ANTONIO DECHENT
“En la vida nunca peleo, pero en la pantalla soy el malo que siempre gana”
Habitual de Aranda, Zambrano o Díaz Yanes, brinda también su talento a debutantes y se atreve con ficciones para Internet
HÉCTOR ÁLVAREZ JIMÉNEZ
Reportaje gráfico: Belén Vargas
Debutó ante las cámaras con El Lute y ha acabado convirtiéndose en canalla reincidente para el público español. Reincidente porque en los últimos 25 años ha pasado por todas las series de éxito y despachado setenta filmes. Canalla por la multitud de personajes despreciables que ha encarnado, de camellos a proxenetas pasando por tahúres o atracadores, mostrándose siempre diestro con cualquier mal proceder que se le pusiera por delante.
Pero tras esa fachada de tipo malhumorado se esconde el hombre cercano que saluda a los pescadores del Guadalquivir mientras busca, ansioso, una sombra. Los conoce de toda la vida porque nunca ha abandonado su barrio, Triana, donde en ocasiones ejerce como líder vecinal. Detractor de la jactancia, aquí vive apartado de esa fama que a ratos le incomoda, todo un lujo cuando el teléfono no para de sonar ni en plena crisis. Y es que Dechent, no contento con los cinco largometrajes que está barajando, compaginará sobre el escenario Tomar partido y Queipo, el sueño de un general.
– Acaba de ganar la Biznaga de Plata en Málaga por ‘A puerta fría’, que se suma a la obtenida con ‘Smoking room’. ¿Le sientan bien los premios?
– Los disfrutaría más si fuesen crematísticos y me dieran un poco de plata. ¡Ya está bien de tanta madera y tanta silicona! [risas]. Lo mejor fue ver cómo la gente me manifestaba su alegría por el éxito, ya que esta es una profesión muy solitaria: aunque siempre haya personal rodeándonos, entre el acción y el corten los actores estamos solos. A veces el reconocimiento es sencillamente político y esos trofeíllos los tengo junto a las macetas del patio. ¡Hasta los riego y los pongo al sol para que florezcan!
– Era su primer papel protagonista en cine. ¿Echa de menos encabezar el cartel más a menudo?
– No, mientras los papeles pequeños sean bonitos y estén bien pagados. Ser principal conlleva una gran responsabilidad y un ritmo de trabajo que algunos intérpretes no están dispuestos a asumir. Cuando rodaba la película, donde la cámara me coge al principio y no me suelta hasta el final, lo que añoraba era ser secundario para poder descansar un poco tomando una cerveza...
– Sin embargo, definió a los secundarios como “personajes muy difíciles que aparecen poco”. ¿Es duro interpretarlos?
– Lo es si no admiten que su labor es más complicada que la de un protagonista. Robert Mitchum lo explicaba: “Un principal que únicamente está de espaldas a un acantilado, con música de violín, ya hace llorar al espectador. ¿Cómo puedo luchar yo contra todo eso para entrar en el plano a darle una carta?”. Nadie es más que nadie en el oficio, al igual que un médico es valioso tanto si opera durante horas como si cura fracturas.
– ‘A puerta fría’ muestra el drama laboral de un vendedor desfasado. ¿A usted este oficio también le ha dado disgustos?
– En alguna ocasión he sufrido desprecio, falta de educación y maltrato. Por eso no dudo en intervenir si veo cómo algún lacayo de la industria que vive del halago a los superiores le falta el respeto a un chaval que está empezando. Lamentablemente, es un mobbing casi institucionalizado.
– Deshumanización, sometimiento al dinero… ¿Se mantiene optimista en estos tiempos?
– Debo serlo por obligación: tengo dos hijos pequeños y no puedo permitirme el lujo de creer que las cosas no tienen arreglo. En España siempre hemos dicho que no vivimos para trabajar, sino que trabajamos para vivir, pero eso hoy es mentira.
– Son varios los hombres hundidos que pueblan su filmografía. ¿Hay que haber pasado malas rachas para bordarlos?
– Lo más importante es haber experimentado ese paso del optimismo juvenil, cuando tenemos la esperanza de mejorar el mundo, a la decepción adulta por vernos envueltos en la misma vorágine de siempre. Para construir a Salva en A puerta fría sí me vino bien un fracaso personal: con 18 años fui comercial de puerta en puerta y dejé el empleo al verme llorando en una pensión de Zafra ante el desinterés de la gente.
– Porque antes de ser actor fue bibliotecario, acomodador, pescador en Portugal o recolector de fresas. ¿Cómo llegó a la interpretación?
– Tuve la suerte de conocer en el colegio al Padre Isaac, que me inoculó el veneno del teatro. Fui monitor para alumnos de todos los cursos y dirigí hasta doce funciones al año. Después intenté engañar mi auténtica vocación estudiando Psicología o montando bares, pero acabé matriculándome en el flamante Instituto del Teatro de Sevilla. Allí conocí a gente tan loca como yo y entendí que mi afición no era una enfermedad, sino que podía ser hasta una carrera [risas].
– Empezó sobre las tablas, su refugio preferido...
– Lo son cuando me siento con fuerza: al escenario se sale en carne viva, no se puede repetir y tanto las habilidades como las carencias quedan al descubierto. Y ese riesgo acaba enganchando, aunque una función está fatal pagada en comparación con una frase tonta en una serie.
– ¿A qué se debe esa diferencia salarial?
– Si a uno le pagan poco es porque está haciendo algo estupendo y obtiene tal satisfacción personal que se resigna a ese sueldo. Yo a veces hasta pagaría por recibir ciertos papeles o actuar para determinados directores. Pero hay cosas que nadie haría si no fuese cobrando mucho, sobre todo en televisión, y eso también lo saben quienes contratan. Así que hay actores que prefieren forrarse sacrificando su gozo profesional.
– Quizá las audiencias también influyan. ¿Le preocuparon durante los dos años en antena de ‘La familia Mata’?
– Veía que los compañeros saltaban unos días y lloraban otros, pero yo solo esperaba a que me dijesen “no vuelva usted mañana” o “renueva contrato”. Seguir la audiencia es como mirar la cuenta corriente: solo lo hago a final de mes para no asustarme sin necesidad…
– ¿Haber encarnado a tanto zafio acaba agriando la personalidad?
– Al contrario. Deposito toda la acritud de mi carácter en unos personajes que, además, me devuelven satisfacciones personales increíbles. Nunca he peleado con nadie porque sé que perdería, pero en la pantalla soy el malo que siempre gana.
– Poco miedo habría infundido sin esa voz tan característica con la que dobló a Popeye. ¿Venía de serie?
– ¡La forjé por puro terror! [risas]. Regentaba La Revuelta, un reducto hippy de Sevilla donde se vendía absenta a granel, y me apostaba en la puerta para impedir que la clientela entrase tras el cierre. Como no tenía abdominales, fingir esta voz ruda era el único modo de imponer.
– Tras manifestarse contra la OTAN, ¿no le da reparo verse de militar?
– Llevo cuatro generales seguidos, y eso quiere decir que mi trayectoria va por buen camino porque ya he dejado atrás al guardia civil… Es una profesión a la que nunca me dedicaría y soy objetor de conciencia, pero quizá me daría más apuro emular al banquero del Vaticano.
– Precisamente la Benemérita examinó el metraje de ‘Clandestinos’ para comprobar que la cinta no dañaba su imagen. ¿No existe libertad total?
– Peor que la censura política de antaño es la autocensura económica de ahora. Los creadores no se dan auténtica libertad para plasmar lo que quieren por si molesta a quienes deciden sobre la viabilidad de los proyectos. Me entristece porque acabamos contando los mismos mensajes asépticos de siempre.