ATAQUE ENTRE EL SENA Y NOTRE DAME
– Da la impresión de que es usted un actor tranquilo, que los nervios no van con usted.
– Eso pensaba yo.
– ¿Pensaba?
– Sí, me tenía por tranquilo, hasta que pasó lo de El hombre de las mil caras.
– Por favor, cuente.
– Soy un actor que vive muy en el presente. Si hay aluvión de trabajo, procuro centrarme y no abrumarme por el peso de lo que se me viene encima. Si tengo un estreno, me pongo nervioso en el último momento, es decir, momentos antes de la función. No vivo todo el día o la semana anterior en un estado de nervios. Ni mucho menos.
– Ya, pero algo pasó con Luis Roldán, ¿no?
– Pues sí. Siendo como soy, no podía imaginarme que me pasaría lo que ocurrió. Habíamos ensayado secuencia por secuencia durante un mes.
– ¿En mesa italiana?
– No solo así, también simulando posiciones e improvisando atrezo. Con cuatro sillas podíamos ir en un coche Eduard Fernández, José Coronado y yo, por ejemplo. Estaba todo muy preparado, algo característico de Alberto Rodríguez. Él quería que llegáramos lo más preparados posible para que la vorágine del rodaje no nos perjudicara. Y, de hecho, mis compañeros me decían que tenía al personaje ya “machacado”, masticadito, vamos.
– Nos tiene usted en ascuas.
– Tras un primer día de rodaje en París con una escena de trámite saliendo de un coche, llegamos al segundo día, en que rodábamos una secuencia con mucha más enjundia. Era la escena nocturna junto al Sena en la que Paesa me deja en manos de una supuesta organización. Llegué con el coche de producción al set. Estaba atardeciendo. Conforme iba caminando a orillas del río, podía ver el equipo de rodaje y todo preparado, con Notre Dame al fondo, maravillosamente iluminada por Álex Catalán. Y en ese momento empiezan a temblarme las piernas incontroladamente. A medida que me acercaba, me temblaban más. Alberto quiere dejar la escena marcada antes de ir a maquillaje. Nos metemos en el coche, él empieza a dar indicaciones y a mí no me brota la voz. Estoy mudo, aunque quiero hablar. Mi rostro palidece y amarillea a la vez, y la tiritona va a más. Debió de notárseme, claro, porque Alberto dejó de dar instrucciones y me pidió que saliera del coche.
– ¿Era la primera vez que le ocurría?
– En mis 37 años no había experimentado nunca nada parecido. Estaba como paralizado y sin saber exactamente qué me pasaba. Alberto sí lo sabía. Me llevó a dar un paseo. Nos encendimos un pitillo. Seguía sin poder articular palabra. “No te preocupes. Sé que no puedes hablar ahora, pero no pasa nada. El personaje lo tienes más que hecho. Camina y relájate”, me dijo. Y, en efecto, fui recuperando el habla y el pulso. Había tenido el primer ataque de pánico de mi vida. No soy dado a los numeritos, pero ya ve, tuve que esperar a mi personaje más importante para montar uno.
– ¿Cómo reaccionaron sus compañeros?
– Eduard [Fernández] y Jose [Coronado] enseguida me preguntaron. Se lo conté y ellos fueron los que le pusieron nombre y apellidos a aquello. “¿Nunca te había pasado? Pues bienvenido al club”. No le dieron mayor importancia, porque ya conocían de sobra la experiencia. Quizá me pudo la presión de saber que me habían escogido siendo el último actor que la gente hubiera imaginado en la piel de Luis Roldán, de rodar en París a la orilla del Sena... No sé.