TREN
Aquel Expreso Costa del Sol “cargado de soldados y pequeños aventureros de lo cotidiano” ni siquiera iba a Madrid, advierte el autor de ‘El camino de los ingleses’. Porque, en el caso de Banderas, “todo es viaje, todo es descubrimiento”
ANTONIO SOLER
Va camino de convertirse en mítico aquel tren de agosto que, a comienzos de la década de los ochenta, Antonio Banderas tomó en la estación desportillada de Málaga con destino a Madrid. Expreso Costa del Sol cargado de soldados, maletones, viajantes de comercio de segunda y pequeños aventureros de lo cotidiano. El destino era Madrid, sí; sin embargo, para Banderas, Madrid iba a ser solo un lugar de tránsito. El verdadero destino de aquel expreso achacoso, tapizado de azul y con fotografías en blanco y negro adornando la somnolencia de los viajeros era Hollywood. Para aquel muchacho de pupilas acuosas detrás de las que se vislumbraba el fulgor de una ilusión disparatada, aquel tren fue un transiberiano que atravesó la estepa de los días sin sueldo, las pensiones, la mala muerte y la mala vida de Madrid antes de llegar a los arrabales soleados de California y al apeadero de lujo de Sunset Boulevard. Banderas, con un pie en el estribo de aquel vagón y el otro en el andén malagueño, todavía era Domínguez, pero ya era una vocación rotunda, es decir, la carne de un sueño.
Como algunos otros de sus compañeros de reparto vital, José Antonio Domínguez Bandera era un disparate en marcha. Actor teatral en aquella ciudad de ultratumba que era la Málaga de la Transición, un páramo cultural en el que el actor adolescente y sus compinches declamaban a Shakespeare en un teatro romano a medias sepultado por la construcción de una presunta Casa de la Cultura –costado valleinclanesco del franquismo, siempre tan proclive al esperpento y a la truculencia–.
Iban en motocicletas sonoras de un lado para otro, transportistas de sueños –otra vez los sueños, pero es que esa es la materia principal de la gente del oficio–, acarreaban paneles de decorados, vestuario, muchachas en flor, lanzas para la tragedia y capas de Tenorio, como auténticos estibadores de quimeras. Querían ser otros, peleaban por una vida más allá de aquel cartón piedra de la provincia. Aquel espasmo liberador era, sin que entonces casi nadie lo supiera, y desde luego Domínguez Bandera entonces no lo sabía, una epidemia que empezaba a circular de una esquina a otra del país y que confluía en Madrid. Hacia allí se encaminaba aquel tren de agosto. Hacia aquel apeadero iban las ilusiones de un muchacho que, también sin saberlo, iba ya lanzado, a lomos de una ola que iba a transformar España.