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06-03-2017

 
Andreu Buenafuente


“El signo de los tiempos, en 2017, es que no entendemos la comedia”


El cómico catalán, inmerso en la lúcida y dulce madurez de ‘Late Motiv’, encarna al librepensador paródico en la era de la corrección indignada


FERNANDO NEIRA
(Con información de NURIA DUFOUR)
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha
Al bueno de Andreu Buenafuente Moreno (Reus, Tarragona, 1965) no le llega el día, ni la vida, para materializar todo lo que le bulle en la cabeza. Curioso inabarcable y culo inquieto como no hay otro, apenas había cumplido 17 años la primera vez que se colocó delante de un micrófono radiofónico. La oportunidad se la concedió un jovencísimo Carles Francino, hoy también prohombre de la comunicación, en aquella temporada remota en las ondas de Radio Popular. “Teníamos un amigo común que le insistió en que yo le pondría muchas ganas, así que me metió en la sección de Deportes”, rememora un Buenafuente más divertido que nostálgico, capaz al mismo tiempo de prender la conversación y sonreírle al fotógrafo porque, si no, no cunde la mañana. Andreu es así: un torbellino cordial, un hombre de verbo amenísimo y un cerebro permanentemente carburado, capaz de reaccionar en décimas de segundo aunque la pregunta enfile derroteros que él no tenía previstos. Y todas estas cualidades naturales acaban trasvasándose a la pantalla: monologuista memorable, improvisador vertiginoso, entrevistador que antepone siempre la empatía a la búsqueda de un botín entrometido.
 
   Le han cundido los años como para atesorar un par de Premios Ondas, varios programas de reconocimiento clamoroso (La cosa nostra, BNF), medio millar de lienzos abstractos “en la línea de Barceló”, un dibujo publicado en el New York Times, pinitos como actor, largas noches de monólogos ambulantes, alguna dirección escénica y una reciente película, El pregón, que escribió para protagonizar junto a su inseparable Berto Romero, con el que también comparte el programa de humor Nadie sabe nada (Cadena SER). Otra vez una oda a la sagacidad improvisatoria. Sin red. Y con algo de vértigo, pero, definitivamente, sin miedo. El tiempo se evapora junto a Buenafuente (que en persona no es divertidísimo, sino interesantísimo) porque Buenafuente siempre dispone de munición dialéctica para compartir. Y porque acaba de alcanzar el programa número 200 de su “hijo más deseado”, Late Motiv (#0), aprovechando que el canal de pago de Movistar + no garantiza grandes audiencias, pero sí amplísimos márgenes de libertad.
 
 

 
 
– ¿Se siente capaz de explicarnos en muy poquitas palabras quién demonios es usted?
– Un inquieto patológico. Y un buscador continuo de emociones creativas. Ando siempre a la caza de momentos televisivos, porque ese es el tipo de tele que yo mamé de joven, allá por los ochenta. La televisión de los momentos irrepetibles, de Carmen Maura, la primera Milá, Jesús Hermida o los especiales de Martes y 13 en fin de año. Y cuando se produce uno de esos episodios lo vives como una pequeña culminación. Como cuando escuchaba a Serrat cantando Mediterráneo por los refugiados, en Lesbos. O cuando repartimos entre el público los títulos de todas las películas de José Sacristán y al invitado y a mí se nos escapaban las lágrimas. O la noche en que, fascinado por la conversación de Miguel Rellán, acabé declarándome en directo: “¿Quieres ser mi amigo?”.
 
– ¿Hasta qué punto la experiencia le permite pronosticar estas situaciones memorables o conmovedoras?
– Eso no se puede pronosticar, y sería un arrogante si dijera lo contrario. Puedo oler la predisposición en un invitado, un ensayo, un guion, pero ante la magia tú has de ser el primer sorprendido. Y solo si te sorprendes puedes transmitir tu emoción. No me gusta la imagen del presentador como demiurgo. Javier Sardá, que es un grande, me dijo una vez: “Yo no estoy aquí para pasármelo bien”. Él es un hombre calculador y muy sufrido, un perfeccionista nato, un perfil muy diferente al mío.
 
– Entre otras cosas, porque usted no se resiste a probar el vértigo de la improvisación…
– Es que tengo aversión a la repetición y soy adicto a lo imprevisible. Claro que hay vértigo y hay fallos, pero cuando las cosas salen bien sientes el placer máximo. Es una suerte de onanismo interpretativo. Lo siento con Nadie sabe nada, que nos supone un esfuerzo máximo, nos cuesta la vida. Sobre todo a Berto, que es un analista del humor, un cirujano preciso.
 
 

 
 
– ¿Qué características ha de reunir un personaje para que le apetezca convocarlo a Late Motiv?
– Cada cual es muy diferente, porque los lates funcionan como un escaparate de la vida misma. Pero el invitado redondo tiene sentido del humor y concepto del espectáculo televisivo, sabe autoparodiarse, ofrece respuestas más o menos cortas, se deja llevar por el presentador… Siempre he pensado que entrevistar es casi como hacer el amor. Hay un cuerpo a cuerpo, vas descubriendo qué le gusta a la otra persona y a ti. Existe un calentamiento, un desarrollo y una culminación. El único problema es que tienes a 150 personas mirándote en el estudio y a muchos miles desde casa…
 
– Sospecho que Bertín Osborne o Javier Cárdenas, que le han dedicado comentarios antipáticos, no acaban de encajar en esos requisitos que busca en sus invitados…
– Mire, en la vida real huyo del conflicto. Va en mi naturaleza. Me enorgullezco de no haber gritado nunca a un compañero. No puedo: me desmayaría. Esta naturaleza pacífica convive con el componente gamberro y provocador del cómico, pero aún hoy no salgo de mi asombro cuando recibo puyazos fuera de tono. Así que no, no pienso cultivar el diálogo violento. Hoy en día muchos se inventan una enemistad, pero yo no quiero participar en ese juego. Quien espere un intercambio de golpes se va a sentir frustrado por mi parte. Yo soy un cómico, un parodiador.
 
– Pero aquí entramos en el cada vez más azuzado debate, últimamente, sobre los límites del humor.
– Un cómico nunca puede pensar que mejor está calladito, porque en ese momento empieza a morir como profesional. Los cómicos manejamos un bestiario que vamos actualizando con los guionistas, y ahí radica la gracia: nos caducan Paquirrín o King Africa, pero vamos incorporando a otros. Pero no puedes tener miedo. El miedo es nuestra kryptonita.
 
 

 
 
– ¿Sucede, entonces, que nos estamos volviendo muy susceptibles?
– El signo de los tiempos, en pleno 2017, es que no entendemos la comedia. Las redes han propiciado la difusión de un lenguaje indignado. En un monólogo reciente parodié las cafeterías de los AVE y me llovieron tuits acusándome de reírme de los derechos de la gente. ¿De verdad que a estas alturas no comprendemos la naturaleza provocadora de los cómicos? Perdonen ustedes, pero nosotros no somos los malos de la película. Y no debería hacer falta que diga quiénes pisan o manosean los derechos de los trabajadores…
 
– ¿Qué nos está pasando?
– La situación bien merece un análisis sociológico y hasta antropológico. Somos el reflejo de una sociedad atemorizada, que politiza lo correcto y convive con la promulgación de la Ley Mordaza. Pero nuestro oficio tiene que permanecer anárquico y libre. Debemos seguir siendo tipos que se pasan de frenada.
 
 


 
– Cambiemos de faceta, pues. ¿Qué tal se ve en su reactivada faceta como actor?
– Siento inquietud calmada al respecto, puesto que mi realidad televisiva me absorbe. Pero me gustaría pensar que dispongo de cierto campo de acción ahí. Los personajes televisivos con recorrido en el cine y el teatro son habituales en Estados Unidos o Gran Bretaña, así que afronto esta vertiente con respeto y como un desafío
 
– Haber entrevistado a cientos de actores y actrices ayudará…
– Es que siento una admiración absoluta por este oficio. La interpretación es pura vida, fuerza, sensibilidad. Una persona que se sube a un escenario me tiene ganado de antemano. Lo malo es que yo he llegado un poquito tarde, he de admitirlo…. En las pruebas de cámara de El pregón terminé avisando a mis compañeros del equipo: “Estáis viendo a un secundario del cine. Si me encontráis penoso, me lo comentáis, por favor” [risas]. Pero me gusta aprender, no puedo evitarlo.
 
– Señor monologuista: cuando se queda solo consigo mismo, ¿cómo son sus soliloquios interiores?
– Uf. Sé diferenciar entre mi trabajo y mi vida, no quiero incurrir en ese mal del locutor que no para de hablar en todo el día. Me lo repito a menudo: “Andreu, no seas brasas”. Pero el cerebro, después de una jornada de trabajo, se queda muy caliente, como el motor de una moto. Intento ser un tipo que equilibrio su faceta de ciudadano normal y la de payaso.
 
– ¿Y a estas alturas ya se conoce bien?
‑ Mis pinturas abstractas son grandes brochazos, una especie de improvisación visual. Dicen que frente al lienzo acabas sacando todos tus monstruos. Yo terminé recurriendo también a la psicoterapia. En vez de un curso de inglés o de informática, hice un curso de Andreu. Y sí, ayuda.
 

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