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11-11-2020


Carmen Roche

 

“Los grandes artistas son inseguros, pero salen al escenario y se transforman”


Con seis años se apuntó por su cuenta a una escuela de danza. Precoz y tenaz, se codeó con Béjart o Nuréyev hasta desarrollar su propio método


BEATRIZ PORTINARI

Carmen Roche (Zaragoza, 1948) asegura que no se recuerda a sí misma si no es bailando. Primero jotas, después danza clásica, luego Béjart. Hasta que dejó las zapatillas de puntas para convertirse en maestra de grandes bailarines, referente del método pedagógico que lleva su nombre y directora del Centro Superior de Artes Escénicas Scanea, que se ha adaptado a la etapa pospandemia con su natural optimismo. “Esto pasará, tarden más o menos en conseguir una vacuna, y nosotros seguiremos bailando”. Al echar la vista atrás, ¿le queda algún sueño pendiente? A sus 72 años se declara satisfecha: “Misión cumplida. Solo espero que el país se recupere, que mis alumnos apliquen lo que les he enseñado, que mis hijos salgan adelante y que mi nieto me siga ganando, de vez en cuando, al ajedrez…”. 

 

– Su primer contacto con la danza fueron las jotas que aprendió de su abuela María. ¿Qué recuerdos conserva de aquella época?

– Yo no me acuerdo de mí sin bailar. Mi abuela bailaba muy bien la jota, era muy alegre, muy artista a su manera, y fue quien me introdujo en el folclore zaragozano. Recuerdo que después de cenar me subían a la mesa, con tres o cuatro años, y allí estaban mi familia y los vecinos, en torno a la luz de cinco candiles, porque en aquella época no teníamos electricidad. Después de cenar se organizaban largas tertulias en las que yo bailaba para ellos sobre la mesa. Mi abuela no era artista, nunca salió del pueblo, Villanueva de Huerva, en Zaragoza, y apenas sabía escribir. Pero tenía inteligencia de vida.

 

– ¿Qué le aportó el folclore a su formación posterior como bailarina?

– Fueron los primeros movimientos de mi cuerpo. En todos los colegios deberían enseñar folclore en vez de danza clásica, que se debe aprender más tarde y fuera de la escuela. Los niños salen del colegio cansados como para concentrarse con el rigor de la danza clásica. En cambio, el folclore es como un divertimento, más alegre y social. No entiendo cómo se está perdiendo eso: los pequeños deberían conocer los bailes regionales y los trajes porque son nuestra memoria.



– Con seis años pidió ir a la escuela de danza y canto. ¿Su familia apoyaba esta vena artística?

– Yo descubrí una escuelita cerca de la casa de los Amigos del Arte porque acompañé un domingo a mi padre, obrero de la construcción, a ver cómo trabajaba la caña tejida en los cielos de la casa. Por la ventana vi niños que estaban bailando y cantando dentro, y con seis años me lancé a decirle: “Papá, yo quiero bailar”. “Bueno, vamos a hablar con tu madre”. Pasó el verano, volví del pueblo, pero no me apuntaban a la escuela. Así que un día me arriesgué a irme sola: tenía que cruzar el barrio de la Ciudad Jardín para encontrar aquel sitio donde vi bailar a los niños.

 

– ¿Y se fue sola a apuntarse?

– Sí, sí. Yo era muy decidida. Mi madre me había mandado a comprar vinagre a la tienda de ultramarinos. Subí la botella, se la dejé en las escaleras y me fui. No recuerdo el camino ni cómo llegué, pero entré en la escuela y me dirigí a la profesora: “Yo ya sé bailar, pero quiero aprender más” [risas]. Me preguntó: “¿Qué sabes bailar?”. Mi abuela me había enseñado El gitano señorón y lo bailé. Me dejaron quedarme para ver a los niños ensayar. Y recuerdo que allí había un niño, Víctor Ullate, al que su padre le estaba atando las botas blancas de flamenco y salió al ruedo a bailar. Yo le miraba y pensaba: “¡Pero qué maravilla, cómo baila, qué niño tan mono!”. Igual me enamoré en ese momento. Cuando estaba allí sentada apareció por la puerta un primo hermano mío. “¡Vamos para casa, que tu madre te va a matar!”. Todavía me dio tiempo a preguntar deprisa a la profesora cuánto costaría apuntarme a las clases. Dos duros al mes, me dijo.

 

– ¿Y sus padres, por fin, permitieron que fuera a la escuela?

– Bueno, tuvo su aquel. Después de que mi primo hubiera venido a buscarme no entré directamente a casa, sino que me fui a buscar a mi padre al bar, donde estaba jugando la partida. Él era mi consuelo, quien mejor me comprendía, así que en el bar le estuve contando que quería ir a esa escuela. “Termino la partida, pocholica, y ahora nos vamos”. Llegamos a casa y mi madre nos regañó a los dos. “¿Que cuesta dos duros? ¡Como si son dos blandos!”. No quería apuntarme. Como vi que aquello no avanzaba, hice una huelga de hambre, que sabía que pondría muy nerviosa a mi madre. Al final hablaron entre ellos y me apuntaron. 



– Con nueve años pasó a la escuela de María de Ávila y a los 13 trabajaba en el Ballet de Antonio. ¿Qué destacaría de estos maestros?

– Lola, como nosotros la llamábamos, supuso toda la base técnica que necesitábamos. Aprendí muchísimo con ella. Antonio vino a vernos en un final de curso  y nos escogió a Víctor y a mí para formar parte del cuerpo de baile de su ballet. Ver cómo se preparaba, cómo salía a bailar, era nuestro mayor aprendizaje, porque él enseñaba haciendo, bailando. Con 17 años lo dejé y me fui al Ballet Gulbenkian de Portugal porque quería aprender repertorio y bailar clásico, y conseguí algunos de mis primeros roles en clásico. Antonio fue a buscarme allí para que volviera al ballet, y volví con ellos, pero lo cierto es que mi etapa había terminado. Y me fui a Bruselas con Maurice Béjart, al Ballet Siglo XX. 

 

– ¿Qué recuerdos le vienen a la cabeza de su etapa con Béjart? 

– ¡Cuando empecé con Béjart no me gustaba nada su estilo! Sufría y lloraba porque pasé de bailar clásico español a esas cosas tan modernas con el culo en pompa… Yo le decía a Víctor: “Me voy a volver”. Pero con el tiempo me fui habituando, y además Béjart empezó a concederme papeles importantes. Quizá tuve un tiempo de adaptación y después me pareció fabuloso. Además de un gran creador, él era una bellísima persona, también con miedos. Eso me sorprendía mucho.


– ¡Pero si era el mejor!

– Eso mismo pensaba yo, que cómo iba a dudar. Cuando creaba una pieza y proponía los movimientos, nos miraba mucho, fijándose en nuestras reacciones, como para buscar nuestro respaldo o apoyo a sus propuestas. No conozco a ningún gran bailarín que no tenga inseguridades. Ningún artista, en realidad. Jean Marais, el actor de cine y amigo sentimental de Jean Cocteau, vino a actuar a Bruselas. Yo estaba sentada con él entre cajas y le temblaban las manos y los hombros... ¡para salir a decir un texto corto! Los grandes artistas son muy inseguros, lo que pasa es que pisan el escenario y se transforman.



– ¿Cuándo se despertó su vocación pedagógica?

– Con 20 años, siendo todavía bailarina en el ballet de Béjart. Un día estaba calentando con una compañera y me dijo: “¿Por qué no das tú la barra?”. Estiramientos y demás. ¡Salí entusiasmada! Al día siguiente vino ella con otra compañera: “Vamos a hacer la barra”. Terminé con toda la compañía haciendo mis barras de calentamiento. Con 21 años me quedé embarazada de mi hijo mayor y daba clase en casa a los hijos de varios amigos bailarines. Arreglamos un granero… y con mi tripa daba las clases. Más tarde terminé mi carrera como bailarina, empecé a enseñar en el ballet y acabé como directora de enseñanza de la Escuela Mudra de Béjart.  

 

– Echando la vista atrás, ¿tanto ha cambiado la forma de enseñar de entonces a hoy?

– La primera sustitución que hice en el ballet de otra profesora fue muy difícil porque ella sería dulce como el azúcar y encontré mucha indisciplina: las niñas se subían a las barras, no atendían… Las enseñé durante dos años, preocupada porque quería hacerlo bien, pero tampoco tenía herramientas. No era pedagoga ni estudié para eso, así que preguntaba y pedía consejo a profesores mayores. Y en aquella época no eran dados a compartir su conocimiento, sus técnicas. “A enseñar se aprende enseñando”, decían. 

 

– En cambio, usted puso por escrito su método. 

– Sí, ahí empecé a escribirlo. Parecía ser que se me daba bien enseñar. Me inicié desmenuzando los movimientos, sobre todo la coordinación: “¿Cuándo suben los brazos? Un poco antes que el salto, porque si no, se te bloquean". Era entretenido e intuitivo. En dos años escribí esos dos primeros cursos. Luego fui ampliándolo. Pero como todas las profesiones, para la danza también hay que nacer con cierto don. He visto bailarinas muy preparadas, con sus cuatro años de estudios superiores, que luego no saben arrancar. Me ha hecho ilusión recibir en mi escuela niñas formadas en provincias por exalumnas mías que siguieron mi método, un método que les ha proporcionado buena base. Eso es un orgullo. 



– Porque un bailarín no solo nace, ¿verdad? 

Yo creo que se hace. Aunque hay una cosa que no se aprende, que se tiene o no se tiene: la mirada, la energía. La gente con poca energía no sube con la misma fuerza en puntas. También es verdad que te encuentras bailarines que te sorprenden. Yo al principio analizaba demasiado rápido, pero eso era un error:  “Este vale, este no vale”. Y no, te llevas sorpresas. Hay que tener mucho cuidado con esos juicios rápidos. Es posible que de quien esperas mucho no llegue y que otro, al cabo de un año, con esfuerzo, se convierta en un gran bailarín. 

 

– ¿Recuerda a algún alumno con esa energía especial?  

– Lo vi claro cuando conocí a Antonio Canales durante un cursillo de verano que impartía en la escuela de mi amiga María Luisa Rivas en Sevilla. Él estaba haciendo un port de bras, yo paseaba a su lado y pensé: “Madre mía, ¡cómo mira este chico de bien! ¡Qué fuerza!”. Se lo comenté a María Luisa, que le pagó el viaje a Madrid. Y yo hablé con Antonio para que le aceptara en la escuela del Ballet Nacional. Para ser buen bailarín hay que tener esa energía, y también la inteligencia para controlarla.   


– ¿Cómo era Nuréyev en persona? Porque también le conoció en la época de Béjart...

– Nuréyev era muy atento en clase, pero un volcán. Y tenía manías muy curiosas. Para el adagio se ponía unas zapatillas, cuando venían las grandes piruetas cambiaba las zapatillas, para los saltos cambiaba otra vez de zapatillas… ¿Sabes que yo vi a Nuréyev bailar en París la noche anterior al día que pidió asilo? Vino con el Kirov Ballet a la Ópera de París y vi los ensayos y la función. Pero la verdad es que no me pareció el mejor bailarín de aquel ballet. Había otro que no ha sido tan famoso y que a los años se suicidó: Yuri Soloviev. Él era buenísimo, maravilloso, el mejor bailarín del ballet. Pero quien pidió asilo fue Nuréyev, ya que quería seguir creciendo. No es lo mismo ser buen bailarín que ser ambicioso.

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