Un veneno que hace ver en la oscuridad
BENJAMÍN PRADO
“Es un poeta a propósito, se le ven los andamios”, decía Rafael Alberti, y eso significaba que el autor del que estuviese hablando no tenía magia, sino sólo oficio. Él distinguía a los escritores de los mecanógrafos igual que Bill Wyman, el antiguo bajista de los Rolling Stones, diferencia a los baterías de los tamborileros, y a su lado aprendí que en el territorio de la literatura es tan importante dominar la técnica como evitar que ella te domine a ti. No he olvidado eso, pero ahora también sé que lo que es verdad dentro de un libro es mentira detrás de un escenario, quizá porque el arte despierta en nosotros el deseo de saber y el espectáculo nuestra curiosidad. Que esa curiosidad no siempre es malsana lo entendí en cuanto el maestro empezó a llevarme al teatro y pasé después de las funciones a los camerinos, porque en cuanto entré en ellos quedé fascinado por esa visión de lo invisible que en lugar de romper el hechizo lo multiplicaba y que amí me hacía sentir parte de un hermoso secreto. Ver cómo maquillan a una actriz que está a punto de ser durante hora y media Bernarda Alba, Electra o Antígona es como meter la mano en la chistera del ilusionista; observar a un actor que se mira en un espejo rodeado de bombillas blancas, nada más acabar la representación y aún no se reconoce del todo, es tener el privilegio de asistir a una metamorfósis: la de alguien que, lo mismo que si se arrancara unas alas de la espalda, se tiene que desprender de la jota y la e del personaje para volver a ser de nuevo la persona. Verle los andamios al teatro hace que te lo creas aún más, consigue que la emoción se duplique.
Los actores se quitan sus disfraces, se ponen ropa normal y avanzan hacia las personas que los esperan a la salida como si regresasen a ellos mismos, lentamente pero cambiando deprisa, parecidos a una de esas ilustraciones que explican la evolución del ser humano mostrándolo cada vez más erguido y más reconocible. Cuando los abrazas y les felicitas por su trabajo, están contigo pero no están allí, no parecen muy despiertos, más bien da la impresión de que despertaran de una anestesia. Rafael Alberti y yo, que a menudo nos divertíamos inventando palabras absurdas que tuviesen un aroma de trabalenguas, llamábamos a eso “derpersonajizarse.” Por algún motivo, siempre que he visto ese proceso de mutación, que creo que explica bastante bien la energía que requiere el trabajo de los actores, siempre los he encontrado frágiles, casi quebradizos, igual que si sus huesos fueran de cristal. Y esa fragilidad siempre me ha parecido conmovedora.
“Primero cayó el vaso, después el hombre entero”, dice Borges, y en los camerinos primero son las felicitaciones y luego el inventario de las anécdotas, los errores y los aciertos de esa noche de estreno, el análisis del público, el temor a la crítica que pueda salir al día siguiente en los periódicos… En algún lugar he escrito que “la crítica es el lunes del poema”, y qué sería del fútbol sin los lunes y de la pasión sin sus extremos, en una esquina el miedo a ser rechazados; en la otra, la esperanza de ser correspondidos.
Me he reído mucho con los actores, especialmente a última hora, cuando ya han cenado algo, se han tomado una copa y empiezan a sentirse bien y ya con ganas de bromear: imposible olvidar, por ejemplo, una noche en Mérida, sentados en el jardín del hotel en el que todos estábamos alojados, tras una representación de la Salomé de Oscar Wilde con el autor de la versión española, Terenci Moix, la intérprete principal, Núria Espert, y otro de los protagonistas del drama, Félix Rotaeta, que había cometido una equivocación que a esas alturas ya había dejado de parecer trágíca para volverse cómica, cuando parado en el centro del escenario y dirigiéndose al auditorio en tono confidencial, dijo: “Se comenta que el tal Jesús de Nazareth es capaz de hacer milagros. La semana pasada, en un banquete de bodas celebrado en Caná, convirtió el vino ¡en agua!” La carcajada unánime de los asistentes lo dejó helado.
Alberti solía decir que había aprendido de su amigo Vittorio Gassmann a escribir como un actor, y con eso trataba de explicar que un poema también es un pequeño teatro –tal vez por eso una gran parte de sus compañeros de la Generación del 27 escribiera obras dramáticas, porque aparte de él mismo lo hicieron Federico García Lorca, Pedro Salinas, José Bergamín, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Gerardo Diego, aunque en su caso de forma muy esporádica, o el joven Miguel Hernández…–, y que la voz que habla dentro de él tiene que interpretar un papel, aunque sea para narrar su propia vida: incluso para decir la verdad hay que inventarla, y hay que hacerlo de modo que resulte verosímil. La literatura, y el teatro es literatura en movimiento, no importa por lo que cuenta sino por lo que simboliza, no es una confesión sino una representación, y su fin es explicarte algo acerca de ti mismo. ¿A quién interpretaba esa actriz o ese actor que tanto te impresionó en la última obra que viste? Naturalmente, lo que llevaba en la cara no era una máscara sino un espejo, y te interpretaba a ti, era un duplicado tuyo y algunas de sus frases eran una respuesta. Esa es la impresión con la que uno suele salir a la calle después de haber visto una obra de teatro o una película que le haya turbado.
A los actores les gusta llamarse a sí mismos cómicos y hablar del veneno del teatro. Sé que tienen razón en las dos cosas, porque he salido con un par de actrices y porque he probado esa droga. Las primeras me dejaron y a la segunda no la pienso dejar yo: la necesito para ver en la oscuridad.
Benjamín Prado es poeta y novelista. Su obra más reciente es ‘Operación Gladio’ (2011). En 2002 testimonió sus experiencias con Alberti en las memorias ‘A la sombra del ángel’