Archivo AISGE (2019)
Antonio Durán ‘Morris’
“Porque he vivido más, puedo dar
más verdad al personaje”
A favor del camino lento y el paso de los años. Dejamos el culto al cuerpo y cultivamos el alma en la barra. En el cine, como en la vida, la clase media no existe
FRANCISCO PASTOR
Cuando Antonio Durán contó en casa su deseo de actuar, sus padres le obligaron a buscar trabajo. Así que pasaba el día en una marmolería, la de un familiar, cincelando lápidas. Quizá por ello, o porque al llegar la noche estudiaba el COU, elegía la comedia cuando se subía a un escenario. Las carcajadas le devolvieron el favor, y acabó pasando más de una década en Pratos combinados, la mítica serie de la TVG.
Su padre, que murió joven, no llegó a verle asentado en el gremio de los actores. Otra historia fue la de su madre. Aunque celebró cómo crecía poco a poco la carrera de su retoño, lamentó lo pequeño que quedaba en los títulos de crédito su apellido –el primero de ella y el segundo del hijo–. Porque desde niño nadie conocía a Antonio Durán Moreiras, sino a ‘Morris’. Con ese apodo ha visto galardonado su trabajo en más de una ocasión con el premio Mestre Mateo. Y ha trabajado en largometrajes como Princesas (2005), Mataharis (2007) o Celda 211 (2009). Y ha recibido el abrazo de Netflix, para la que acaba de estrenar la serie Alta mar.
Hoy está a punto de cumplir los 60 años. Ha perdido a sus padres. Y le ha tocado también dar el último adiós a la que fuera durante décadas su pareja sentimental: la pianista Enma Pino. El paso del tiempo, ese gran aliado frente a la cámara, puede ser todo un canalla en la vida, asiente el actor mientras concede esta entrevista en Madrid. Solo unos días después volverá a Vigo, donde nació, creció y aún reside.
– A diferencia de lo que deciden numerosos intérpretes, eligió quedarse en su tierra, no trasladarse a la capital. ¿Condicionó aquello su carrera?
– Sí. Aunque, si tengo que ser honrado, ese no fue un acto de compromiso. Empecé muy joven en el teatro: la farsa y la comedia. Yo estaba allí cuando se crearon el Centro Dramático Galego y la TVG. Para las dos me llamaron. Era cómodo. Fijábamos los meses de rodaje con mucha antelación, así que alternaba fácilmente las tablas con las cámaras. Ahora me está llegando todo a la vez. Ruedo un día en Madrid y a la mañana siguiente en Galicia. De mayor me estoy moviendo todo lo que tendría que haber recorrido de joven. ¡Con lo que cuesta a esta edad! Pero no me arrepiento de nada.
– Entre aquellos primeros trabajos había obras de Ionesco y Arrabal. ¿Haría hoy teatro del absurdo si se diera el caso?
– Desde luego. El Picnic de Arrabal no envejece. Lo representábamos con música en directo. Una locura, incoherencia sobre incoherencia. Quizá hoy lo haría menos alocado y buscaría más la congruencia, dentro del absurdo. Todavía creo que las tablas pueden llegar a cambiar, si no el mundo, al menos el interior de la gente. Un espectador de teatro es mucho más sensible que una persona cualquiera.
– Durante algún tiempo, su apodo, ‘Morris’, fue también un seudónimo como militante.
– Estuve más de un año en la Liga [Comunista Revolucionaria], sí. Todo, el Arte Dramático y el activismo, llegó por el mismo camino. Una profesora del instituto, la de Francés, me puso a hacer teatro. Representamos una obra de Castelao por el Día das Letras Galegas. Así empezaron mis inquietudes: a mediados de los setenta la cultura era nuestra respuesta contra el régimen de Franco. De ahí llegó la otra militancia. A poco que uno fuera consciente, se implicaba más.
– ¿Incluso con carteles y pintadas?
– Y alguna piedra contra algún autobús. Eran los años de la reconversión industrial, esos que aparecen en Los lunes al sol [donde, curiosamente, le tocó interpretar a un banquero].
– ¿Reconoce Galicia en las ficciones ambientadas en ella? El retrato de Fariña resulta bastante descarnado.
– La reconozco mucho porque viví las épocas que aparecen en la serie. Todo lo de Fariña me pilló en la calle, yo tenía 20 años. Viví los dos lados que se cuentan. El primero, el de la juerga y la inconsciencia, pues eso… [risas]. Eran los tiempos de la movida galega, de Siniestro Total. Contaba con al menos un amigo en cada uno de aquellos grupos musicales. Entonces no alcanzaba a ver todo lo que había detrás. Lo grande que era. También recuerdo la otra parte: los titulares en los periódicos. Al trabajar en Fariña recupero no tanto los hechos, sino las sensaciones. Pienso mucho en escribir mis memorias, aunque no sé si me saldrían muy gamberras.
– Si ya está pensando en sus memorias, ¿se siente lejos de los actores que empiezan en estos tiempos?
– Vienen muy formados, más preparados que nosotros. Y están en un momento repleto de estímulos. Hay miles de proyectos, plataformas, series. Lo que nosotros recorríamos en 20 años, los debutantes lo viven en una semana. Las ficciones están, por primera vez, mucho más basadas en ellos que en nosotros. De un momento a otro, a cualquiera le cambia la existencia. Yo soy del otro camino, el del paso a paso. Reivindico toda la historia que llevo detrás. Esa pequeña magia, la que ocurre cuando uno mira a la cámara, es la química misma de la vida, y creo que solo se adquiere con los años. Porque he vivido más, puedo dar más verdad al personaje.
– ¿Está encontrando hoy papeles con los que soñaba en sus inicios?
– A los actores, los años nos abren una serie de personajes más ricos. Nuestro tempo y nuestra mirada quedan más patentes. Además, pertenezco a una casta de secundarios que, quizá por ser más anónimos, por estar detrás, escondidos, llevamos una cierta personalidad al texto. Tras todo este tiempo he aprendido a pegarme menos al papel y a convencerme de que estoy ahí, de que soy yo, como actor, quien levanta aquello. Dejo los galanes para los demás. A la salida de un rodaje me voy a tomar una caña. Y los más jóvenes, que no, que al gimnasio. Es lo que les marca la industria.
– ¿Se pierden mucho quienes no van al bar?
– Sí, porque hay conversaciones que dejan de existir. Yo creo en los equipos y echo de menos esa camaradería. Aún hay cierto contacto en el teatro, pero los rodajes son muy fríos. Ya no hacemos trabajo de mesa, de sentarnos a leer el texto. Tenemos que demostrar mucho, todo el rato, sobre la marcha: llegamos y sorprendemos. Nadie quiere perder su tiempo. Si yo fuese productor, convocaría al menos una lectura de guion entre todos. Que los actores podamos conocer la voz de quienes van a estar a nuestro lado. Eso, solo una vez, ya cambia las cosas. Y si además de escucharnos los unos a los otros con el papel delante, nos vamos a tomar una cerveza, pues mejor.
– ¿Falta ese contacto también en producciones pequeñas como A esmorga?
– Al contrario. Ahí sí nos sentamos Miguel [de Lira], Karra [Elejalde] y yo. Y el proyecto nos encantó. A mí solo me dan papeles protagonistas en el cine de autor. Por eso me inquietaba mucho mi personaje, un varón homosexual. Como Eduardo Blanco Amor, el autor de la novela: gay, natural de la Galicia profunda, en pleno franquismo. No quise crear un hombre amanerado; simplemente a un sujeto enamorado y frustrado. Alguien que no podía hablar de su deseo con nadie. Todo ello, mezclado con el alcohol. Creo que podríamos haber llegado a los Goya, pero éramos un equipo modesto, nuestra influencia en la Academia era escasa. Ya no se ruedan producciones de tamaño mediano. Es como el sueño de la llamada clase media: llegó la crisis y nos dimos cuenta de que en realidad nunca había existido.
– Lamentablemente, ese rodaje coincidió en el tiempo con la muerte de su pareja.
– Y creo que el fatalismo del personaje me vino de ahí. Compartí muchos años de mi vida con una persona excepcional. De una lucidez extrema. Todo lo que viví con ella era importante.