Cultura LGTBI
El amor entre dos mujeres gitanas rompe tabús
‘Carmen y Lola’, rodada con actores naturales, se convierte en un hito del cine lésbico español. Solo una ‘coach’ ayudó a un reparto de intérpretes sin experiencia
FRANCISCO PASTOR (@frandepan)
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha (@enrique_cidoncha)
A los 18 años, Zaira Morales sueña que algún día actuará junto a Antonio Banderas. Y en inglés, aunque este sea un idioma que aún desconoce. Tres veranos más que ella cuenta Rosy Rodríguez, cuyos anhelos vuelan más relajados: tratará de dedicarse al arte dramático toda una vida. Una y otra conservan en común que, hace solo dos años, antes de presentarse a una prueba, jamás se les había pasado por la cabeza ser actrices. Nunca habían declamado un texto frente a una cámara. Hoy, una y otra, después de protagonizar Carmen y Lola, una historia de amor entre dos mujeres gitanas, se reconocen enganchadas al veneno de la interpretación. Mucho más de lo que esperaban...
Ante el estreno del largometraje, este pasado 7 de septiembre, a las actrices solo les preocupaba qué dirán sus familias. No por el amor homosexual que en la ficción encarnan Rodríguez, calé, y Morales, de etnia merchera –pueblo tradicionalmente nómada, cuyos miembros son también de tez oscura, habitualmente confundido con la comunidad romaní–. Lo que una y otra quieren es, simplemente, que a sus allegados les guste la película. Y su trabajo en ella. Porque el desembarco en los cines pone la guinda, entre otras cosas, a cinco semanas de madrugones. Rosy se llegaba a levantar a las cuatro de la mañana para leer el texto. Cada madrugada, la separata del día. Porque la joven, reconoce, jamás se leyó el guion de la obra, y así se lo hizo saber a su directora, la también novel Arantxa Echevarría. “Las frases se me quedaban muy rápido”, cuenta, sentada en una de las alcobas del Palacio de la Prensa, algunos peldaños por encima de la sala donde se proyecta la obra.
Morales recuerda bien los ensayos, en los que logró entrar en calor con quienes serían sus compañeros de reparto. Fue allí cuando conoció a Rafaela León, que encarnaría a su madre, y a Moreno Borja, que interpretaría a su padre. Junto a ellos le tocaría, más adelante y en la ficción, llorar y gritar hasta rabiar. “No conocíamos a nadie, pero a los gitanos nos cuesta muy poco entendernos. Enseguida somos familia”, cuenta Rodríguez. También fue allí donde las dos protagonistas entablaron una amistad de cara a enamorarse cuando sonara la claqueta. Zaira, en una progresión más estable y decidida. La otra tendría que viajar desde el compromiso con un chico, y el rechazo pleno a la homosexualidad, hasta el amor por una mujer.
Muchas gitanas quisieron actuar en la película cuando oyeron por el barrio madrileño de Vallecas que se buscaban actrices. Pero fueron más las que salieron corriendo cuando supieron de qué trataba la obra. “Creo que a nosotras dos, en concreto, nos daba igual lo que opinaran los demás”, sentencia Rosy.
Enamorarse y fumar
“Supongo que he sido valiente, entre otras cosas, porque yo no soy homosexual”, reanuda la actriz. “Si lo fuera, temería más. Esta realidad está muy escondida. ¿Pero qué he hecho yo? Nada. Rodar una película”, reflexiona Rodríguez, casada con un hombre en la vida real. El optimismo llega de la mano de la joven de la pareja. “Esta obra va a abrir muchos ojos en el mundo gitano. Quienes se vean reflejados en Carmen y Lola, y nos vean a nosotras defendiéndolas, quizá se atrevan a mostrarse como son”, apunta Morales. Para ellas, el conflicto no llegó de mano de la historia de amor contada en la pieza. Tampoco de las largas jornadas de rodaje, que en ocasiones sobrepasaban las doce horas. Sino de las secuencias en las que las jóvenes comparten un paquete de tabaco. Fumar delante de los adultos, cuentan las artistas, es una falta de respeto en algunas culturas gitanas.
La expectación durante el rodaje también se extendió hasta el periférico distrito de Hortaleza. Cuando las intérpretes se acercaban un cigarrillo a la boca, un sinfín de gritos se cernía sobre ellas. Más de cien gitanos podían apostarse tras las cámaras, cuentan las actrices. Algún técnico de sonido llegó a pedirles silencio, ya que las voces se colaban por el micrófono. En otras ocasiones, el personal de seguridad del equipo alejaba a los espectadores de la grabación. No es de extrañar que, de cara a las masas, a Morales le costara en ocasiones olvidarlo todo y entregarse al personaje. “Con tanta gente delante, me daba algo de vergüenza alzar la voz o echarme a llorar”, recuerda.
Y ahí entraba Carolina Yuste, la única intérprete de todo el reparto con estudios de arte dramático; curtida, entre otras, en la ficción por entregas La sonata del silencio. Incluso en los días en los que no le tocaba grabar ninguna secuencia, la actriz pasaba por el rodaje para ayudar al resto del elenco. “Nos ponía a saltar, o a correr, hasta que nos veíamos capaces de emocionarnos. Si nos tocaba llorar, nos sentábamos a hablar con ella diez minutos antes de que rodáramos. Nos pedía que pensáramos en nuestras propias vidas”, cuenta Morales. Esta incursión en el método Stanislavski, en cualquier caso, no dejaba secuelas en las intérpretes. Lo apunta Rodríguez: “Aprendimos a pasar de un extremo a otro, pero yo luego me marchaba del rodaje y Carmen, mi personaje, se quedaba allí. Yo volvía a mi casa sin ningún problema”.
Conste que también había técnicas más… extremas. En un plano en el que Yuste y Morales, amigas en la ficción, aparecen cogidas del brazo, los llantos de la última venían en realidad provocados por cómo le clavaba las uñas la otra, allá donde no encuadraba la cámara. “Me costaba gritar delante de todo el equipo, así que ella me movía, me agitaba. Iba apretando, más y más, para que yo supiera que debía alzar aún más la voz”, recuerda Zaira, ahora ya entre risas.
Y las dos sonríen al pensar en cómo sus familias tratan de alquilar una sala de cine, entre todos, para que parientes, amigos y allegados puedan ver la película juntos y al tiempo. O divagan sobre el que podría ser su próximo trabajo, ya que Morales está preparando un rodaje junto a Carmina Barrios. También, sobre qué ocurriría si les invitaran el verano que viene a dar el pregón del Orgullo LGTB. “Yo iría, claro que sí. Hay que mostrar el apoyo del pueblo gitano a esta causa”, apunta Rodríguez. Zaira se lo piensa un poco, aunque por cuestiones meramente técnicas: el corazón de la ciudad se abarrota y a ella, como le ocurría al actuar frente a los vecinos de Vallecas, le agobian las multitudes.
Algunas asociaciones cercanas al pueblo gitano criticaron Carmen y Lola incluso antes de su estreno y de haber visto la cinta. Temían que los espectadores pudieran asociar la cultura calé a la homofobia. “Solo queríamos contar una historia que Arantxa leyó en el periódico, una boda entre dos mujeres gitanas. Homosexualidad y homofobia hay en todas partes, y muchos personajes de esta película están basados en personas reales que no son gitanas“, cuenta Morales. Y sentencia Rodríguez: “No nos representa en nada”. Su primo, gay, acudió al estreno acompañado de su marido.