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17-01-2023


Isabel Coixet, cineasta a pesar de los contratiempos



JUAN FERNÁNDEZ

Los contratiempos son la mejor escuela de vida (y de cine) que existe. Son los que han guiado a Isabel Coixet –mejor dicho, a su coraje para enfrentarse a ellos– en los casi 40 años que lleva rodando filmes. Así se lo reconoció a Andrea G. Bermejo, redactora jefa de la revista Cinemanía, en la tercera entrega de Mi vida en películas, el ciclo de encuentros que promueve El Corte Inglés en colaboración con la Fundación AISGE. La cita invitaba a repasar su trayectoria a partir de los largometrajes y las experiencias que la han marcado, a contemplarla a través del gran angular que ofrece el tiempo vivido. En la sala Ámbito Cultural del centro que los grandes almacenes tienen en Callao, atiborrada de público, la cineasta confesó: “Hay personas que han venido al mundo de vacaciones. No es mi caso. Yo estoy más acostumbrada a los noes que a los síes, estoy hecha a ir a la contra. Pero igual es mejor así. Los contratiempos de la vida le vienen bien al creador, ya que cuando todo es fácil, no dan ganas de hacer las cosas. A mí, en cambio, de vez en cuando, me abofetea la realidad”.


   Que lo suyo con el celuloide no sería una relación fácil, Coixet lo descubrió pronto. Tan pronto como puso el punto final a su primera película, Demasiado viejo para morir joven (1989), y aguardó las reacciones del público y de la crítica. Optó al Goya en la categoría de dirección novel, pero el recuerdo de la cinta es más bien amargo. “Fue un rotundo fracaso. No le gustó a nadie, ni siquiera a mi familia”, se sinceró. 


   El golpe fue duro. No se atrevió a sentarse otra vez en la silla del director durante más de un lustro. Reconoce que a aquella larga travesía del desierto, que contó con una estancia en Estados Unidos, “le sobraron algunos años”, aunque ese tiempo de barbecho no fue en balde. En realidad, volvió de América distinta: “Cuando rodé mi ópera prima tenía 26 años. Sabía mucho de cine porque había ido a muchos rodajes para aprender... pero no sabía tanto de la vida. Seis años después, al hacer Cosas que nunca te dije, esos dos conocimientos estaban a la par”, comparó.


   En el caso de Coixet, el espíritu corajudo viene de serie. Incluso es generacional. “Soy de una generación que creció pensando que todo era posible, y esto tiene que ver con muchas de las cosas que he hecho en mi vida. Puedes ser de Barcelona y hacer una peli basada en una novela británica ambientada en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y también puedes hacer una película en Japón aunque no seas japonesa. Yo siempre me he planteado: ¿por qué no puedo hacer una producción americana? La palabra no era ambición. Simplemente era pensar que era posible lo que yo quería. La inconsciencia ha guiado mi carrera”, reconoció.


   Su vinculación con el celuloide también proviene de esas experiencias en las que la consciencia se confunde con las primeras sensaciones que se guardan en la memoria. Su abuela era taquillera de una sala de Barcelona. La cineasta cree que aquel acercamiento de carácter familiar al cine la marcó para siempre. “Recuerdo verme de pequeña en la butaca, el sabor de los caramelos de menta Darling y el sonido de la máquina del proyector, que podía oírse desde la sala. Un día me preguntaron si quería subir a la cabina y dije que sí. Allí un señor llamado Papitu me enseñó cómo funcionaba aquello. Yo lo veía y pensaba: ¡Esto es mágico! ¿Cómo es posible que lo que veo en la pantalla sea este trocito de plástico con agujeros? Aquella experiencia me marcó en el sentido de que todavía sigo entendiendo el cine como ir a una sala de cine”.


   Su educación cinematográfica comenzó en las largas sesiones dobles del barcelonés cine Texas, a las que la llevaban de la mano sus padres. “Eran cinéfilos cuando este concepto no existía. Eran simplemente amantes del cine”, aclaró. Aquella ensalada de géneros que desfilaba cada tarde ante sus ojos en esos años germinales, en la que películas italianas se daban la mano con producciones americanas sin que ella las comprendiera del todo, lejos de confundirla, le sirvió para ampliar sus miras. “Me daba igual no entender. Siempre he pensado que entender las cosas estaba sobrevalorado y que, en cambio, la desconexión acaba siendo muy inspiradora”, sostiene la creadora.


   No es de extrañar que alguien que mantiene una relación tan orgánica con el cine siga siendo una de las pocas realizadoras que operan la cámara. “Cuando miro a través del combo pienso que no estoy haciendo nada y siento angustia por no poder mover la cámara hacia donde quiero. Empecé a trabajar así porque era la manera más fácil de conseguir lo que buscaba, y luego descubrí que no me salía tan mal. Reconozco que entraña su dificultad, sobre todo cuando tienes presbicia y la cámara no cuenta tus dioptrías, pero es mi manera de trabajar. He aprendido que cada director tiene su camino, y uno de ellos puede ser el de operar la cámara. No soy la única; Soderbergh también lo hace", razonó.



   En su filmografía brillan títulos como el mencionado Cosas que nunca te dije, Mi vida sin mí, La vida secreta de las palabras o Nadie quiere la noche. Además de definir una forma única de entender el cine, también revelan un talento particular para ponerle nombre a las películas. Así se lo señaló Andrea G. Bermejo. Y Coixet incidió en la observación de la periodista: “Mis títulos no son fáciles", aclaró, "pero para mí son muy importantes. Cuando empiezo las películas solo tengo claras dos cosas: el título y el final. Más que una definición, mis títulos son un estado de ánimo, casi una declaración de principios”. Y puso como ejemplo La vida secreta de las palabras: “Cuando lo anuncié, mucha gente quiso que lo cambiara, pero enseguida salió la niña rebelde con rabietas que hay en mí, así que me negué. Cuanto más me decían que lo cambiara, menos ganas me entraban de hacerlo”. Esos dilemas no le surgen con su próximo proyecto, que llevará el muy sencillo título Un amor, justamente el mismo que el de la novela de Sara Mesa en la que se basa.


   En casi cuatro décadas de rodajes, ante la cámara de Coixet han pasado intérpretes tan prestigiosos como Sarah Polley, Tim Robbins, Penélope Cruz, Ben Kingsley o Juliette Binoche. Sin vulnerar el secreto profesional, de varios de ellos contó anécdotas. Dennis Hooper, que era una leyenda cuando le dirigió en Elegy, filmada en Vancouver, le soltó mientras paseaban: “No tires nunca tu carrera a los cerdos”. Perpleja, ella le preguntó a qué se refería exactamente. Y él le aclaró: “Que no te drogues”. Dicho consejo se entiende porque “Dennis iba acompañado permanentemente por una persona le ayudaba a mantenerse sobrio. Digamos llevaba el ‘alcohólicos anónimos’ puesto”. 


   A Philip Seymour Hoffman no le dirigió, pero sí le trató en el casting de Cosas que nunca te dije. “Su monólogo fue estupendo, me gustó mucho, parecía alguien que ya venía atormentado de casa, pero no le escogí porque ya había decidido con quién haría la película”, explicó. A Hoffman y a los demás artistas que descartó para aquella cinta, la segunda de su carrera, les mandó una carta de disculpa: “Lo hice porque me parecía que todos eran muy buenos y me sentía fatal por tener que rechazarlos, pero ahora ya he perdido esa costumbre”.


   Muy pocos autores en España pueden presumir de los elencos internacionales que puebla los largometrajes de Coixet, una constelación de figuras que ha podido manejar porque no las vio nunca como estrellas, sino como actores y actrices. “Mi clave es trabajar con gente con la que me puedo tomar algo luego. No hablo de amistad, la amistad es otra cosa. Aunque algunos han acabado siendo buenos amigos míos. Necesito trabajar con personas a las que pueda decirles a la cara que sus ideas para esos personajes no me valen sin que eso les cause un trauma de por vida”, ahondó.


   Según ella, entre un director y su reparto se traba una relación que trasciende lo cinematográfico. “Has de saber quién es él o ella en su vida, lo que le motiva y lo que le molesta, tener presente que algunos odian las alabanzas a otros actores en su presencia y que otros detestan verse en el combo. Así le ocurre a Bill Nighy, con quien trabajé en La librería: jamás ve sus películas. Unos necesitan que seas su canguro; otros, que seas su tía; otros, su amiga; otros, que les dejes en paz. Los actores y las actrices son personas, seres sintientes a los que hay que entender, y esto también forma parte de la misión del director”. 



   Varias cintas de Isabel Coixet se han inspirado en experiencias personales, pero no dudó en señalar La librería como la más “autobiográfica” de todas. “Me siento muy identificada con Florence Green, la protagonista. Si hubiera sido británica en su época, habría hecho lo mismo que ella”, reconoció ante los asistentes. Con esa historia ganó los Goyas de dirección y guion adaptado, y figura entre las de mayor éxito de su andadura. Eso sí, por razones que confiesa desconocer. “De hecho, me costó sacarla adelante, acumulé noes antes de dirigirla”. 


   Cosas del cine y los misterios del éxito. Otras veces le sucedió al revés, como al estrenar en 2015 Nadie quiere la noche en el Festival de Berlín. Fue por todo lo alto, en la mismísima inauguración del certamen. “Me sentía en la cima del mundo, tenía a la plana mayor del cine mundial viendo mi película, por eso pensaba: esto va a ser fantástico. Al día siguiente todas las críticas eran atroces y los productores que iban a producir mi siguiente proyecto desaparecieron. Nunca los volví a ver”, contó mientras reía. Otra en su lugar habría pensado en el final de su andadura. Pero ella tiene "muy metida la imagen de Rocky cuando se levanta una vez, y luego otra”.


   Si algo le han enseñado tantas experiencias es que existe un abismo entre lo que el cineasta planifica y lo que sucede en los rodajes y en las salas. Y esto no tiene por qué ser malo. “Hace que cada película tengan vida propia más allá de lo que tú has previsto. En el cine las líneas nunca son rectas. El azar es uno de los grandes cómplices de este trabajo. Por eso es muy importante tener agilidad para adaptarte a lo que suceda. Yo me manejo bastante bien en ese terreno, controlo bastante bien la falta de control”, recalcó.


   Trasladada esta reflexión a otros ámbitos de su existencia, Coixet cree que los mejores tesoros se esconden en las carreteras secundarias. “La vida me ha servido para ir entendiendo mejor los comportamientos humanos, y esto se traduce en que hoy cuento las historias de otra forma. Cuando preguntas a Google Maps cómo ir de un sitio a otro, suele recomendarte la ruta más rápida, pero también te sugiere otra, la que da rodeo. Una de las pocas cosas que he aprendido en todos estos años es que la ruta larga es más interesante que la corta”, comparó.


   Hoy sigue dedicándose a un arte con el que, según admitió, nunca pensó que se ganaría la vida. “Aunque estudié Historia en vez de ir a una escuela de cine", rememoró, "sí sabía que me dedicaría a ello. Había hecho muchos Súper 8 y pensaba que con eso ya me valía. Lo cierto es que me valió, pero aún me asombra que me paguen por hacer algo que me gusta”.


   Consciente de la cuenta pendiente que tiene con la comedia –“me parece que es el género más difícil, espero quitarme algún día esa espina clavada... o tendré que resignarme”–, su último trabajo se mueve por las crudas sombras del drama. Hablamos del documental El techo amarillo, que supone otro capítulo de sus legendarias luchas contra los contratiempos. Esta producción da voz a un grupo de exalumnas del Aula de Teatro de Lleida que sufrieron abusos sexuales por parte de dos profesores que no fueron juzgados nunca. Cuando Coixet empezó a mover el proyecto acababa de recibir el Premio Nacional de Cinematografía, así que pensó que las plataformas y los productores la recibirían con los brazos abiertos, pero solo encontró miradas esquivas. “Es mi sino. En los momentos de mi vida en los he pensado que estaba chupado, siempre ha venido alguien a ponerme en mi sitio”, insistió.


   Al final sacó adelante el proyecto, que aspira a los Goya. Y será usado como prueba testifical para que el caso se reabra en los tribunales. “El documental ofrece justicia poética, que es estupenda, pero las víctimas quieren sentir que la sociedad las ha escuchado y que todo lo que cuentan tiene peso. Esta es la primera vez que siento que mi trabajo es útil”, concluyó.

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