Siete chicos con piedad
Yo tenía diez o doce años. Vivía en las afueras de Madrid, en el barrio de San Blas, e iba a un colegio religioso. Y a uno de esos benditos profesores que se cruzan en tu infancia para mejorarla se le ocurrió que los últimos viernes del mes fuéramos al teatro. No a ver una obra de teatro fuera del colegio. No. A vernos a nosotros mismos haciendo teatro.
Cada clase de ese curso (sexto A, sexto B, sexto C) preparaba un programa de unos 20 minutos. Después, todos juntos, lo veíamos en un salón de actos inmenso, con escenario, bambalinas y telón que había en la parte de arriba del colegio, al lado de la iglesia (que también era inmensa).
Los del A contaban con Padilla, un tipo genial que lo hacía todo y lo hacía bien: escribía obras llenas de gags que representaba él mismo, diseñaba los trajes, los disfraces (de romano, de pirata, de asesino) y jamás fallaba. Nos reíamos mucho con Padilla. Por eso siempre me ha extrañado que los años no le hayan convertido en un cómico profesional de éxito. Daría un brazo por saber qué se torció en su vida para no lograrlo.
Los del B se apoyaban en Garro, un individuo inmenso que eructaba como un oso polar y al que no le importaba salir al escenario a hacer el burro o el ridículo y contar chistes más o menos verdes (más o menos permitidos) disfrazado sin venir a cuento con el gorro de romano y la chaqueta de pistolero de las obras precedentes de Padilla.
Yo estaba en sexto C y una semana me ofrecí voluntario para escribir una obra, dirigirla y representarla. Había visto en televisión la versión teatral española de 12 hombres sin piedad y me había conmocionado. Así que escribí una suerte de resumen de pocos folios que incluía, destilados, los elementos dramáticos impactantes de la obra: once miembros del jurado declaran culpable a un pobre chico y el duodécimo –que iba a ser yo, naturalmente, que para eso lo escribía– lo juzga inocente y acababa convenciendo al resto. Calculé con cuántos amigos-actores contaba y decidí que en vez de doce hombres sin piedad nosotros íbamos a ser siete. Aún recuerdo algunos de sus nombres: Santos, Hernández Ballesteros, David Matesanz, Ángel Lucas, Alberto…
Ensayamos varias tardes al lado de la pista de balonmano. Hice copias de cada papel. Y el día de la obra, después de los del B, nos tocó el turno. Nos presentó Garro, que llevaba en la cabeza una boina de paleto que había traído Padilla. Colocamos una mesa grande en el escenario, siete sillas. Y comenzamos a hablar. Rápidamente, más nerviosos que lo que correspondía a unos chicos macarritas vestidos como Los Ramones, los seis hombres sin piedad dijeron “Culpable”. Yo exclamé: “Inocente”. Y cuando me disponía a iniciar la perorata encaminada a convencerles a todos, alguien, no recuerdo si Hernández Ballesteros o David Matesanz, se levantó de nuevo y soltó, tan solemne como incongruentemente: “Inocente”. Se produjo un efecto contagio y, para mi desesperación, uno a uno, todos mis actores se levantaron y exclamaron “Inocente”. Por dentro maldije a mis amigos, pero con profesionalidad sonreí al público y di por terminada la fulminante obra de sexto C de aquel viernes, jurándome que nunca más dirigiría nada ni a nadie.
Mientras abandonábamos el escenario pensé que el profesor del que hablé antes nos echaría una bronca. O que los compañeros se estarían partiendo de risa allá abajo.
Pero no: nadie se reía. Nadie había entendido muy bien la obra, pero nadie se reía. La gente se reía de los chistes de Padilla o de las gansadas de Garro. Pero aquello había sido una obra seria de teatro, mutilada, ininteligible y algo absurda, pero una obra de teatro al fin y al cabo. Por eso todos aplaudían, no porque les hubiera gustado (gustaba mucho más Garro, y muchísimo más Padilla) pero a los que se subían ahí arriba había que aplaudirles. Era la ley de mi colegio, de mi barrio.
Entonces pensé que no debía de estar mal del todo eso de ser actor o director de teatro. Pero recordé al panoli de Matesanz diciendo lo de “Inocente” cuando no debía y redoblé mi promesa.
Terminó ese curso y todos los otros. Jamás he dirigido nada ni a nadie. Cada vez que veo a alguien subido a un escenario le aplaudo. De los demás (Garro, Matesanz, Hernández Ballesteros) no he vuelto a saber nada.
Daría un brazo por saber qué ha sido de su vida.
Antonio Jiménez Barca es periodista de ‘El País’,
donde en la actualidad trabaja como corresponsal en Lisboa.
Ha publicado dos novelas de género negro,
‘Deudas pendientes’ (Premio Semana Negra de Gijón, 2006)
y 'La botella del náufrago