seguridad como un ejército claudicando.
Ya en al andén me encuentro con una legión de chiquillos a todo chándal, arrastrando palos de hockey y otros aparejos de competición. ¿Va a querer la suerte o Hermes, dios de los viajeros, que esas mocedades vocingleras (es lo que les toca) ocupen de entre los muchos mi mismo vagón? Por supuesto que sí. Así que los adolescentes jugadores de hockey, sus entrenadores-cuidadores, mochilas, bolsas, palos, y yo tomamos asiento en el coche cinco.
Empezamos el viaje. Ha quedado claro que lo de dormir o leer va a ser imposible en este viaje. Guardo al pobre Gil-Albert en la mochila y me coloco los cascos confiando en que Hermes se haya divertido suficiente conmigo y la película del trayecto sea interesante o, al menos, una maravillosa bizarría.
Y entonces me encuentro con El reino, de Rodrigo Sorogoyen. A los pocos minutos ya me he olvidado del madrugón, de la logia juvenil de hockey y el viaje ya no es solamente en tren. El guion que firman el propio Sorogoyen e Isabel Peña podría responder estructuralmente al denominado “viaje del héroe”, pero este, interpretado magistralmente por Antonio de la Torre, es, da vergüenza decirlo, uno de los nuestros, un miserable, un antihéroe.
Asistimos al descenso a los infiernos del político Manuel López-Vidal, una kátabasis que no es solo la de un hombre convertido en cabeza de turco (perdón por la expresión) y el pelele de una estrategia judicial, sino el descenso al tuétano cancerado de nuestro sistema, a la herrumbre de los partidos políticos; su miseria como reflejo de las alcantarillas de lo patrio, la capilaridad viscosa de la corrupción en todos nosotros. De nuestro naufragio habla, de la corrupción de nuestro cuerpo compartido, de esto que algunos llaman “país”, otros “Estado” y los más exaltados, “patria”.
Lo prodigioso de la interpretación de Antonio de la Torre es que logra que sintamos compasión por ese animal herido que trata de sobrevivir, pero entonces el guion nos recuerda que el animal traicionado y moribundo es una hiena, y que si se revuelve contra los suyos es porque estos han decidido convertirlo en carroña.
No hay consuelo en esta película. Porque el amor sincero de la mujer y de la hija de este miserable no hace más que subrayar todo lo que este ha decidido sacrificar en el altar de su codicia. Esta, la codicia, parece la norma y no la de excepción de un partido político formado por una manga de ladrones zafios y arribistas, una tropa de jaques malhablados y zotes, caciques del pelotazo y de la recalificación, ataviados con trajes impolutos y relojes pintones, peinados como para el bautizo del hijo del amigote. ¿Los reconocen?
Tan al natural resulta la pintura que muchas de las escenas tienen precisión documental. Y todo está sostenido y logrado por el trabajo de un elenco excepcional: Antonio de la Torre, Mónica López, Ana Wagener, Luis Zahera, Nacho Fresneda, Josep María Pou, Bárbara Lennie, Francisco Reyes, Óscar de la Fuente, Pepe Ocio, etcétera. No es casualidad que muchos de estos intérpretes tengan el teatro como centro de gravedad artístico.
Si esta película deja tan mal cuerpo es porque no se termina en los créditos finales. Su asunto nos persigue en las tertulias, en los periódicos, en las sedes de los partidos. Lamentablemente El reino es muy de nuestro mundo. ¿Qué hacer entonces? Una sola escena les basta a los responsables de El reino para señalar la semilla de este inmenso árbol podrido: aquella del cliente que recibe más cambio del que debe y decide no devolvérselo al currela detrás de la barra del bar. La escala y la responsabilidad de aquellos que saquearon la caja pública es desde luego mucho mayor, pero el mal es el mismo.
Resulta que hay que ser muy valiente para vivir pensando en nosotros y no solo en uno mismo o en los nuestros, que hay que tener estatura heroica para no atravesar la vida como en un safari inmisericorde, un “sálvese quien pueda”, un “si no lo haces tú, ya lo hará otro”, un “tonto el que no robe, el que nos escamotee, el que no se escaquee”, un “ahora nos lo llevamos nosotros, que ya se lo llevaron estos”.
Quizá sea imposible, quizá quien toca poder toca necesariamente algo oscuro, pero en las próximas elecciones no estaría de más recordar quién de todos ellos nos corrompió menos, nos ensució menos, nos tomó algo menos por idiotas. Al menos eso.
Alberto Conejero (Jaén, 1978) es dramaturgo y poeta y tras estrenar en Madrid 'Los días de la nieve', se dispone a hacer lo propio con 'La geometría del trigo'. Ganó, entre otros, el Premio Max por 'La piedra oscura'. Otras de sus obras teatrales son 'Ushuaia' o 'Todas las noches de un día', mientras que 'Si descubres un incendio' es el título de su primer poemario