A punto de cumplir 80 años, Carlos Saura nos abre el laboratorio de sus reflexiones. Inquieto hasta la obsesión, el director oscense ha hecho de la imagen algo más que un medio de vida: fotografía, pintura y cine se centrifugan en su probeta
JAVIER OLIVARES LEÓN
FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA
Entrar en el sancta sanctórum de un genio estremece. Pero el ‘zulo’ de Carlos Saura, en la sierra de Madrid, no es el relicario que se presupone a un señor a punto de cumplir los 80. El ordenador-santuario que testifica sus progresos con el Photoshop está rodeado de cámaras de toda procedencia: Hasselblad, Ernemann, Leica. Joyas. No hay duda: Saura fue (y es) fotógrafo antes que cineasta. Cuelgan de las paredes los Fotosaurios, como él define a sus fotos pintadas; esbozos de su serie pictórica Señoritas de la sierra (homenaje a Les Demoiselles d'Avignon picassianas) y retratos ampliados de su mujer, Eulalia Ramón, actriz (y fotógrafa), y su hija Ana. Amén de todo tipo de iconos flamencos, incluido un imponente primer plano de Morente en Granada.
– ¿De dónde le viene esa afición por el flamenco?
– No lo sé. Mi madre era pianista, pero tocaba Chopin, Schubert, Schumann...
– ¿Se mezcla en su memoria infantil el sonido del piano con el del bombar- deo de la Guerra Civil?
– Pues... sí. En Madrid, sobre todo por la noche, se oían los cañonazos. En Barcelona, en cambio, eran bombardeos, todo el día.
– ¿Llegó a distinguir el sonido de los aviones?
– Perfectamente. Los junckers 52 o pavas; los trimotores italianos, Marchetti; los cazas rusos... Siempre me gustó mucho la aviación, le advierto.
– ¿Diría que la música y la Guerra Civil le han marcado?
– No me psicoanalizo nunca. Pero la Guerra Civil ha sido un hito, seguro. De hecho, estoy perfilando la película 33 días, que son los que tardó Picasso en pintar el Guernica. Será una coproducción franco–española, durante la relación del pintor con Dora Maar, una fotógrafa francesa estupenda.
– También usted se ganaba la vida como fotógrafo de musicales, pero se matriculó en Industriales.
– Siempre me gustó tanto dibujar como la mecánica. Me fascinaban las motos, pero era mal piloto. Corría con una BMW en el paseo de coches del Retiro ¡sin casco! Ni llegué a empezar la carrera: en el examen de ingreso, de cinco problemas solo sabía tres. Como disponía de tres horas para los otros dos, dibujé un coche de carreras, al menos para que conocieran mi nivel. No ingresé, claro.
– ¿Fue entonces cuando su hermano Antonio le sugirió que ingresara en la Escuela de Cine?
– Y mis padres me apoyaron: no querían que hiciera nada tradicional. Mi madre era aragonesa, anarquista. Mi padre, murciano, un librepensador. Siempre me ha gustado esa palabra: un amigo mío entró en el ejército, en documentación, y tuvo acceso a las fichas de mi hermano Antonio y mía. Nos describían como “librepensadores, hijos de un alto ejecutivo del Ministerio de Agricultura”. Mentira: mi padre estuvo en Hacienda. Pero lo de “librepensador” siempre me ha gustado.
– ¿Aquella formación le sirvió para algo?
– Aprendí más con los compañeros. Había escritores, pintores... Conservo amigos de la etapa de profesor: Manolo Summers, Víctor Erice, Mario Camus... De los años cincuenta, como alumnos, solo recuerdo a Jesús Fernández Santos, el escritor.
– Con Fernández Santos coincidió también en las tertulias madrileñas.
– Y con Carmen Martín Gaite, Rafael Ferlosio... Gente muy maja, cultísima. Era la novela realista española en una tertulia.
– Y el cine, ¿qué pintaba ahí?
– A mí me interesaba la literatura. Y allí tuve un contacto teórico y práctico con Luis Buñuel. Porque el cine de entonces (Rafael Gil, Juan de Orduña), que estaba bien, me interesaba poco. La llegada de Luis amplió la realidad: la imaginación, los sueños, los recuerdos.
– ¿Cómo es la foto de ese Madrid de los años cincuenta?
– La tertulia era lugar de conocimiento: Cela, Delibes... Gente inaccesible con la que de repente tenías un contacto. Nos reuníamos en el Café Comercial o en el Gijón, y más o menos sabías cuándo coincidir. Hasta la madrugada.
– ¿La censura, la represión, se sentaban en la mesa de al lado?
– Seguro. Tengo claro que la policía no es tonta: sabía dónde estábamos, pero preferían que estuviéramos en un sitio concreto que por ahí escondidos, clandestinos. Cuando Buñuel llega en 1960 para hacer Viridiana, regresa de Moscú Federico [nombre supuesto de Jorge Semprún]. Eran, éramos, todos de izquierdas. ¡Cómo no iban a saber quién se reunía allí!
– ¿Cómo cayó en sus manos la Bolex de 16 mm., su primera cámara de cine?
– Quizá con el dinero que gané siendo fotógrafo de musicales, de danza. Hice un esbozo en 16 mm. con mi hermano Antonio. Era un documental en la pradera de San Isidro, parecido al cuadro de Goya (con perdón). Nunca lo terminé.
– ¿Qué le fascinaba de Buñuel?
– Hay una época en el cine mundial con directores que trabajan con la imaginación. Uno fue Ingmar Bergman, en un país frío, con puritanismo, fantasías y erotismo controlados. Fellini era todo lo contrario: algunas películas suyas son excesivas; otras, extraordinarias. Pero el que más me interesa es Buñuel: la tradición literaria española aplicada. Cervantes, Quevedo... Hay pasajes de El criticón de Gracián en Buñuel. Y por último, quizá Kurosawa. Me han influido esos tres o cuatro. Y todos coincidíamos en el Festival de Cannes, donde teníamos buena acogida.
– ¿Ha tratado de imitar a Buñuel alguna vez?
– No me habría importado. Pero no me interesa. Los golfos era realista, rodada con cámara en la mano, una técnica muy avanzada en 1959. Pero la censura se cargó 10 o 15 minutos. Entonces decidí hacer solo películas controladas por mí. Y la primera fue La caza. A Buñuel le entusiasmó, y aún más La prima Angélica.
– Hasta el punto de que durante La vía láctea escribió que la única persona que podría terminar la película si a él le pasaba algo era yo. Había una simbiosis curiosa, a pesar de ser mayor que yo. Nos pasábamos proyectos, como La casa de Bernarda Alba, muy complicados.
Irrumpe en el jardín con la familia Antonio, el segundo de sus siete hijos, para despedirse tras la sobremesa dominical. Pide una dedicatoria en el libro de fotografía de Flamenco. “¿Dibujito incluido?”. “Pater, nos vemos. Hablamos de eso”. Eso no es cualquier cosa: Antonio es productor y tienen un proyecto entre manos. Definitivamente, don Carlos no es un abuelo al uso.
– ¿Tiene más propuestas musicales?
– Por supuesto. Sobre los ritmos en el noroeste de Argentina, en la zona de Jujuy. Y el proyecto con mi hijo Antonio va sobre el mundo de los gitanos, la música itinerante, la inquietud musical en todo el mundo, desde Turquía hasta aquí. Los gitanos y los flamencos me quieren mucho.
– Solo falta que el Gobierno de Aragón le pida algo autóctono.
– Pues habría que hacerlo [risas]. Hay músicos rusos que han usado la jota sinfónicamente. Y raíces de la jota en las alegrías de Cádiz. Y conexiones con la seguidilla manchega. La jota es muy antigua. Iberia comienza con una jota, con Berna, el bailarín. Lo que choca es el uniforme regional.
– ¿Siempre le han considerado mejor fuera que aquí?
– Sí, incluso ahora. Vengo de Ginebra, donde han proyectado Io, don Giovanni con un éxito enorme. Pero en los sesenta incluso estuve a punto de irme a Cuba.
– ¿Se ha planteado qué habría sido de usted si se hubiera exiliado?
– Ni me lo planteo. En la isla me ofrecían todo, tenía apenas 30 años y más de una vez he querido volver. Con Juan Lebrón, que produjo Sevillanas, hablamos de investigar en la música caribeña. Me interesaba sobre todo la fusión de la tradición musical española con la africana. Yo era hermano de Tomás Gutiérrez Alea, que me regalaba discos locales antiguos. Algún día retomaré todo esto.
– El año 1967 marca su vida. Conoce a Elías Querejeta...
– No encontrábamos productor para el guion de La caza, que entusiasmó incluso a Alfredo Mayo. Por fin coincidí con Querejeta, que había producido algún documental. Pusimos un millón de pesetas cada uno. A mí me lo dio mi padre. “Pero yo no quiero saber nada”, me dijo. Como luego la película dio más dinero, se ofreció a repetir, el hombre.
– También en el 67 le pide Stanley Kubrick que traduzca al español sus películas...
– Me eligió a mí para La naranja mecánica y alguna otra. Y yo, encantado, claro.
– Y en 1967 coincide con Geraldine Chaplin, con la que luego compartió su vida...
– En Berlín, La caza ganó el premio al mejor director, el Oso de Plata. Pasolini reconoció que había hecho lo posible por que me dieran el Oso de Oro, pero se lo otorgaron a Polanski. Allí la conocí, y le encajaba el proyecto de Peppermint frappé.
– ¿Cómo se llevaba con el Chaplin suegro?
– Muy bien. Ya era mayor. Se levantaba a las seis de la mañana, escribía guiones en una letra muy pequeña. Un día me dijo: “Te voy a leer un guion mío”, dedicado a otra hija suya, Vicky. Y desde un atril me leyó aquello, que versaba sobre un ángel que aterrizaba en una tormenta en Perú. Él interpretaba todos los papeles. Mi inglés era muy malo, pero fueron dos horas maravillosas. Casi todas las tardes, Oona O'Neill, su mujer, le proyectaba una de sus películas. Y él no paraba de reírse.
– ¿Tenía sensación de estar ante un mito?
– Nunca he sido mitómano. La gente, por ejemplo, se refería o dirigía a Buñuel como “don Luis”. Y para mí era como un tío. Los mitos no me gustan nada. Hay gente hábil o con más talento. Pero yo admiro más a los grandes concertistas o violonchelistas que a un director de cine. Hacer una película es más fácil. Pero los músicos ¡cierran los ojos! Soy amigo del director Daniel Barenboim, y me quedo loco.
– ¿Usted toca algún instrumento?
– No, pero tengo un oído estupendo. La música es mi asignatura pendiente. Y la culpa es de mi madre, que nos prohibió seguir sus pasos. Había pasado toda su juventud sacrificada y no quería que sus hijos siguieran ese calvario. Yo he dirigido cinco veces Carmen, pero mi gran frustración es no leer música, el único lenguaje universal. Nunca olvidaré el día que Zubin Mehta, en el Carmen de Valencia [2010], detectó cómo desafinaba un violinista entre toda la orquesta.
– Cuando hizo Tango en Argentina o Fados en Portugal, ¿se dio cuenta de que no solo en España la envidia es el deporte nacional?
– Hombre, al ir a un país extranjero te miran como intruso. Pero hice mi fado y mi tango. Es una idea personal en un momento de mi vida.
– Hay quien dice que su obra maestra es Elisa, vida mía.
– Y hay quien opina que ¡Ay, Carmela! Otros, Carmen, y muchísima gente, La caza. A mí me da igual. Todas las he hecho con el mismo entusiasmo. Éxito mundial han tenido Cría cuervos, Carmen y los Flamencos. El cine ha cambiado mucho y ahora ese tipo de cine, de poco presupuesto y actores estupendos, interesa menos.
– Hablando de producción, ¿cómo sería hoy su Lope de Aguirre de El Dorado, la película más cara de la historia del cine español en 1988?
– Recibí hace poco el DVD y es perfectamente vigente. No tocaría nada. De ninguna película. No porque no sea mejorable, que lo es, sino porque en el tiempo he hecho lo mejor que sabía en ese momento. Cada película cumple una parte de mi vida. Buñuel y la mesa del Rey Salomón es muy interesante, y algún día se apreciará. O La noche oscura, sobre San Juan de La Cruz. O El sur...
– ¿Qué le queda por hacer?
– Fuera de lo musical, algo sobre Felipe II. Como Goya o San Juan de la Cruz, importantes en mi vida y en la de España. Nadie se atreve a producirlo. Tengo claro el actor (me lo guardo para mí), y elegir a Don Carlos [su primogénito] es más fácil... Prefiero no decirlo [risas].
– ¿Pero es más sencillo lo del Guernica?
– Sí, quizá comencemos en abril. Se va a rodar en Gernika.
– Porque están implicados José Bergamín, Max Aub, Juan Larrea... Y en el pabellón de la Feria Internacional de 1937 convivían Joan Miró, Pablo Picasso, Alexander Calder... Me apasiona. Es la locura.
El secreto de la eterna... vitalidad
Carlos Saura es de Huesca. Y eso marca: la inquietud intelectual se confunde con el –digamos– tesón regional. Se levanta todos los días entre las 7:30 y las 8:00. Desayuna con la tele de fondo para ver las noticias antes de empezar a “trastear”. O escribe, o hace fotografías, o retoca fotosaurios (sus fotografías pintadas) o repasa un guion. “Nunca tengo vacaciones porque no quiero. Estoy aquí mejor que en ningún sitio”, asegura. El médico le ha obligado a caminar todos los días una hora o dos. En el monte o en la cercana Madrid, adonde se desplaza en tren o autobús. Ha decidido reducir los viajes. “Cogí una neumonía que pudo nacer en los virus de los aviones. He decidido viajar menos. Hay que parar”. Y lo dice quien acaba de regresar de México de recibir un Honoris Causa; de Ginebra, Niza... “Pero he declinado ir a Rusia, y ya veremos si voy a Colombia y Chile”. Motero de sillonbol, admira a Jorge Lorenzo, pero siente debilidad por Dani Pedrosa. “Siempre parece que se va a caer, pero es muy preciso, tan pequeñito. Y Stoner es un genio. Rossi nunca me ha caído bien”. Está al día de la Fórmula 1 –“han cometido un error garrafal con el kers, el alerón...”– y del atletismo. No hizo la película oficial de Barcelona 92, Maratón, por casualidad. Y Eulalia Ramón, su mujer, nos regala un secreto: su paladar futbolero cojea hacia el Real Madrid.
Con alma de fotógrafo
El director de Cría cuervos, ¡Ay, Carmela! y otras 40 películas es un estudioso de la fotografía. Las 600 cámaras de su colección, algunas parcheadas, funcionan “perfectamente”. Empezó como fotógrafo de musicales y ese ojo le ha permitido rodar con conocimiento de causa. Siempre fue autodidacta, como ahora con el Photoshop. Admirador de Richard Avedon, ha sabido adaptarse a los tiempos. “Flamenco, flamenco está hecha con cámara digital. Tienes la posibilidad de acabar todo sin cambiar de rollo. Antes era imposible”. Según Saura, no hay mejor director de fotografía que Vittorio Storaro. “Nadie en el mundo ilumina como él. Quizá algún americano”. Ha trabajado en España con Teo Escamilla, Alcaine, Aguirresarobe, López Linares... “Todos buenísimos. Pero Storaro es muy eficaz y muy rápido. Atenúa las luces o las acentúa. Creativo, rápido, no tengo que explicarle nada. Aporta mucho. Pero solo hace las películas que le gustan... Sé que mi proyecto de Picasso va a volverle loco”. Incluso su novela inacabada, Ausencias, se centra en la fotografía. “Como no me decido a publicarla, ni me interesa, la corrijo hasta que me muera. Eso me divierte mucho. No la he movido entre los editores. Es pura ficción”.