Rebobinando
– Allá por 1985, recién salida de la RESAD, debutó en las ‘Bodas de sangre’ de José Luis Gómez. ¿Fue un golpe de suerte?
– Fue empeño de mi maestro Pepe Estruch, que me empujó a hacer la prueba. Gómez solo quería alumnas suyas, porque sabía que su gente trabajaba bien el verso. Sin embargo, yo estaba más pendiente de un personaje maravilloso que me iban a dar en la función de final de curso.
– Que era...
– El rey Juan, de Shakespeare.
– Bah, un autor menor.
– [Ríe.] Bueno, el caso es que me cogieron para el papel y estuve de gira por el mundo entero con la compañía de José Luis Gómez, con solo veinte años y a punto de casarme.
– ¡No me diga!
– Tenía mi novio, mi casa y mi boda a la vista. Pero a la vuelta de la gira, después de ver tanto mundo, ya no quería casarme.
– ¿Y se canceló todo?
– Sí. Cerré una puerta y se abrió otra que ahí sigue, de par en par.
– En 1992 se reencontró con Gómez en ‘Lope de Aguirre, traidor’, de Sanchis Sinisterra. ¿Qué había cambiado en esos ocho años?
– Habría que preguntárselo a José Luis, pero recuerdo que me dijo que había perdido inocencia y ganado madurez. Y que había adquirido una verdad interpretativa eficaz, no casual, es decir, que podía repetirla en cada ensayo y cada función.
– ¿Qué crítica negativa le ha dolido más?
– Me han dado palos por trabajos de dirección, en el sentido de “zapatero a tus zapatos”, algo que no me molesta, siempre y cuando las críticas sean objetivas. Pero como actriz, tuve una por mi papel en El matrimonio de Boston que me dolió. Me reprochaban que se notaba que era una actriz que venía de la televisión y que este tipo de intérpretes no valen para el teatro, cuando yo de donde vengo y de donde nunca he salido es del teatro, desde los veinte años, salvo en las dos primeras temporadas de Siete vidas. Era la primera vez que hacía una serie de televisión y no quería estropearlo descentrándome con otras cosas. Me dolió la desinformación de este caballero, cuyo nombre omitiré, y el clasismo estúpido que gusta de distinguir entre actores de un medio y de otro. Le reprochaba lo mismo a mi compañera en aquella función, Kiti Mánver [llevándose las manos a la cabeza], un pedazo de actriz, así que no le digo más.
– Una reseña de su Hamlet se titulaba: “Santa Blanca Portillo sube a los cielos”. ¿Los rendidos halagos le incomodan?
– Me dan pudor. De verdad que no creo que sea para tanto. Mi sensación es que yo cojo mi pico y mi pala y trabajo. Me cuesta valorar los elogios.
– Además de José Luis Gómez, la han dirigido otros veteranos, como Miguel Narros o José Carlos Plaza, y jóvenes como Andrés Lima, Sergi Belbel, Helena Pimenta, Tomaz Pandur... ¿Cuál cree que le ha influido más y por qué?
– Debo mencionar a tres, sinceramente. José Luis Gómez me abrió las puertas al trabajo con la palabra, me metió a machamartillo el rigor en la expresión y el amor al lenguaje. Algo que hace poco pude compartir de nuevo con él en la lectura dramatizada de La vida es sueño para el tricentenario de la RAE.
– ¿Y después?
– Después con Jorge Lavelli descubrí una lectura de la realidad. Él no hace teatro para imitar a la vida, sino para inventar una vida nueva. Para lo otro ya están los documentales. La obra de arte es una lectura sobre la vida, pero con vida propia. Tu cuerpo, tu mente y tu capacidad creativa están al servicio de una nueva manera de contar las cosas. Aquello me cambió. Y luego llegó Pandur. Con él descubrí a alguien que hace el montaje a tu lado. Somos dos creadores a la misma altura y vamos a construir un mundo juntos. La mezcla de estos tres directores es lo que me interesa.