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07-04-2025


Bernabé Fernández

“Es bueno cuestionarte de vez en cuando por qué te dedicas a lo que te dedicas”



Ver la película ‘Romeo + Julieta’ en la adolescencia fue decisivo. A los 20 años aparecía en ‘Al salir de clase’ y se desencantó con algunas envolturas del oficio. Pertenece a la “clase media” de la actuación y, tras 25 años de carrera, transita entre épocas de trabajo torrencial y de barbecho. Hoy se niega a aceptar papeles por desesperación. De las crisis se queda con lo bueno: la motivación permanece intacta



JUAN FERNÁNDEZ

FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA

Solo la almohada del actor conoce los desvelos del sinvivir de su profesión. Ahí está el dilema de tener que elegir entre proyectos muy apetecibles que coinciden en el tiempo y son imposibles de cuadrar en el calendario. Cuando esa encrucijada se presenta tras pasar una época de sequía, el comecome alcanza categoría de drama, aunque toque debatirse entre comedias. Por suerte para Bernabé Fernández (Madrid, 1981), el año pasado logró encajar las sesiones de Mikaela –la nueva película de Daniel Calparsoro– y las de Calcinación –rodada en Almería a las órdenes de Luis Navarrete– entre los ensayos y las funciones de la obra teatral Una cuestión de formas, que representó en Madrid y por el resto del país. A veces se vio obligado a optar y renunciar, pero cree tener una brújula para no equivocarse: el compromiso. Fernández ha sido noticia últimamente por su trabajo en la miniserie Yo, adicto, donde le corresponde la brutal interpretación del amigo yonqui del protagonista, pero su rostro ya resulta familiar por aparecer en numerosas producciones audiovisuales a lo largo de 25 años: Al salir de claseAídaEl barcoAmar es para siempreServir y protegerCentro médicoGalgos… Los descartes de su filmografía darían para una carrera paralela, pero eso ni se plantea. El compromiso es el compromiso.

 

– Ha participado en numerosos títulos exitosos. ¿Uno logra relajarse a partir de cierto número de trabajos, llega a tener la certeza de que le volverán a llamar?

– Esa relajación no existe en este oficio. Hay una altísima esfera de nombres propios que venden por sí solos los proyectos… y ni ellos consiguen librarse de las temidas épocas de vacas flacas. Aunque el verdadero problema lo sufren aquellos actores que parece que curran mucho porque aparecen en multitud de producciones, pero no llegan a alcanzar gran repercusión, no reciben premios o no tienen un enorme número de seguidores en las redes. Esa clase media de la interpretación está jodida por dos motivos distintos. Es la que lo tiene más fácil para desaparecer cuando a los directores de casting les da por renovar el paisaje con la excusa de que no salgan siempre los mismos. Y, al mismo tiempo, esos artistas lo tienen difícil para que les llamen de proyectos alternativos porque piensan que les van a dejar tirados si les llega una propuesta mejor.



– ¿Es su caso?

– Y el de tantísimos actores y actrices. En esta profesión, tarde o temprano, te ves comiéndote la cabeza y preguntándote por qué ese director de casting o ese productor deja de llamarte tras contar contigo durante años. Y miras tu último trabajo y piensas: “¿Qué hice mal, si salió genial?”. El motivo no eres tú, sino que llaman a otros. Hay que dar oportunidades a todo el mundo, por supuesto, pero lidias con épocas de barbecho no deseado y con momentos en los que te llega mucho trabajo de golpe. Algo que da rabia es que, después de una época de vacas flacas, tengas que rechazar algo interesante porque ya te has involucrado en otro proyecto. No es fácil de llevar.

 

 ¿Le ha ocurrido?

– Sí. Son momentos en los que te dices: “¿Cómo renuncio a un trabajo que le he pedido al universo durante años y que ahora no puedo hacer porque ya acepté otro proyecto? Lo más importante para mí es el compromiso. Me ha pasado que, mientras hacía teatro off en salas pequeñas, de repente me salía una oportunidad interesante en el audiovisual. Y renunciaba a ella por no dejar colgada la función. Cuando no he adquirido un compromiso previo, siempre elijo lo que más se acerca al motivo por el que deseé ser actor desde la infancia, que es algo que trasciende la propia experiencia de interpretar. Eso lo sentí con Yo, adicto.

 

– ¿Cómo fue su relación con esta serie?

– Leí el libro de Javi Giner después de hacer el primer casting. Cuando conocí toda la historia, pensé: “¡Yo tengo que estar ahí!”. Por todo lo que cuentea y por cómo lo cuenta. En ese momento yo atravesaba una situación familiar complicada y el libro de Javi me removió mucho. Nunca he padecido una adicción como la suya, pero me sentí atrapado por el viaje que él vivió y por su proceso de sanación. Tiene mucho que ver con todo lo que me atrae de este oficio.



– ¿A qué se refiere?

– Tuve una infancia difícil. En aquellos años de confusión el cine me ofreció una ventana para entender el mundo. Durante un tiempo se convirtió en mi mejor amigo. Había fines de semana que iba a ver la misma película varias veces en el cine que había al lado de casa. Aparte de ir al cole, me dedicaba a eso, a ver películas. Valoro mucho su capacidad para mover cosas en las personas. El cine también acompaña y divierte, pero no concibo lo que hacemos como un pasatiempo, sino como algo que impacta y provoca cambios en la gente. A mí me pasa como espectador. Veo producciones que me vuelan la cabeza y pienso: “¡Ojalá mi carrera estuviera llena de proyectos así!”.

 

– ¿En esos años de infancia cinéfila ya quiso ser actor?

– Recuerdo el primer día en que fui consciente de esta profesión. Debía tener cuatro o cinco años, estábamos en la cocina de casa y mi madre me contó que las personas que salían en las películas eran actores, que su labor consistía en interpretar historias. No viví aquello con decepción, al descubrir la mentira de la ficción, sino como algo mágico que me atrajo. Aquella idea empezó a dar vueltas en mí como una peonza. De adolescente me encantaba actuar, hacer imitaciones, montaba teatrillos cuando venían a casa amigos de mis padres. Me acuerdo de que a los 13 vi en el cine Romeo + Julieta, la de Baz Luhrmann: me puse a ensayar el texto al regresar a casa e incluso se me saltaban las lágrimas de la emoción. Hubo otro momento clave. Volvía del instituto y me encontré con una amiga del barrio que me preguntó qué iba a hacer después de acabar Bachillerato. Yo respondí muy convencido: “Seré actor”. Y ella me contestó: “¿Por qué no lo intentas ya?”.

 

– ¿Qué hizo?

– Me metí en tres grupos de teatro. Uno, en mi instituto; otro, en el Ramiro de Maetzu; el tercero, en Ópera. Este último lo organizaba una clienta de mi madre. Estaban montando Las mujeres sabias, de Molière, donde decidieron darme un papelito muy pequeño, de aproximadamente 15 líneas. Yo flipaba cuando me llevaban a los ensayos en aquella buhardilla. Pasé de ser un mal estudiante a sacar notables y sobresalientes. Conecté con el estímulo. A los 15 años hice un seminario de verano en la escuela de Cristina Rota y con 17 estaba en la de Corazza

 

– Tenía prisa.

– Mucha. Era aún adolescente, pero la actuación se convirtió en el motor de mi vida. Fue brutal verme rodeado de adultos que declamaban y hacían el bestia en los ensayos. En el instituto sentía que encorsetaban todo ese potencial salvaje, porque yo ya no era un niño pequeño, pero en las escuelas de interpretación me dedicaba a deconstruir aquello y a seguir jugando con libertad. Fue terapéutico.



– ¿La profesión cumplió esas expectativas?

– No siempre. Cuando era un crío tenía clarísimo que quería ser actor, pero de mayor, ya trabajando, me surgieron dudas de forma periódica. Tuve la primera crisis a los 20 años, en la etapa de Al salir de clase. Me generó rechazo descubrir el sistema de los castings, los representantes, los productores, las fiestas, los estrenos, las apariencias… Todo ese caparazón tenía poco que ver con la magia y la honestidad de las historias en las que deseaba implicarme. Desde aquel momento he tenido otras crisis, y es bueno vivirlas.

 

– ¿Qué tienen de positivo?

– Es bueno cuestionarte de vez en cuando por qué haces lo que haces. Actuar es algo tan pasional, requiere tanta entrega, que debes tener muy presente por qué le dedicas tanto tiempo y atención. Es un poco como el amor. Quizá te enamoraste de esa persona hace 15 años y en ese tiempo los dos habéis cambiado mucho. Hay que renovar aquel chispazo para que la relación no se convierta en algo mediocre. Las crisis son buenas porque permiten agitarlo todo y volver a lo importante.

 

– ¿Con alguna de ellas pensó en no seguir?

– Surgen dudas. Me he preguntado: “¿Quiero verdaderamente dedicarme a esto o en realidad me estoy dejando llevar por un niño con necesidades narcisistas de ego que debería haber madurado?”. En ese debate, tarde o temprano, siempre descubro en la pantalla o en el teatro algo que me remueve o me llega una propuesta que activa en mí el recuerdo terapéutico de la interpretación. Así regresan las ganas de subir de nuevo al escenario. Ese es el gusanillo, que no tiene que ver solo con el aplauso, sino con la actuación, que es una experiencia meditativa.



– ¿Meditativa?

– Sí. Hay papeles que considero determinantes en mi carrera porque a través de ellos he descubierto cosas de mí mismo. Por ejemplo, siempre he tenido una autoimagen de chico bueno, agradable y sensato, pero antes de la serie El barco representé la obra El enemigo de la clase, donde encarnaba a Mazas, un personaje lleno de rabia que sacó de mí una parte explosiva que desconocía. Curiosamente, a partir de aquel trabajo empezaron a llegarme papeles de psicópatas y perfiles chungos. Con el sacerdote al que di vida en El barco, Palomares, me sucedió algo muy parecido. Yo había pasado de elegir Ética en el instituto a interesarme por el budismo y la cábala. Sin embargo, las religiones organizadas seguían produciéndome rechazo. Pues aquel personaje hizo que las viera de otra forma, me llevó a respetar la espiritualidad de cada cual. Por cierto, desde aquella serie no como carne. Y Sergi, mi rol en Yo, adicto, me enfrentó recientemente a una tendencia que tengo: a menudo huyo de los problemas usando la risa como vía de escape y me vuelco en ayudar a los demás cuando estoy jodido. Ciertos personajes acaban conduciéndote a zonas de ti que no quieres ver.

 

– Los que menciona son muy distintos entre sí. ¿Tiene claro qué buscan de usted cuando le ofrecen trabajo?

– Va por épocas. Últimamente me ofrecen muchos policías, soldados y guardias civiles. Cuando hice Al salir de clase solo me llegaban papeles con mucha carga emocional, ya que aquel personaje se caracterizaba por ser muy dramático. En este país se tiende a encasillar. Que te encasillen tiene una cosa buena: te llaman para el mismo rol, tienes trabajo asegurado. Si no eres el galán, ni el malote ni el gracioso, como es mi caso, lo tienes jodido porque no te ubican, aunque los personajes que te llegan son más interesantes, te descubren cosas desconocidas de ti, lo cual es estupendo.

 

– ¿Qué le pide el cuerpo ahora mismo?

– Seguir como estoy. No me puedo quejar: llevo 25 años de carrera y continúo. No olvido las épocas de sequía en las que tuve que buscarme la vida con ocupaciones externas para sobrevivir. Hace un par de años, sin ir más lejos, estuve trabajando en una empresa de eventos de unos amigos. No me llegaban propuestas en condiciones. También he sido gerente de teatro. Y cuando se emitió Aída trabajaba de teleoperador. Así es la vida del actor. No me gustaría aceptar un papel por desesperación. Algunas veces no tuve más remedio que hacerlo, aunque lo he hecho poco, afortunadamente. No me gustó porque sentí que estaba siendo desleal al impulso que me movió a ser actor. Y esa motivación sigue intacta tras tantos años.

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