Álvaro Fernández Armero
“El formato televisivo es una buena escuela”
Emblema de la llamada “nueva comedia” en los años noventa, sus primeros trabajos (‘El columpio’, ‘Todo es mentira’) siguen con boli rojo entre sus coetáneos del cine español. Hoy se maneja bien en las televisiones y sus series funcionan. Hablamos de ese giro, de sus amigos actores y de sus 30 años de carrera
JAVIER OLIVARES LEÓN
FOTOGRAFÍAS: ENRIQUE CIDONCHA
Se ha adaptado a los tiempos (y los gustos) según lo han demandado y se mueve con soltura por las plataformas y las series como antes lo hizo en las teles generalistas. Después del taquillazo de 2019 con Si yo fuera rico, el madrileño Álvaro Fernández Armero, de 52 años, ha rodado para Netflix A mil kilómetros de la Navidad, con Tamar Novas en el papel de ese Grinch antiturrón que tanto nos recuerda a alguien. Y con tantas localizaciones como toques de queda: Madrid, los Pirineos, Segovia…
– Más allá de las restricciones y las distancias, ¿cómo afecta el coronavirus al ambiente del equipo?
– La verdad es que no mucho. Yo diría que en el rodaje no afecta nada. Hemos convivido un equipo muy grande en Benasque (Huesca). Acaba el día de rodaje y cada uno a su nido. Y el fin de semana puedes convivir hasta el toque de queda. Esa es la parte más rara: la vida social del rodaje no es como la de la vida normal. Me parece curioso que haya gente de esa etapa a la que quizá nunca veré sin mascarilla. Únicamente ves la cara completa de quien come contigo, y sueles hacerlo siempre con los mismos por las recomendaciones. Eso sí es novedoso en la forma de trabajar.
– Con lo que nevó en Madrid en enero y lo que nieva en el Pirineo, tuvieron que llevar nieve en camiones…
– Empezamos en diciembre en Madrid, a fin de aprovechar las luces de Navidad de la ciudad. El 2 de febrero empezó el rodaje en Artíes (Lleida) y Benasque (Huesca). El argumento va sobre un Grinch, Tamar Novas, al que no le gusta nada la Navidad. Y llega a un pueblo que espera con ansia esas fechas. El objetivo es que disfruten tanto los antis como los pronavidad. Yo soy más Grinch, pero le gustará a todo el mundo.
– ¿Qué le convenció de Tamar Novas?
Le conocí en la versión teatral de Todo es mentira, donde hacía el papel de Coque Malla en la película. Es un actor diferente, que no se adapta a los estereotipos del protagonista en este país, le da a todo un punto de vista muy suyo. Y eso está muy bien. Mide mucho la elección de sus papeles, cuida mucho su carrera. Y tiene un físico interesante. Su peculiaridad le viene bien al cine español.
Fernández Armero es pareja de la directora de teatro y actriz Marisa Lull. En marzo de 2020, cuando el parón planetario, inauguró su propia escuela de interpretación: Escenario 311. También es comisaria del festival ÍDEM de teatro en la Casa Encendida. Ambos son padres de Ciro, con todos los genes para dedicarse a la creación. “De momento, lo que ‘crea’ son berrinches de adolescente”, bromea su padre.
– Hablando de adolescentes, ¿cómo es que se matriculó en la carrera de Antropología, ya con cuarenta y tantos?
– Me dio por ahí, buscando formación complementaria. Por el hecho de estudiar, de disfrutar. Pero sigo con ello atascado desde 2015. Cuando cada octubre planifico el año, no me matriculo [en la UNED], porque hay cursos en los que no he podido seguir ninguna asignatura. Y es una pena. Me genera mucha ansiedad. Pero si te pones, te picas. Igual de nervioso que a los 18 años.
– O sea, tiene dos carreras sin terminar.
– Exacto. Filosofía, que abandoné para trabajar muy joven en el cine, y Antropología.
– Pero en los años ochenta el cine ya no era una carrera maldita.
– El problema es que no me dio la nota de selectividad para Imagen y Sonido. Me quedé fuera, y como la Filosofía me gustaba… Yo soy del baby boom [explosión demográfica de los años sesenta en España], una generación muy poblada. Por eso pedían un 6 y pico de nota y me quedé colgado. Una rabia.
– ¿Cómo fue el salto al cine?
– Gracias al videoclip de Mecano La fuerza del destino. La chica protagonista es mi hermana Coloma, entonces pareja de Nacho Cano. Lo rodamos en la casa de nuestra familia en Asturias y ejercí de casero durante el rodaje. Como yo quería hacer cine, me ofrecí a la productora. Allí conocí a Penélope Cruz, que salía en el vídeo. En una charla nocturna adolescente pactamos que “de mayores” haríamos juntos una película. Ella tenía 14 y yo… 18.
– ¿Tardó mucho en hacerse ‘mayor’?
– Lo primero que hice fue publicidad, gracias a la productora del vídeo, Bus Producciones. Un anuncio, otro… hasta que logré cierta continuidad. Y la mujer de Antonio Hernández, director de Cómo levantar mil kilos, me llevó a esa peli en 1991. Así empecé, como auxiliar de producción, de dirección, en el equipo de cámara… En publicidad no está todo tan estratificado como en el cine. Es un híbrido de muchas cosas.
– A su hermana Coloma le debe media vida.
– Es con la que más contacto he tenido [tiene otros dos hermanos, Pelayo y María]. Hicimos el guion de Nada en la nevera juntos. Me inspiro mucho en ella para los personajes femeninos. El de Candela Peña en Las ovejas no pierden el tren y el de María Esteve en Nada en la nevera están inspirados en ella. Me guían sus aventuras y su surrealismo.
– Menuda suerte que sus padres fueran hosteleros y tuvieran esa casona en Villaviciosa.
– En realidad se dedicaron a la hostelería después. Mi padre, Rodrigo, era empresario de papel pintado, pero la industria papelera pasó de moda. Así que se reinventaron. Tenían una casa grandísima, y el Principado promovió los hoteles rurales. Fue el primer establecimiento de ese tipo en Asturias. Antes de ese giro vivimos allí durante tres años, de los 15 a los 18. Me desvinculé de Madrid, del cine… En un pueblo del norte de los años ochenta la conexión con la cultura era cero. Pensé que aquello sería definitivo. Y pensé que en el mundo del cine no iba a poder instalarme. Pero volvimos a Madrid, donde seguían mis hermanas [el otro se instaló en Bilbao], y yo me quedé. Ellos se volvieron al negocio del hotel en Asturias.
– ¿No hubo frustración en casa por dejar Filosofía?
– No, no. Mi padre era abogado, y aunque no ejerciera, en su familia todos eran notarios o gentes de leyes. Pero a mí nunca me inculcaron nada en ese sentido. Lo del cine no se lo creían, lo veían como un nido de pájaros en la cabeza, no daban un duro por mí. El hecho de que yo insistiera tanto en esa querencia por el cine les producía cierta inquietud. Les daba miedo que me plantara en los 40 años sin oficio ni beneficio. Pero llegó el corto El columpio en 1992 y lo cambió todo.
– ¿Cuál cree que es la clave de la vigencia de su corto de debut, El columpio, tantos años después?
– No ha envejecido, es cierto, pero… No tengo ni idea. Quizás por ser una historia universal y concreta [la atracción platónica entre dos jóvenes en el metro de Madrid vacío] que no estuvo sujeta ni a modas ni a nada. Ese anacronismo o esa situación universal le impide envejecer.
– ¿Repetiría con la pareja de actores, Ariadna Gil y Coque Malla?
– Claro. En Todo es mentira [1994] estuvieron también ambos.
– En Dile a Laura que la quiero llegó usted a escribir un guion a muchas manos.
– José Miguel Juárez, director y coguionista de ese largometraje, me llamó tras ver El columpio. Era lo primero que yo hacía relacionado con el cine. La película se hizo más tarde [1995], pero representó mi primer sueldo.
– Siempre dice que le gusta más dirigir que escribir.
– Sí, sin duda. Lo paso fatal escribiendo, me subo por las paredes, mantengo una relación amor-odio con la escritura. No llego a pillarle el punto para poder estar tranquilo. Me provoca ansiedad. Pero cada vez tengo más paciencia, en los últimos años escribo mucho. En Vergüenza no paré de escribir con Juan Cavestany. En Las ovejas…, en Si yo fuera rico. Lo divertido es escribir con alguien: hablas todo el rato de la vida, compartes muchas cosas. Y si lo haces en un viaje, pensar en la historia con una copa de vino es fantástico. Conecto mucho con la idea del cine en mis inicios, más de celuloide, más artesanal.
– ¿Se siente algo padrino de Ariadna, de Coque o de Penélope, que antes hizo Jamón, jamón?
– No, no. Si acaso, de Coque, porque Ariadna, además de Amo tu cama rica, había hecho ya siete u ocho películas en Cataluña, algo que ella siempre se encargaba de recordar. Pero Coque y yo sí tenemos una carrera en común, claramente.
– ¿Qué papel jugó Enrique Cerezo en la puesta en marcha de Todo es mentira?
– En aquella época me dedicaba a pensar historias para guiones. Una mañana de agosto me llamó. Y cuando empieza a darme su dirección, en la calle Fernán González [Madrid], resulta que está a dos portales de mi casa. “Pues bájate y nos vemos”. Crucé la calle, entré en su despacho, todo nervioso, y visionamos el corto. “Piénsate una historia y hacemos una película”, me dijo. Regresé aterrado a mi casa. Apenas tres días me bastaron para pensar. Los famosos “tres días” [aquello trascendió en el Festival de San Sebastián y recibió críticas]. Se lo conté, y él confiaba en mi guion. No es un productor que se meta en todo. Todo es mentira era el relato y el retrato de varias separaciones de parejas de amigos, incluida una mía reciente.
– Hay en sus inicios tres conjunciones astrales: Coque Malla, Nacho Cano (uno y otro, parejas de su hermana Coloma) y Enrique Cerezo.
– Sí [risas]. La suerte influye mucho en cuándo suceden las cosas. Todo conspiró para que las cosas salieran bien, pero también comprobé lo complicado que es mantener eso. Pagué el peaje de la inexperiencia, de empezar muy joven.
– Tenía usted menos de 24 años.
– Claro. Y una pasión imparable ante lo que se me ponía por delante. En la travesía del desierto, cuando quieres escribir películas y contar historias, es cuando te das cuenta de que un arranque rápido te penaliza a posteriori. Al margen de esas personas circunstanciales, no me creé un equipo de apoyo, de ayuda. Tenía que seguir solo, y me faltó eso. La película recibió buenos bofetones de la crítica tradicional, digamos. Pero las colas duraron mientras permaneció en cartelera. Estuvo meses, hizo un buen dinero. Todavía la recuerda mucho la gente, siguen hablando y escribiendo de ella.
– ¿Qué pasó con las copias? Se habla de “película de culto” precisamente porque no hay copias.
– Cuando Enrique Cerezo rompió con su socio de esa época, Carlos Vasallo, se repartieron las películas producidas. Entre otras, la mía. A Vasallo, que vive en Miami, le tocó Todo es mentira. Tiene miles de películas compradas. Su licencia de exhibición está caducada, y cuando llegan ofertas de renovación, las rechaza. Al no contar con el sí del productor, no se puede editar en DVD ni reestrenar en cines o vender a una plataforma. Pasan los años y las décadas. Es una pena.
– Con razón la llamaron “comedia maldita”.
– [Risas]. Efectivamente. Porque no hay manera de verla. Ya me he resignado. Igual eso contribuye a la singularidad de la película. Por supuesto, me gustaría que estuviera en un catálogo como el de Movistar+. Así dejarían de preguntarme por qué no pueden verla [más risas].
– Pero en La 2 sí la han pasado.
– Sí, puntualmente Vasallo ha vendido cosas, como esa emisión en La 2 de TVE. Al ver la copia, me doy cuenta de que la película está destrozada, llamada a extinguirse. Si no se remasteriza o digitaliza, si no se restaura el color y el sonido, llegará un momento en el que se va a escuchar y ver peor que las películas de Joselito. A veces le he mandado e-mails, pero no consigo nada.
– Cerezo está haciendo una importante labor de restauración con su lote.
– Y Vasallo me llegó a decir que lo está haciendo también con sus películas. Me reuní con él en Madrid, y a pesar de mis facilidades, no me deja hacer nada. No quiere meterse en líos. No sé por qué. Espero que a la mía le toque.
– Todo es mentira marcó el umbral generacional en sus castings. Siempre trabaja usted con jóvenes. Le cuesta pasar de los 40. ¿Qué tiene contra los padres de los boomers?
– Es curioso. He ido adaptando la edad de los personajes a la mía. En mi debut eran de mi generación, pero en Brujas [1996], en cambio, hay tres generaciones de mujeres. En Nada en la nevera [1999], Coque y María Esteve, ella cuatro años menor que yo. En El arte de morir [2000], todos más jóvenes…
– Suele poner el contrapunto con algún veterano. En El arte de morir está Emilio Gutiérrez Caba. Y en otros títulos, Miguel Rellán, Kiti Mánver, Isabel Ordaz, Beatriz Carvajal...
– En Las ovejas no pierden el tren [2014] subí el listón un poco. Para el personaje de Rellán me inspiré en mi padre [fallecido en 2016, víctima de alzhéimer]. Es un poco lo que pide el mercado. O, mejor dicho, los financieros. Hay un punto en el que hacer un casting de cuarentones es más difícil que hacer el de treintañeros. Las modas coinciden en la década de los 30, periodo en el que el actor y la actriz tienen más popularidad. Hay un punto que te lleva ahí por eso.
– Pues hoy los buenos son, como mínimo, cuarentones: De la Torre, Salmerón, Tosar, Bardem…
– Esa misma tendencia está cambiando. Está de actualidad, pero hubo una época en la que no era así. La financiación es muy permeable a las tendencias del momento. Y eso es un poco peñazo. Con las plataformas vuelve a cambiar una vez más el concepto de casting. Tamar Novas es el protagonista de mi película para Netflix. Pero si yo tuviera que hacer una película para cines, quizá necesitaría otras cantidades para conseguir ese protagonista. Hay obstáculos y servidumbres que hacen complicada la elección.
– ¿Los productores exigen tíos buenos o chicas guapas en el reparto?
– No es tanto eso. Se trata de vender la película a una televisión, y lo que exigen es un nombre, más que la estética. Si das un par de nombres con tirón para el reparto, por adelantado, la financiación se consigue más fácilmente.
– Usted ha tenido siempre a los mejores. ¿Le han dado calabazas?
– Muchas veces.
– ¿A quién extraña en esa relación?
– Alguien con quien no he trabajado, y me gustaría, es Javier Cámara. Es extraño [risas]. Alguna calabaza me ha dado, sí. Y bien gorda. No es el único: Luis Tosar, Ernesto Alterio… Hay más de los que cree.
– Pero no le resulta difícil conseguir los que se propone, ¿verdad?
– A veces el casting ya está hecho prácticamente desde el guion. Incluso te han dado casi el sí. Eso es lo ideal. Pero hay personajes que pasan por tantos actores… Es increíble con quién empiezan y con quién acaban.
– Ha dicho que el de Las ovejas… ha sido su reparto más redondo.
– Es que fue un repartazo. Las circunstancias sociales y las de la industria son decisivas en cada momento. Se trataba de una película sobre la crisis en plena crisis. Si normalmente se rodaban 80 largometrajes al año, ese 2014 se hicieron 30. Como esos actores estaban libres, resultó más fácil cuadrarlo, pero ahora ese casting sería imposible: sus actores no paran de trabajar.
– Entonces, ¿no tiene ningún prejuicio con los actores veteranos?
– No. Juan Cavestany [con el que firmó Vergüenza] y yo vamos a hacer una serie con mayores de 70. Es más, estoy muy interesado en esa franja, la que llaman tercera edad. A mis 52, no lo veo tan lejano, los siguientes en llegar seremos los de mi quinta. El concepto de persona mayor se está diluyendo mucho, y precisa de un foco, porque lo merece. Van a pasar cosas interesantes con esas personas, que van a reinterpretar el ocio, las convenciones sociales… En 20 años va a ser muy influyente ese potencial humano.
– Tuvo cierta sequía entre los años 2010 y 2014.
– [Piensa unos segundos]. Desde que empecé a trabajar hasta Salir pitando [2007] tuve una forma de afrontar las cosas. Los cachorros de los noventa hacíamos lo mismo: escribíamos un guion, hablábamos con un productor, esperábamos la financiación. “Estrenamos en octubre”, “No, al final en marzo…”. Como no tenías hijos, estirabas el dinero. Se te caía un proyecto y hacías otro. En esos 10 o 15 años firmé esas películas, más las que nadie sabe que escribí y acabaron en una trituradora [risas]. Después de Salir pitando [2007] me planteé si podía aguantar en mi casa esperando, aburrido.
– ¿Por qué no funcionó aquella película, con el tirón que tiene el fútbol?
– Realmente, es la mayor decepción de mi vida profesional, a pesar de las expectativas que había despertado en Telecinco Cinema, en Sony, en mi entorno… Era una aceptable recaudación, pero aspiraba a más. Un error que se cometió, mirándolo desde aquí, es que no hubo sintonía entre la película que yo contaba y la que se vendía. No era una comedia de partirse, sino más del estilo de Alexander Payne. Aquello del “No me jodas, Rafa” [parte de la conversación entre un árbitro y el juez de línea Rafael Guerrero para decidir una jugada polémica en un partido Zaragoza-Barcelona de 1996] le daba un componente humorístico, pero en el fondo era melancólica. El público al que te diriges es ese que va al cine a partirse. Y al final, al público tipo Alexander Payne ni le interesa, le da pereza; y el que busca el humor más evidente, lo considera un coñazo, con tanto autobús para arriba y para abajo. Se quedó sin un objetivo claro.
– ¿Y cuál fue el punto de inflexión profesional, cómo remontó?
– Vi la oportunidad de meterme en televisión justo cuando detecté que los procesos de financiación, la propia industria del cine, iban a ponerse más complicados. La facilidad con la que en tiempos de bonanza conseguías financiación –un año, por ejemplo–, ahora requería tres. Tenía 36 años y no me apetecía andar dando tumbos. Ya necesitaba un trabajo de oficina, por llamarlo de alguna manera. Regularidad. Interiorizar cosas como: “Me tocan dos capítulos y empiezo el mes próximo”. Te dan un guion, ruedas un mes… ¡y te pagan! No tienes que estar esperando toda la vida ni comerte las uñas. Me pareció un inventazo.
– Y era un formato de televisión totalmente nuevo.
– Exacto. Nada que ver con lo que se hacía una década atrás. Menos interesante para un director de cine, dicho sea de paso. Empecé a conocer a millones de actores y millones de técnicos. Y empecé a hacer cosas que nunca habría hecho en una película propia, como las secuencias corales: mover a 30 personajes, sacarle gracia a esto o aquello….
– ¿Fue una buena escuela?
– Buenísima. Me sirvió mucho. Me alejó de mi cine, pero lo recuperé con Las ovejas… tras un año en blanco. No me ofrecían ninguna serie, y yo tampoco tenía demasiados clientes. Me vi sin trabajo y sin ingresos, y a punto de ser padre. Me puse a escribir el guion de Las ovejas…, empecé a recuperar la industria del cine.
– Pero se mantenía en la de la tele.
– Sí, sí. Y empezó una feliz década, en la que estoy ahora.
– ¿Es similar la forma de trabajar en las cadenas generalistas y en las plataformas?
– Hombre, las producciones de Atresmedia eran más industriales… Las plataformas te piden una serie que tienes que vender como si fuera una película, con todos los guiones aprobados hasta la última coma. Luego puedes cambiar, claro, pero así se evalúa el presupuesto y ruedas sin sorpresas. Puedes hacerlo de una forma más cercana al cine. En la televisión generalista escribes los guiones mientras ruedas. Es un proceso industrial, en cadena. Un director realiza los episodios 1 y 2 mientras los guionistas escriben el 3 y el 4, los cuales va a dirigir otro. Y el 5 y el 6 serán de nuevo cosa del primer realizador. Evidentemente, el proceso es distinto. Pero todo es divertido, a mí me va la marcha.
– ¿Cuál es su método para ver series? ¿En maratones o por picoteo?
– Cada uno tiene sus pautas. A mí no me gusta verlo todo de un tirón. A mi chica, sin embargo, le gusta más ver los capítulos de tres en tres. Yo prefiero reservar algo para mañana. Soy ansioso en la vida, pero no en esto. Ahora en Movistar+ y HBO los episodios se estrenan semanalmente, mientras que en Netflix está la tendencia de todo disponible o binge-watching. Un sistema mantiene viva la serie durante varias semanas y el otro no. No sé qué funciona más.
– Ha cambiado tanto la industria que ni siquiera Hollywood es lo que era.
– Efectivamente. Ya no es la aspiración de nada ni de casi nadie. Es posible que el mito de Hollywood esté en horas bajas. Ahora la aspiración es hacer desde tu casa cosas que consigan impactar en el mundo entero. Puedes hacerlo en Turquía; con ponerlo en Netflix ya llegas a todo el planeta.
– ¿De qué se fía, como creador, para conocer las audiencias de las series?
– No hay datos concretos. Yo oía en la calle hablar de la primera temporada de Vergüenza. Una anécdota, una escena. “Parece que ha enganchado”, pensaba yo. Y al grabar la segunda, la gente ya miraba por la calle a los personajes. En cambio, la película Si yo fuera rico fue un éxito descomunal, pero no lo percibía en la calle.
– ¿El género documental lo tiene abandonado?
– Sí, da mucho trabajo. No lo toco desde el que hice sobre Ángel Nieto [Ángel Nieto, 12+1, 2006]. Fue una experiencia interesante. Cuando lo hicimos, él tenía 58 años. Para mí era un Peter Pan: solo quería ser joven, muy vital. Y ahora que yo estoy cerca de esa edad, entiendo que no soy mayor, que no me siento mayor. A mis 35, me fascinaba verme tomándola por ahí con sus amigos de 60, en plena forma. Nos llevábamos apenas una generación y yo admiraba su vitalidad. Así me veo yo ahora [risas]. Acabamos bastante amigos, de la familia también, y fue triste su fallecimiento de forma tan idiota [embestido por un vehículo cuando se desplazaba en un quad en Ibiza]. A mí me gusta mucho ver deporte en la tele. El Open de Australia no me lo he perdido, por ejemplo. Siempre que puedo mezclar el cine con el deporte, lo hago, no pierdo la oportunidad. En Si yo fuera rico metí surf.
– ¿Cómo surgió el biopic de Alfonso de Borbón?
– En la época de las TV movies, en plena fiebre del biopic. No lo dudé. No había mucho dinero, pero al menos haría algo de época y realista. Siempre es un aliciente hacerlo, tipo The Crown [risas] pero con menos dinero y talento.
– ¿Qué descubrió de la familia y el entorno?
– Un par de detalles de humor sobre el personaje de Franco. Cuando rodamos en su despacho me contaron que había un botón a un lado de su escritorio que él podía pulsar si se aburría ante una visita o un interlocutor. Cambié totalmente el sentido de la secuencia prevista para usarlo: le di un yogur a Franco y, cuando acababa de tomárselo, pulsaba el botón para echar a quien tenía enfrente. Entraba alguien del servicio: “Señor, le esperan en la estancia tal o cual”. Era el botón de rescate.
Cuatro cómplices de su cine
Coque Malla
Era pura espontaneidad. Como no se había formado como actor, funcionaba desde su carisma. Le veía y le veo como una persona eminentemente talentosa. Todo lo que hace sale de ahí. No tenía una técnica para repetir ese hallazgo. Lo que surgiera. Y eso me gusta, conecto con esa forma de trabajar, la gente talentosa me inspira mucho. Y como cantante me encanta.
Penélope Cruz
Sigue siendo la actriz con la que mejor me he entendido. Me encantaba rodar con ella. Habría hecho mil películas más. Pero se fue a Hollywood y todo cambió. Tiene un compromiso alucinante con el directo. Es una aliada para contar la historia porque se mete en el personaje a lo bestia. Aporta sin parar, además del sorprendente carisma con la cámara. La cámara la quiere. Una superactriz.
Candela Peña
También me entiendo fenomenal con ella. Es un vendaval, una actriz de raza. Tiene mucha fuerza y verdad en lo que hace. Esa vertiente indomable me gusta. Dejo que me mangonee todo el rato. Ella lo sabe y hace de mí lo que quiere. Tiene una versión propia de hacer las cosas, y eso es impagable. Das “motor” y el rácord lo hace a su manera, por peteneras. No es una persona metódica, ni le interesa.
Javier Gutiérrez
Es una máquina de precisión un actor superdotado. Tiene control del plano, de lo que pasa en la escena y del rodaje. Trabaja a todos los niveles, su mente panorámica le permite asimilar todo. Sabe cuándo estar al cien por cien y cuándo debe echar un paso atrás y descansar sin que se note. Cuando estás rodando un plano medio, pasas a un primer plano y hay más. “Qué cabrón”, piensas, “esperaba al primer plano para tocar esa tecla”. Conoce el lenguaje cinematográfico y su propia energía, y juega con ellos. Se aprende el texto en un momento y acierta con el tono de la escena. Hace crecer el personaje que tiene al lado.
El ‘me lo guiso y me lo como’ del confinamiento
Diarios de la cuarentena, una serie hecha para TVE durante el confinamiento de 2020, supuso “una paliza enorme” para el realizador. Protagonizada por Carlos Bardem, José Luis García Pérez, Petra Martínez, Carlos Areces o Fernando Colomo, requirió el montaje de las videollamadas que hacía cada intérprete desde su casa. “Conseguir cada día escribir y dirigir casi simultáneamente es una de las cosas más apasionantes que he hecho”, recuerda Fernández Armero. “Los capítulos se emitían a los cinco días. Exigía a mi cerebro que se mantuviera creativo 14 horas al día”. En aquellas jornadas de nueve de la mañana a 12 de la noche dirigía, escribía los guiones del día siguiente, recibía llamadas por Skype o Zoom. “Como David Marqués [codirector y coguionista] y yo éramos también productores ejecutivos de la serie… fue la locura”. El montador, Raúl de Torres, enlazaba las secuencias que le mandaban los actores al servidor. “Una vez a la semana nos limitábamos a darle cuatro notas sobre el montaje y no podíamos hacer más. Lo montado salía directamente a TVE y se emitía”. ¿Lo bueno de ese ritmo frenético? “Ni me enteré del confinamiento porque estaba currando. Una experiencia brutal”.