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Ilustración: Luis Frutos

Ilustración: Luis Frutos

El grifo secreto
 
Clara Sanchis

Hoy, la mayoría de los actores
somos maestros del lagrimal.
Receptáculos o vasijas del dolor ajeno,
llorarmos en las tragedias, en las
comedias o en la cola del INEM

Existe entre nosotros la secreta impresión de que un actor que no llora con lágrimas de verdad es un actor cojo. Como frígido. No es algo de lo que hablemos abiertamente; la cosa está envuelta en un cierto halo de misterio. Al fin y al cabo se trata de un asunto de fluidos íntimos. De un grifo secreto que se abre con múltiples llaves. Si se abre. Porque a veces no hay manera. Sobre todo en las primeras incursiones en el oficio actoral, cuando quizás un exceso de juventud nos mantiene ajenos a los secretos del llanto.

   Personalmente, atravesé un largo periodo de sequía en el que me preguntaba cuál era el enigma, el don o el intríngulis que hacía lagrimear a la primera de cambio a mis compañeros de reparto. Verdaderos atletas del llanto proliferaban a mi alrededor. Sus malabarismos acuosos me dejaban perpleja. Entre la envidia y la admiración, en la oscuridad del plató estudiaba sus temblores nasales y sus mohines humedecidos. Todos ellos conocían un secreto inaccesible para mí. Por más que me revolcara en pensamientos espantosos, por mucho que apretase los glúteos, abriera los ojos hasta el límite de sus órbitas, estrangulara la garganta, o incluso dejase de respirar, sólo conseguía cambiar de color de cara. Mis opciones llorosas parecían sujetas para siempre al humillante inhalador mentolado que escondía en el bolsillo. En la soledad de mi frigidez ocular, descartados los manuales de interpretación que me provocaban un extraño hipo, recurrí a fuentes poéticas. Por fin, en las Historias de cronopios y de famas, de Cortázar, encontré sus Instrucciones para llorar. Unas líneas me parecieron clarificadoras: “dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca”. Aquellas instrucciones abrían un horizonte de expectativas.

   Pero una vez en el plató, enfrentada a los lagrimones, gordos como cerezas, que corrían por las mejillas de mi compañera de escena, los vagos y lejanos Golfos de Magallanes apenas lograban provocarme un ligero cosquilleo de angustia existencial. La imagen de un lugar en el que no entra nadie nunca, era indudablemente triste, pero me resultaba difícil sentir verdadera congoja física por un paisaje inanimado, que ni siquiera tenía claro dónde situar. Decidí agarrarme a la idea, más casera, del pato recubierto de hormigas. Pensé en ese pato con todas mis fuerzas. Mastiqué la imagen con pasión, y la introduje dentro de mí. Mi mente se enroscaba en un amasijo de plumas y hormigas. Pero a la voz de acción, el pato cobraba vida propia. Por momentos miraba de reojo, o graznaba, aparecía rodeado de patatas en una cazuela o incluso revoloteaba en los golfos de Magallanes, dejándome en la más absoluta confusión.   

   Con el tiempo, la vida te enseña a llorar que da gusto. Por sí misma. Poco a poco, se abre ante ti un abanico de trucos o razones para derretirte sin fin. Cuando te quieres dar cuenta, la soltura que has adquirido con el aparato lagrimal te permite jugar con el ojo húmedo, la lágrima incipiente o el llanto a borbotón. Desde la mirada perdida al foco hasta la reproducción corporal de la emoción, pasando por una multitud de técnicas privadas, el mundo de las secreciones oculares está a tu alcance. Y el llanto se convierte en un recurso del que echar mano en cualquier momento. Tal es el desparpajo, que lloras incluso sin venir a cuento. De hecho, cada vez que en una escena no sabes qué hacer, te echas a llorar. Y ya estás haciendo algo. Al fin y al cabo, llorar no deja de ser una experiencia muy física que nos hace sentirnos vivos, de la cabeza a los pies. Notas cosas, eso es indudable. Y hoy en día a nadie le gusta estar muerto. Tal vez por eso empieza a ser posible ver historias –especialmente en televisión– donde la mayoría de los actores lloramos todo el rato. Nos gusta tener los ojos húmedos en el plano. Esto provoca que haya incluso secuencias en las que lloramos varios a la vez, sin motivo aparente. Es imposible saber quién sufre más ni exactamente por qué. Pero todos rezumamos humanidad. Con los ojos sistemáticamente enrojecidos, dialogamos los unos con los otros como si fuéramos víctimas de una especie de epidemia o habitantes de un planeta lacrimoso. Podemos decir que hoy, la mayoría de los actores somos maestros del lagrimal. Receptáculos o vasijas del dolor ajeno, lloramos en las tragedias, en las comedias, en las entregas de premios o en la cola del INEM.

   ¿Es un signo de estos tiempos? ¿O estamos quizás, simplemente, enfrentándonos a un nuevo vicio? Eso pensé el día en que asistí, en primera fila, a la catarsis emotiva del protagonista de una tragedia. Aquel actor – espléndido, por otra parte– lloraba como un animal. Como espectadora, sus sollozos me produjeron un efecto inesperado. Su larga interpretación sucedía entre cascadas de lágrimas, mocos, hipidos, suspiros, jadeos, ahogos y babas. La cosa resultaba exasperante. Aquello también podría estar haciéndolo yo, o intentando hacerlo, en una de mis interpretaciones sentidas, pero desde la óptica de mi butaca deseaba gritarle que dejara de manosearlo todo con esa llantina lujuriosa. Basta, quise decirle, deja de retozar en tu sufrimiento, de gozar a chorro limpio y atosigarme con tu emoción. Aplaca un poco tus sentimientos, grité en mi interior, y déjame sentir algo a mí.

   Salí del teatro con el pato de Cortázar mirándome de reojo. Cuando me lo quité de encima, me puse a repasar la lista de mis actores favoritos, los que considero memorables, y no encontré ninguno que fuera un llorón. ¿A alguien le importa ver llorar a Michael Caine? No, me dije. Hasta que me vino a la cabeza ese plano suyo, detrás de la puerta, en Las normas de la casa de la sidra, cuando se deshace en un llanto estremecedor, hondo y misterioso como esos Golfos de Magallanes donde no entra nadie nunca.


 
Clara Sanchis es actriz y escribe artículos semanales para el diario ‘La Vanguardia’

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