Ana Belén
Polifacética musa de varias generaciones
NANO AMENEDO
La buena de María del Pilar Cuesta Acosta fue la única de entre los premiados en esta 31ª edición de los Goya que no tuvo que recurrir a la valeriana ni a ningún prodigio de la química farmacológica para conciliar el sueño. Su Goya de Honor era el único garantizado de antemano, el que no dependía de los nervios y suspense de un sobre lacrado por el notario de la Academia. Pero María del Pilar, la mujer que fue Ana Belén desde la primera vez que, aún muy niña, se colocó delante de una cámara, aprovechó los minutos de merecido homenaje para pronunciar un discurso en el que faltó detalle. Y en el que hizo somero repaso de su dilatada trayectoria, sí, pero también alegato para que las mujeres gocen del papel que merecen en los repartos cinematográficos y los gobernantes dejen de distinguir a la cultura con ese poco disimulado desinterés que acostumbran.
Imponente, serena y magnética, como ella acostumbra, la artista que debutara a los 13 años con Zampo y yo dejó constancia expresa de su admiración hacia Miguel Narros, William Layton, José Carlos Plaza o Berta Riaza, algunos de los maestros con los que aquella humilde chavalita del barrio de Lavapiés acabó convirtiéndose en uno de los rostros más emblemáticos y admirados de los escenarios y la gran pantalla. Su discurso recordó en algunos momentos al que el 30 de noviembre de 2015 improvisó, entre lágrimas y aplausos, en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid, cuando la Fundación AISGE le concedió el Premio Actúa, la máxima distinción de la entidad. Por sus líneas desfilaron doña Paquita, la primera profesora del cole que intuyó el talento que atesoraba, o don Enrique, el maestro de música que combatió para siempre su “ignorancia absoluta de lo que era un compás o una nota de solfeo”. Y así hasta llegar a Narros, el que le hizo la pregunta quizá más determinante de toda su vida: “¿Tú quieres ser actriz de verdad? Porque para eso hay que estudiar…”.
Vaya si quiso. Y vaya si estudió. “Absorbía como una esponja todo lo que mis compañeros me enseñaban en escena y fuera de ella”, se sinceró Ana, una de esas rarísimas artistas que consiguen convertir su nombre en antonomasia. Comprendió así la esencia, la enseñanza más fundamental. “Esta profesión no solo sirve para distraer, divertir o emocionar, sino para hacer preguntas. Aunque no se tengan las respuestas. De tanto meterme en la piel de personajes diferentes he entendido un poco más de la vida y me he hecho más tolerante”.
Mario Camus, Manuel Gutiérrez Aragón, Jaime de Armiñán, Pedro Olea, Vicente Aranda, Fernando Colomo, Fernando Trueba, Imanol Uribe, José Luis García Sánchez, Manuel Gómez Pereira… Ana Belén quiso ser generosa en la relación de agradecimientos, y no era para menos: “Nada me gusta más ni me provoca algo parecido a la felicidad que estar en un rodaje”. Por eso sonaron aún más hondos los pasajes de su parlamento en los que aludió a cuestiones mucho menos felices. “Se dan tantos pasos atrás que hacen peligrar una mínimas normas de convivencia. Y la precariedad laboral de nuestro sector, que es pavorosa”.
Y la representación de la mujer en el cine, tan inferior a ese 51 por ciento de la sociedad española, una discriminación que, no por reiterada, deja de ser inaceptable. “No llego a comprender por qué a las mujeres nos cuesta tanto trabajo que nos reconozcan al mismo nivel que los hombres, incluso en una profesión liberal y abierta como la nuestra”, proclamó entre aplausos. Y remachó, con una de las frases más demoledoras de la velada: “A veces pienso que, si no se necesitasen mujeres para interpretar a mujeres, ni siquiera estaríamos las que estamos…”.
Un puñetazo de realidad. Y un premio indiscutible a la firmeza. Otro que, como este Goya de Honor, nadie le podrá negar.