Las lágrimas de Ava
A finales de la década de 1950 llegó con la compañía de Marsillach a Madrid, donde se instaló definitivamente. En 1959 conoció en El Duende, un local de flamenco, a su ídolo Ava Gardner, episodio que relata con detalle en el libro de Marcos Ordóñez Beberse la vida: “Yo estaba haciendo La calumnia, de Lilian Hellman. Hacía el papel de la niña, mi primer papel importante. Y mi primer sueldo importante. Lo poco que conseguía ahorrar me lo fundía en flamenco”. Aquella noche acabó en casa de la estrella, las dos sentadas en un sofá. “Puso un disco de Sinatra. Y comenzó a llorar, a la primera canción. Lloraba sin el menor disimulo. Yo no sabía qué hacer ni dónde mirar”. El flamenco, las tertulias, las largas noches en Oliver después de la función... Baró vivió con intensidad aquel Madrid farandulero y conspirador. “Ahora me levanto a las seis y media de la mañana, la misma hora a la que me acostaba durante muchos años”, confesaba risueña a Rosana Torres en 2004.
Por la misma época debutó en televisión, en la serie Galería de maridos junto a Adolfo Marsillach. Cuentan que este no iba al Paseo de la Habana con los papeles muy aprendidos y que ella tenía que echarle capotes a menudo. En 1968 estrenó en Barcelona, junto a Terele Pávez y Carlos Ballesteros, La casa de las chivas, de Jaime Salom. “El sobreesfuerzo físico de una menuda Amparo Baró”, según descripción de García Ruiz y Torres Nebrera en su Historia y antología del teatro español de posguerra, “aumentó su prestigio profesional”, pero ella mantenía una actitud humilde, como ya había dejado ver en declaraciones como estas de 1963 a la revista Tele Radio: “Nunca ambicioné nada a largo plazo, sino aquellas pequeñas cosas que iban surgiendo en mi camino”.
De la mano de Marsillach, Jaime de Armiñán y Pilar Miró, el rostro de Amparo Baró pasó a ser habitual de los dramáticos de TVE, tanto en series como en teatro. Sus intervenciones se cuentan por decenas, algunas memorables por rompedoras (como el primer desnudo que ella y María Luisa Merlo protagonizaron en El bebé furioso, de Martínez Mediero, en 1978, dentro del espacio Teatro estudio); otras también inolvidables por revelarnos su talento para la comedia, como Tres sombreros de copa, de Mihura, y Cuatro corazones con freno y marcha atrás, de Jardiel, dirigidas por Gustavo Pérez Puig en 1966 y 1977 respectivamente.