– Podría pedir ayuda al González Cacho productor para su próxima película como directora, Escrito en azul. ¿Cómo va?
– Muy bien, soy fácil soñando. Sé que hay movimiento en busca de financiación. A ver si entra TV3… Ya hay cierto dinero de otra gente. Clarísimo no tengo nada, salvo que la vida es una duda continua. La dirección es una necesidad que me va llevando.
– ¿Tiene incluso el reparto decidido?
– Sí, sí, ya lo haré público [risas]. El texto es de Manuel Mir, un amigo guionista catalán. Me lo hizo llegar mientras rodaba la serie Gran Reserva. Lo tuve encima de la mesa durante meses. “Si en la página 89 no lloras, ciérralo y a otra cosa”, me dijo. Y en el coche, de vuelta del rodaje en Briones (La Rioja), se me caían los lagrimones. Estaba en la página en cuestión. ¡Había una historia, en efecto!
– Lleva usted media vida en la furgoneta, como los cantantes.
– Cierto. De pequeña no me gustaba ir de veraneo, prefería viajar con mi padre, con su gente, ir cada día al teatro. Imposible olvidar esos viajes, medio dormida en el coche, con el chófer, el Niño Ricardo [guitarrista de Antonio Molina]...
– ¿Cantaba usted en casa?
– Sí, con mi hermano Juanra, que tocaba muy bien la guitarra. Pero no imitábamos a mi padre, porque eso era imposible. Siempre me ha encantado la música, del heavy a la balada...
– ¿Es el recuerdo injusto con su madre? Usted siempre será “la hija de Antonio Molina”, como monoparental…
– Mi madre era la vida de mi padre y de todos nosotros [Ángela es la tercera de ocho hermanos]. Muy inteligente, siempre ha sabido estar para él y para nosotros. Era devota suya, lo conocía y supo facilitar lo mejor para que no tuviera zozobras innecesarias en lo profesional.
– ¿Ambos aprobaron su inclinación artística?
– Sí, con naturalidad. Era como ir a patinar. Todo empezó cuando nació mi hermana Paula, creo. Yo tenía seis años, y todo el mundo babeaba con la niña. Yo, detrás de las cortinas, muerta de pelusa. Nadie decía “¿Dónde está Ángela?”. Yo no existía. Como era muy imaginativa, desbordante, dejé de comer, adelgacé para recuperar el interés de mis padres. Una patología clásica de celos. Me mandaron a Campillo de la Jara (Toledo), con Gregoria, que trabajaba en casa. Aquello era otra vida: las casas abiertas, recogía huevos, desayunaba torreznos, lavaba en el río, paseaba en burro… jo, qué feliz todo. Una noche, en el cine, grité “¡Papá, papá!”, durante una película y todo el pueblo supo de quién era hija. Pensé: “¡Tendré que dedicarme a esto!” [risas]. Volví con ganas de ver a mi hermanita. Estuve 20 días, que duraron como un verano entero.
– ¿Descubrió usted entonces la vida rural?
– No exactamente: siendo mi abuelo alcalde de Fuencarral [hoy un barrio de Madrid], íbamos a verle todos los fines de semana. Ya conocía lo que era ir al campo, a su granja con animales… pero aquello fue aleccionador.
– ¿Ha tratado de transmitir esa vida de artista en su modelo familiar, también numeroso, también artista?
– Lo adoro. Normalmente, uno siempre añora la infancia, la inocencia, la familia. De ahí nace la enseñanza, la vida. Y lo vivo ahora en mi hogar, sí. Aprovecho mucho los momentos, me gusta disfrutar, no ser pesada.