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10-04-2018

Bárbara Santa-Cruz

“El ingenio no aflora con la precariedad, sino con la inversión”

Natural y risueña. Soñadora con los pies en el presente. Paradigma del paso a paso y el trabajo bien hecho


FRANCISCO PASTOR

Cuando a la técnico se le cayó la claqueta sobre una mesa, a la actriz Bárbara Santa-Cruz se le paró el corazón. Pagafantas (Borja Cobeaga, 2009), en cuyo rodaje ocurrió aquello, era el primer largometraje en el que actuaba esta madrileña a la que se le acumulaban las emociones en cada latido. Por suerte, la veterana Kiti Mánver, que encarnaba a su suegra en la ficción, se dio cuenta de aquello, colocó sus manos sobre las de la intérprete y la animó a relajarse.

   Poco queda de aquella timidez en esta mañana en la que los viandantes del barrio de Argüelles fijan su mirada, sin disimulo, en una actriz que no deja de reír ante la cámara. La artista se ha curtido junto a Dani de la Orden, Juan Cavestany, Javier Ruiz Caldera y Pedro Almodóvar, quien quiso tenerla en la tripulación de Los amantes pasajeros (2013). La comedia se lleva bien con una de las grandes secundarias de las series Vive cantando y Buscando el norte, aunque en El príncipe rozara el drama.

   Licenciada (¡con matrícula de honor!) en Comunicación Audiovisual, Bárbara ha dirigido alguna obra sobre las tablas, así como un brevísimo cortometraje para el Notodofilmfest. Fue precisamente un corto, Clases particulares (2005), el que le valió el premio AISGE/Versión Española a la mejor actriz.

 

— Para Tres bodas de más (2013) pasó un tiempo en silla de ruedas. ¿Ese trabajo diferencia a un buen actor del que no lo es?

— No sabría decirlo. Cada uno tiene su método. Llamé a una asociación de lesionados medulares y conocí a Silvia. Le gustaba mucho el teatro y me enseñó la parte física: cómo subir y bajar de la silla, los peligros a los que hay que atender, que nos aseguremos de que quienes prestan su ayuda cogen la silla por las partes fijas y no las móviles. Para Buscando el norte tuve que aprender alemán, pero quedaban flecos, ¡no podría estudiar una ingeniería! Cuando estuve en Amar en tiempos revueltos, donde era mecanógrafa, me llevé una Olivetti a casa para practicar durante dos meses. Me gusta prepararme.

— ¿Tiene motivos para creer en el relato de la meritocracia?

— Sí, porque mi carrera no partió de un personaje concreto. Soy una actriz de pico y pala, de ir poco a poco. A base de papeles pequeños he ido logrando cosas mejores.

¿Qué cuesta más: sacar una licenciatura y los estudios de Arte Dramático al mismo tiempo o rodar una serie diaria?

— Las diarias son muy complicadas. A mí me gusta ensayar en casa antes: un día de estudio, otro de ensayo y otro de rodaje. Por lo menos. Y aquí no hay tiempo para eso, así que me encierro, me convierto en un monje, no hay más. Es duro, pero nada me gusta más que rodar. Me levanto a las cinco de la mañana y soy feliz. No tengo que lidiar con ningún fantasma, solo limitarme a trabajar.



— ¿Por qué diría que la eligen para el humor?

La comedia me pasa, a veces, contra mi voluntad. Incluso aunque esté haciendo humor, si mi personaje sufre, lo interpreto desde el drama. Viví Tres bodas de más como si estuviera en La pianista (2001) de Haneke. A pesar de todo, en alguna prueba me pidieron que fuera menos cómica. Y no me lo podía creer. 

— ¿Cómo llega una madrileña hasta Barcelona, nit de estiu y Barcelona, nit d’hivern?

— Conocí al productor, Cristian Valencia, haciendo publicidad para marcas en el metro de Madrid, unas performances. Trabajo alimenticio, diría, pero no: estaba relacionado con la interpretación y los actores hemos de estar a lo que cae, con alegría y sin prejuicios. Él le habló de mí al director, Dani de la Orden, y me llamaron. Una semana después, a rodar, y además en catalán. La primera entrega fue algo muy punki, yo dormía en el sofá de la casa de los padres de Cristian. Por suerte, para la secuela contamos con más medios.

— ¿Tiene un pie en el llamado cine ‘low cost’?

— ¡Hombre, a mí me encanta que me paguen! [ríe]. Hay que pagar el alquiler. Algunos dicen que la crisis nos desató la creatividad. No, no, no. El ingenio no aflora con la precariedad, sino con la inversión: si hay presupuesto, los buenos directores hacen cosas mejores. Ahora, si el texto me interesa, haya dinero o no, yo me lanzo de cabeza. Pienso en Esa sensación [cuyo cartel asoma tras ella en los cines Princesa], que rodé con Juan Cavestany. Salió adelante con dos duros: pues la adoro y la defiendo.



— Algunas actrices advierten de que, al pasar los 40, se acabó el trabajo.

— No sé si será mi caso. Suelo encarnar a mujeres de más edad que yo y me han dado papeles de ejecutiva, de médico… Nunca he querido llegar a las carpetas de instituto. Puede que por eso no tema el futuro: los personajes que más admiro rondan los 50. Siempre he soñado con hacer una Blanche DuBois, de Un tranvía llamado deseo, muy rota, desequilibrada e impregnada de alcohol.

— ¿Aún le espera esa gran protagonista?

— ¡Pienso en ella todo el rato! [ríe]. Si no una protagonista, un papelón, aunque estoy muy cómoda haciendo papeles secundarios. Sí soy fantasiosa y sueño con que me llaman los directores a los que admiro. Me gustaría rodar con Carlos Vermut o algo más largo con Almodóvar, y me encantaría repetir con Cobeaga, con Cavestany. También estoy llamando a puertas en el extranjero, a ver si hay suerte.

— ¿Cuándo pensó que estaba dentro del gremio?

Al llegar algún galardón, entre ellos, el concedido por AISGE/Versión Española. Me lo dio Daniel Sánchez Arévalo, yo tenía 22 años, aún no sabía si podría dedicarme a esto y me hizo una ilusión espectacular. Es el único premio que llevo conmigo mudanza tras mudanza. Luego llegó Pagafantas. La actriz que iba a interpretar ese papel se marchó a otro proyecto una semana antes de que empezara el rodaje. Me llamó el mismo Cobeaga. Y me pilló en casa, sin saber qué hacer en verano: si marcharme a la playa con la familia o buscar trabajo como dependienta. Pensé que era una broma, pero me fui de cabeza. Sabía bien quién era él, conocía sus cortometrajes y me gustaban mucho. Me leí el guion en el tren.

— Para muchos, los cortometrajes son el camino hacia otra parte.  

— No lo comparto. ¡Con la de actores buenos que hay en piezas breves! Cuando esas historias son buenas, son muy buenas. Están cuidadas y condensadas. Y además, no es bueno verlo todo como un paso hacia otra parte. Crea expectativas, y luego viene la frustración. Yo quiero disfrutar de lo que me está pasando. “¡Me va a llamar Polanski!”. Pues no. Igual que un verano me buscó Cobeaga y otro Almodóvar, me he quedado en casa hasta ocho meses viendo cómo bajaban los ahorros de la cuenta. Y comiéndome, uno a uno, los muelles del colchón.

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