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23-12-2015


Alejandro Amenábar



 “Quien no entienda que lo más importante de una película es el actor, lo lleva claro”


Ya hace casi 20 años de su debut en el largo, y cultiva la humildad como entonces. Se ha ocupado de cambiar las etiquetas, eso sí: pasó de ser “un director con futuro” o “el cineasta con mayor proyección” a autodenominarse “veterano”. Sus estrenos siguen colapsando la Gran Vía


JAVIER OLIVARES LEÓN
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha.
De pequeño, cuando aquel niño asustadizo iba de visita con sus padres, decía querer ser “científico”. Luego le llamó la Arquitectura, antes de interesarse por las Bellas Artes. Pero acabó inscrito (estudiar es otra cosa) en la Facultad de Ciencias de la Información, rama de Imagen. Ahí empezó todo. Igual tenía razón José Luis Cuerda, su valedor, cuando decía que Alejandro Amenábar alberga alma renacentista. Admite el director hispano-chileno que todo ese tinglado se refleja de alguna forma en su obra. Seis años después de la carísima Ágora, ha regresado al suspense que abrió su libreto con Regresión, una historia de satanismo en la América profunda. A sus 43 años, lo que peor lleva del encuentro con los periodistas son las fotos. “Me pongo nervioso, aunque voy cogiendo callo. Y la sensación de diacronía: contestar preguntas te ayuda a ordenar la cabeza y a darte cuenta de por qué hiciste eso o lo otro, pero hay otras veces en que te vuelves loco, es una regresión permanente”.
 
 
 

 
 
– En casi 20 años de carrera, han cambiado muchas cosas ahí fuera. ¿Usted también?
– Sí, seguramente. Soy la misma persona, aunque cinematográficamente hagas un viaje de ida y vuelta, ahora que he regresado a mis inicios. Pero sigo siendo alguien para el que el cine significa mucho. Más que un trabajo es una forma de divertirme.
 
– ¿De expresarse o de divertirse?
– De expresarme también. Para mí el cine siempre ha sido ocio, como al que le gusta el fútbol. Y dedicarme a eso forma parte de mi ocio también. Para mí hacer películas es un juego. El otro día, a un grupo de directores nos hacían la misma pregunta sobre la profesión, y todos coincidimos en lo afortunados que somos, como el futbolista que quiere jugar para divertirse y encima se gana la vida.  
 
– Algunos pagamos por alquilar la cancha para jugar al fútbol. ¿Usted pagaría por alquilar un plató?
– Sí, bueno… es un poco lo que me dijo José Luis Cuerda, cuando Tesis: “Esto es lo que te corresponde de sueldo. Que sepas que deberías pagarme tú a mí”. [Risas]. Pagaría por jugar, claro. Sobre todo en la primera película, la que te permite ir conociendo la realidad de esta profesión. Pero tampoco llegaría a hipotecar mi casa por una película, algo que algunos directores han hecho. Es muy importante comer y vivir de esto.
 
– ¿Sigue dando a leer los guiones a José Luis Cuerda, su mentor?
– Sí, sí, es muy buen lector. Y aunque no sea montador, tiene muy buenas ideas sobre montaje. Es una de las primeras personas a las que mostré el guión de Regresión. No tiene que ver con su estilo, pero siempre es una fuente para aportar ideas.
 
– ¿Le gustó? ¿O le tiene tanto cariño que nunca le diría la verdad?
– Me tiene mucho cariño, pero vamos con la verdad por delante en un grupo de amigos profesionales que compartimos cosas. Yo doy las cosas a leer, no para que me regalen lo oídos, sino para que me digan lo que no les gusta. En el núcleo duro están Mateo Gil, Oskar Santos, Daniel Sánchez Arévalo… y nos metemos mucha caña unos a otros en los montajes.
 
– ¿Pero leen todos lo de todos?
– También. Es un grupo tan fiel como estricto.
 
 
 

 
 
– ¿Qué ha hecho en seis años desde Ágora, aparte de escribir?
– En realidad, dar con la historia de Regresión me llevó tiempo. Hay un momento en el que te inquietas, no encuentras lo que estás buscando. Si me hubieran preguntado hace seis años por mi siguiente proyecto, hubiera contestado algo sobre el diablo. Y habría acertado.
 
– Se lo preguntaron, de hecho.
– ¿Sí? He dado algunos giros, no encontraba el enfoque interesante. Me puse con otro guión, me tentaron con algún otro. Pero al final decides esperar hasta encontrar el enfoque. Y el momento en el que encuentro la historia que quiero contar, me produce un gran alivio.
 
– ¿Fue muy duro encontrar localizaciones como las de EE UU?
– Fue un proceso casi final. Una vez que estaba escrita la historia, [el productor] Fernando Bovaira me dio una patada en el culo y me mandó a Minessota para situarme. Pero no me gusta viajar.
 
– ¿Y cómo se documenta, entonces?
– Leyendo, en el despacho. Internet te ayuda muchísimo. Y Google Earth es un filón. Muchos pueblos que visité para la película ya los conocía por esta herramienta. Pero llega un momento inevitable que te sientes allí explicándote, y desconciertas a las autoridades de fronteras: ¿un español que viene a documentarse para un libro sobre el diablo? Las autoridades del aeropuerto de Minneapolis me retuvieron una hora. Llegó un momento en el que me preguntaron: “¿Tiene usted visa?”. Yo creí que se referían a la tarjeta de crédito, pero se referían al visado, claro. Nervioso, conseguí convencerles y me dejaron ir.
 
– Después rodó la película en Toronto.
– Es que Toronto es un sitio agradable, que se parece mucho a Minnesota y en el que se trabaja muy bien. Eso de “Vente p’a España, Pepe”, llegas a sentirlo menos. Y el verano en una ciudad como Toronto, con un derroche de vitalidad como el World Pride, resulta muy estimulante. Valoro mucho la vida aquí, pero si me toca irme, Toronto es un sitio ideal, de gente agradable. Los canadienses son cándidos, inofensivos. Y me identifico con eso. No es lo mismo entrar en Minnesota que en Toronto. Eso, seguro.
 
 

 
 
– Han querido ver en Agora y Regresión un elemento común: la fe, la religión.
– Me voy dando cuenta de que la religión forma parte de mi cine. Quizá por esos 10 u 11 años que estuve interno con los curas. Y forma parte de mi discurso no tanto la religión, como la fe, la creencia. No creo que sea bueno desconfiar en exceso, pero tampoco lo es no dar por sentadas tantas cosas. Y sobre eso va Regresión, creo yo.
 
– ¿Marca pasar una infancia de internado religioso, sin salir apenas a la calle y sin ver la tele?
– Te lleva a tu vida interior, a dar rienda suelta a tu creatividad. Soy una persona que, quizá gracias a eso, en casa estoy muy a gusto solo, aunque viva rodeado de gente. Y de niño me ayudaba a escribir, a componer con mi guitarra o mi teclado, a dibujar. Mis padres fomentaban esa creatividad, aunque ellos no fueran creativos. Mi hermano Ricardo, dos años mayor y con la misma educación, estudió Psicología y acabó de intérprete. Y todo aquello confluía en el cine.
 
– ¿Cuando usted habla de “amigos de la infancia”, se refiere a los 15 años, cuando descubrió el cine?
– No tengo necesidad de evocar, no estoy unido al pasado. Y mi hermano, sí. Él se reencuentra con la gente que conoció a los siete años. Tiene una memoria prodigiosa, y es capaz de recordar y llevarte exactamente adonde quiere. Y me tengo que fiar de él, porque no recuerdo tanto. No soy de volver, quemo etapas.
 
 
 

 
 
– A la Facultad de Periodismo, donde manchó su expediente académico, ¿ha vuelto desde el rodaje de Tesis?
– Volví hace unas semanas, para una sesión de fotos. No he vuelto a pisar tampoco los colegios. Tiro p’alante. Pero está bien tirar de los recuerdos también, ojo. El vínculo más fuerte que tengo con el pasado es con la gente de la Facultad. Dejé de ir a clase, pasé la carrera en el bar.
 
– ¿No es una pose de enfant terrible?
– No, de verdad. Un día vi la clase atestada, con 300 alumnos y gente escuchando desde los pasillos. Aunque el profesor nos dijo que en unas semanas aquello sería más razonable, ni siquiera lo comprobé. Yo tampoco volví a clase.
 
– Psicológicamente, ¿la película Tesis pudo tener algo de trabajo fin de carrera, precisamente por sus novillos?
– Puede ser. El edificio es sugerente, especial. Y el título, Tesis, supongo tiene algo de mala leche, en ese sentido. A Cuerda no le gustaba, por lo que tiene de intelectual.
 
– ¿Costó obtener los permisos de rodaje?
– Fue todo asombrosamente fácil. Y eso que había aprobado hasta cuarto curso, arrastrando asignaturas, después de arrastrar tercero.
 
– Será que en Secretaría sonaban sus cuatro exitosos cortos.
– No, no. Era verano, y nuestro director de producción, Eduardo Otegui, consiguió los permisos. No hicieron ni puntualizaciones sobre el guión. El mes de agosto, con la facultad vacía, constituía un decorado ideal.
 
 
 

 
 
– ¿Ve errores en sus primeras películas?
– Sí, en todas.
 
– ¿Incluso en Mar adentro, su favorita y la del Oscar?
– Sí, sí. Es que recientemente he tenido que repasar todas para sacar mi obra en bluray, en HD. Abre los ojos, por ejemplo, me resulta especialmente difícil de volver a ver, por su gran carga adolescente. Y eso que teníamos 25 años cuando la escribimos [es coautor del guión Mateo Gil]. Pero hay gente de esa edad a la que le encaja bien ahora.
 
– ¿Y Tesis?
– Me resulta más fácil de ver. Es un antes y un después en mi carrera. Pero no crea que estoy todo el rato viéndolas. Alguno de mis cortos sí son importantes para conocer mi trayectoria.
 
– ¿Es usted de los que mueven los labios al ver los diálogos?
– Yo me implico muchísimo en el montaje, y eso es como verla muchas veces. Estoy seguro de que Los Otros podría recitarla entera. La he visto mucho. Inventé un experimento que me da resultados: poner la película ante un espejo. El hecho de ver todos los encuadres al revés hace más imprevisible el juego estético, y ayuda a detectar errores, lo veo con más frescura.
 
– En Tesis abordaba el snuff, la grabación de la muerte en directo. ¿Cómo sería en la era de las redes sociales?
– Había oído hablar de ello en la prensa, y luego leí el libro de Roman Gubern [La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas]. Me apetecía jugar con la idea sin entrar en ese mundo explícitamente. No sé si la realidad supera a la ficción. La violencia está en los telediarios, y en Internet, por supuesto. Un remake de Tesis en inglés debería solucionar precisamente el asunto de los formatos. Tesis hablaba de grabaciones en vídeo, y ahora las de móvil saltan a las redes. Y también es verdad que entonces, en televisión, había asuntos delicados, como la muerte de las niñas de Alcáser. La televisión curiosamente, ha tirado por otro lado: el debate es más light, más inofensivo, muy de color de rosa.
 
 
 

 
 
– Trabajar con estrellas debe de ser como el elevalunas eléctrico del coche: ya no quieres volver a la manivela.
– Qué va. Podría perfectamente trabajar con los de los inicios. De hecho, después de Nicole Kidman en Los otros volví al reparto nacional, con Javier Bardem y Belén Rueda y unos actores gallegos desconocidos, en Mar Adentro. Es tan estimulante como enfrentarte a estrellas. No hay diferencias. Una estrella llega con su entourage, su circo, pero al llegar al escenario, al rodaje, trabajas con el actor, sin accesorios. Un diálogo es igual que otro. No hay diferencia según quien sea el emisor. El trato, para mí, ha sido el mismo.
 
– ¿Percibe que ambos perfiles están a sus órdenes?
– En realidad, cuando te pones ante un actor con tablas, tienes que ganarte su confianza. Pienso en el caso de Ethan Hawke y Emma Watson, en Regresión. Donde hubo más discusión fue en el dibujo del personaje, al comenzar a trabajar. Pero yo soy un animal de rodaje: saco lo mejor de mí mismo, y eso da seguridad a los actores. Se dice que Marlon Brando solía hacer una toma buena y otra genial. Si el director elegía la menos genial, ya le había puesto una cruz. Así los testaba.
 
– ¿Todo el reparto le entiende a la primera?
– A veces, un actor te propone cosas, y a mí me gusta bajarme de la atalaya de director veterano. Y ponerme en un terreno de inseguridad gracias a lo que me proponen los actores. Tomo nota, aunque no lo vea así. A veces llegan a pedirme que reescriba la escena, porque no deja de tener razón. Normalmente se llega a una entente, tratando de mejorar. Agradecen, sobre todo, que no des una vuelta de 360 grados para llegar al mismo sitio.
 
– ¿Alguna vez ha chocado mucho?
– Solo una vez he tenido una conversación seria con un actor, de acabar diciéndole “¿De qué vas?”, porque me desafiaba de modo absurdo (no voy a decir quién era). Mi directora de casting inglesa [Jina Jay], siempre se refiere a los actores como “strange creatures” (criaturas extrañas). Pero cada vez valoro más lo loco que hay que estar para llorar o reír delante de una cámara y las cien personas del equipo de rodaje y sin moverse de una marca para no salirte de foco. Y, al final, una voz le grita desde la oscuridad: “Repitamos toma”. Eso lo respeto mucho. El que no entienda que lo más importante de una película es el actor, lo lleva claro.
 
 
 

 
 
– ¿A veces piensa que está trabajando con críos?
– Por supuesto. Pero es inevitable. Hay algo del actor visceral, irracional, intuitivo, que no siempre es fácil de encajar. Y yo soy racional, no soy manipulador de mentes, no trato de meterme en su mundo, trato de que el mío sea un contacto que les facilita su cuarto de juegos, siguiendo con el símil, molestando lo menos posible.
 
– ¿Usted se reconoce a sí mismo a la hora de gobernar ese universo?
– El acto de dirigir una película puede convertirse en un acto de tiranía absoluta. Stalin tenía toda Rusia. Otros tienen su set de rodaje, en el que pueden gobernar su corralito, aunque sea para cumplir los plazos de producción y rodaje. Tú tienes que hacer que se cumpla todo y que se resuelvan los problemas. Yo trato de apartar esa tentación de tiranía. No me gusta, como no me gustaría que me lo hicieran a mí. Bastantes problemas implica un rodaje como para agrandarlos con el tono o el humor. Pero es un fenómeno a explorar: cómo al entrar en rodaje puedes convertirte en un tirano.
 
– Para sus rodajes suele revisar a Spielberg. ¿Siempre lo tiene bajo la almohada?
– Es que siempre me gustó, y además tuve la suerte de verlo rodar en La guerra de los mundos y en Minority Report. Es un tío normal. Si rodar es llevar la moto, Spielberg es de los que llevan la moto. Sabe perfectamente lo que quiere, es rápido y eficiente. Me parece que viendo películas suyas he visto más cine que en la facultad. Se lo dije cuando le conocí, y me contestó: “Bueno, se aprende de todo, sobre todo de las malas películas”. Lo respeto muchísimo, sobre todo la puesta de escena, cómo ha reinventado su propio estilo. Siempre ves al animal de cine que tiene detrás.
 
– ¿Le nota flaquezas con el tiempo?
– Lincoln es maravillosa, pero ha bajado la marcha, después de unos años embalado, tras Tiburón, Encuentros en la tercera fase, ET. Igualar eso en ciencia ficción… es difícil mantener ese listón. Después de Interstellar, que al final hizo Christopher Nolan, pensaría: “¿Por qué no he hecho yo ese guión, que estuvo en mis manos?”.
 
 
 

 
 
– Hablando de ciencia ficción, parece que le piden a usted algo de ese género.
– No lo descarto. Y tampoco la comedia, que de una forma u otra está en muchas de mis películas. Creo que podría hacer una película divertida, pero la cabra tira al monte, y lo que me inspira es el drama, incluso a nivel estético.
 
– ¿Se imagina otros seis años sin estrenar?
– Pensé que sería un director de muchas películas, y me sorprende que solo lleve seis. Llego a temer no llegar a quince [risas].
 
– ¿Tiene en el ordenador algo a punto de caramelo?
– Lo tengo, como cualquier director. Pero sería difícil levantarlo ahora. Tesis llevaba tiempo cociéndose, y antes de guardarlo del todo se me ocurrió enseñárselo a Cuerda. Siempre hay cosas por ahí, pero piensas: “¿Me lanzo con esto o hago una película como si no fuera a hacer más?”.
 
– ¿Ha abandonado del todo la faceta de compositor?
– La tengo muy apartada. Regresión habría sido una oportunidad para seguir con ella, pero hay compositores excelentes, como Roque Baños. Aunque es satisfactorio, supone mucho esfuerzo. Eso sí, me lo paso pipa en la grabación con la orquesta.
 
– Cuando no es suya la música, ¿le chirría el montaje?
– Te queda la duda de si habrías dado con el pulso con tu propia música. Pero, por otro lado, cuando me entrevisté con Dario Marianelli [Agora] me preguntó: “¿No vendrás a tararearme las melodías, verdad?”. Quería libertad para componer. En el caso de Roque Baños, se ha logrado la simbiosis perfecta: ha firmado la música que yo habría querido hacer y seguramente no habría sido capaz de hacer. Y, además, me ha permitido ser testigo del proceso, ir viendo la evolución y opinando. Toda la BSO gira alrededor de tres temas. No le he sugerido nada. Encaja totalmente.
 
 
 

 
 
Una cerveza y un videoclip
Amenábar no compone bandas sonoras para otros, no hace guiones a la carta, pero el último verano aceptó rodar un anuncio de cerveza. “La campaña estaba muy bien pensada. Y a mí me permitió plantear una comedia romántica, trabajar con Quim Gutiérrez, que me apetecía… Trabajé como en una película”, asegura. “No me imponían nada. Se trataba, sobre todo, de exaltar la vida en el Mediterráneo, algo con lo que me identificaba plenamente: tomar unas cervezas en la calle”. A pesar del granizo de críticas en Internet, la faceta le llenó. “Sobre todo, los bolsillos”, bromea. También suscitó división de opiniones el videoclip que hizo para el grupo Nancys Rubias. “Cuando me lo pidió Mario Vaquerizo me dio un poco de pánico, ya que nunca había hecho un videoclip”. Solicitó consejo al colega Juan Antonio Bayona, ya rodado en la experiencia. “Elige un buen director de fotografía”, le dijo. Y llamó a Daniel Aranyó, con el que también ha trabajado en Regresión. “Entre los dos sacamos aquello adelante”, concluye.
 
 
 

 
 
Cerca de las estrellas
Descubrió el trato con las estrellas de Hollywood con Nicole Kidman en Los Otros. Tres años después eligió a Javier Bardem para Mar Adentro, y Rachel Weisz fue su Hipatia en Ágora. Ahora ha dirigido a Ethan Hawke y Emma Watson, en Regresión. Aunque él considera grandes incluso a los anónimos, reconoce que no ha vuelto a ver la interpretación igual después de trabajar con Kidman. ¿Y el resto? “He tenido muy buena relación con Javier Bardem en Mar adentro y con Rachel Weisz en Ágora”. Es inevitable que en el rodaje haya roces, incluso broncas. “Pero con Javier, que tenía un papel dificilísimo en Ramón Sampedro y en las cinco horas de maquillaje, y con Rachel nunca tuve una discusión subida de tono. Ella es una persona intelectual, que entendió la complejidad de la astronomía de Ágora”.
 
 

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