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04-07-2019


Arturo Fernández


 “El público es el crítico que nunca se equivoca y al que siempre escucho”


Acaricia los 90, disfruta con ‘Alta seducción’ de su enésimo triunfo… y piensa en el siguiente reto. El galán de los galanes, hijo de un afiliado a la CNT, exhibe una ilusión intacta


PEDRO PÉREZ HINOJOS

Espigado, con paso seguro y enfundado en un elegante traje de raya diplomática, Arturo Fernández (Gijón, 1929) abre las puertas de la platea del Teatro Amaya de Madrid y saluda uno por uno, con apretón de manos, a los periodistas y los trabajadores de la sala que están esperando en el vestíbulo. Minutos después, junto a su compañera Carmen del Valle, se presta servicial a una sesión de fotos y entrevistas en el escenario. Después de que concluya, comenzará allí mismo una función de Alta seducción, el último hito de una carrera en teatro, cine y televisión que dura casi 70 años. Un prodigio que resulta aún más admirable en la distancia corta. No hay rastro del galán un poco descarado y bastante vividor que le dio fama. Más bien al contrario. El decano de la interpretación –y de la compañía teatral privada– en España lo es por conducirse con una sobriedad y un respeto máximo a sí mismo y al público, así como por vivir con pasión su oficio. He ahí el secreto de su frescura. “El día que me retire dejaré de ser joven”, proclama sonriente. Y no hace falta que lo remate con un “chatín” para creerle.

 

– Cuando acabe esta temporada usted tendrá 90 años. ¿Le da vértigo o le ilusiona?

– ¡Deseo cumplir 90 más! La verdad es que me gusta la vida, tengo el inmenso privilegio de mantener la ilusión por vivir, por mi trabajo, por mi familia, por disfrutar de una buena conversación, de los perros, de la naturaleza… Y de que mi salud me lo permita.

 

Llegó de rebote a la interpretación. ¿Perdió el mundo un brillante futbolista o un sastre extraordinario, los oficios que más le interesaban de joven?

– Un sastre, lo dudo. Soy muy poco manitas [risas]. ¿Futbolista? No era malo, la verdad.

 

– ¿Cómo se lo tomaron sus padres al no haber antecedentes en la familia?

Mi madre quería que fuera oficinista porque así no iba a llevar mono azul, como había llevado mi padre, mecánico ajustador en el ferrocarril de Langreo. ¡Pero yo había inventado las faltas de ortografía! Cuando me vine a Madrid, mi padre estaba en el exilio en Francia por su condición de cenetista. En esos tiempos resultaba difícil salir adelante… y además sin formación académica. Tuve mucha suerte, pero también es cierto que me pilló trabajándomela. Y tuve la fortuna de que mis padres vivieran mi consolidación como actor tanto en cine como en teatro.

 

– ¿Cuándo tuvo claro que lo suyo era la interpretación?

– Fue un camino de aprendizaje largo y duro hasta que Julio Coll, un fantástico director de cine catalán, me dio el protagonismo de dos películas emblemáticas de nuestro cine negro, Distrito V y Un vaso de whisky. Mi vocación había nacido en el primer contacto que tuve con el cine, cuando un ayudante de dirección, asturiano como yo, me ofreció hacer de extra en un rodaje como forma de ganarme unas pesetas que me permitieran sobrevivir en Madrid. Me fascinó. Pero cuando entré en contacto con el teatro descubrí mi pasión.



– Usted juega mucho a confundir su persona con su personaje de galán. ¿No le cansa?

– En mi vida personal no me parezco nada a mis personajes, ni lo pretendo. Otra cosa es el personaje que el público quiere ver en mí. E intento no defraudar.

 

– ¿Lamenta que solo le reconozcan en el registro de la comedia?

Creo que el género más difícil es la comedia. Exige una flexibilidad y una naturalidad que no precisa el drama y tampoco la farsa. He hecho mucho drama. Un vaso de whisky, que fue mi primer gran éxito, lo era. Y muchos títulos más. En teatro me consolidé con Dulce pájaro de juventud. Me atreví incluso con el verso en Ensayando a Don Juan y la crítica fue positiva. Pero a mí me gusta la comedia, la alta comedia, y al público también. Y ese es el crítico que jamás se equivoca y al que escucho siempre.

 

– Lleva más de medio siglo con compañía propia. ¿Cómo se consigue algo así?

– Creo que, si me cabe el orgullo de tener la compañía con mayor duración de la historia del teatro español, es precisamente por mi grado de compromiso con mi trabajo. El público percibe ese afán de superación, proyecto tras proyecto, y te premia con su fidelidad.

 

– Comenta a menudo que pertenece a una generación “de otra galaxia”. ¿Cree que los jóvenes actores no se toman el oficio con la misma entrega?

– En efecto, mi generación es de otra galaxia. Sabemos el valor del mérito, del esfuerzo, del compromiso, de lo difícil que es no solo llegar, sino mantenerse. Realmente creo que la dificultad de los tiempos en que nos tocó hacernos adultos nos hizo más fuertes. Y ahora –en general, porque siempre hay excepciones– solo se piensa en los derechos: se quiere solo la parte ancha del embudo. El  teatro en concreto requiere capacidad de sacrificio. No son las dos horas de función; son las giras, la soledad de los hoteles, los ensayos, la obligación permanente de cuidarte porque no hay posibilidad de posponer la actuación… Sacrificios que solo te compensan si realmente amas el teatro y crees que un actor solo merece tal consideración si ha pisado sus tablas.



– ¿Cómo ve el futuro tanto de la profesión como del espectáculo?

– Muy bien en cuanto al cine y al mundo del espectáculo en general. Cada vez están surgiendo más medios para hacerlo llegar al público. En cambio, veo más amenazado el teatro. Cada día hay menos empresarios privados: como se juegan su dinero, miran bien lo que programan. Los pocos que quedan se ven abocados a programar simultáneamente dos y tres espectáculos. Y yo me pregunto: ¿qué montaje de calidad puede permitir que se use su espacio escénico por otros? Todo ello conduce a un deterioro de la calidad del espectáculo. 

 

– Usted suele ser muy crítico con la iniciativa pública.

– Muy a menudo los teatros públicos se programan siguiendo criterios de amiguismo o de sectarismo político. Cada día es más complicado programar una gira en condiciones porque, como hay que dar cabida a las compañías subvencionadas (con independencia de la calidad de lo que presenten), resulta que casi no hay fechas. Allá donde una función debería estar 15 días, te acaban dando dos. Aun con eso, el teatro nunca morirá porque es un hecho extraordinario, mágico. El único en el que el espectador percibe sin filtros al actor.

 

– Suele decir que se retirará en el momento en que el público deje de quererle. Pero le siguen adorando. ¿Qué va a hacer?

– Pues haré todo lo posible para no defraudarle. Por ahora, seguir representando Alta seducción en el Teatro Amaya. Después, continuar la gira, porque me faltan muchas ciudades por recorrer con ella. Y ponerme a buscar la siguiente función que me permita superar la calidad de esta. Siempre que Dios y el público así lo quieran.



60 años sin parar de seducir

Fue en el cine donde Arturo Fernández dio sus primeros pasos como artista al poco de llegar a Madrid en 1950. Lo hizo de figurante, solo para ganar algún dinero, en La señora de Fátima, La guerra de Dios o El beso de Judas, de Rafael Gil. Julio Coll le convirtió en un convincente actor de cine negro y drama en los últimos cincuenta, y Lazaga, Orduña o Tito Fernández le erigieron en figura de la comedia en los sesenta, con el broche en la exitosa La tonta del bote junto a Lina Morgan. Sus decenas de películas tuvieron un acompañamiento intermitente en televisión, hasta que en los noventa encabezó series de altura: Truhanes y La casa de los líos. Ahí consolidó su popular personaje de seductor. El arquetipo había nacido muchos años antes en los teatros. En 1957, con La herencia, ya comenzaron a atisbarse sus maneras de conquistador, con las que iba a arrasar luego en las comedias Un hombre y una mujer, Pato a la naranja, Esmoquin, La montaña rusa

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