JAVIER OCAÑA
En la España de 1972, hablar públicamente de experiencias prematrimoniales era aún un tabú. Hacer una película sobre el tema suponía una invitación a la reflexión y una carta de presentación para un buen negocio. Y titularla precisamente así, Experiencia prematrimonial, un pasaporte hacia el escándalo. Todo ello se cumplió con la cinta de Pedro Masó, protagonizada por una estudiante de Filosofía (nada menos) que, tras descubrir que su padre tiene una amante, comienza a defender privada y públicamente (durante una charla en clase de Ética) el ejercicio de una vida en pareja previa a la firma para toda la vida. Del dicho al hecho: la chica y su novio practican la experiencia y pronto le empiezan a ver las orejas al lobo con problemas conyugales de todo tipo. Masó supo captar una realidad social latente y, con la ayuda de una bellísima Ornella Muti –que añadía morbo al asunto–, consiguió que la vieran 2.655.000 espectadores.
El divorcio era en ese momento algo ajeno a nuestro país, lo que derivaba, por cuestión de naturaleza, en infinidad de matrimonios fracasados que convivían por mera conveniencia. Pero la censura ya le había dejado claras a Masó las condiciones para que su proyecto pudiera llegar a verse: la moraleja final debía ser que las experiencias prematrimoniales son negativas, y no porque la que se cuenta en la película llevara al fracaso por razones coyunturales, sino por razones inherentes a la propuesta en sí misma. Masó –no podía ser de otra forma con Franco en vida– obedeció: los personajes son castigados por su osadía.