— ¿Se imaginó alguna vez rodando con Almodóvar?
— Lo soñaba, y fue mejor de lo que esperaba. Al principio lo viví con miedo, pero él tiene sentido del humor, es cariñoso y, en lo creativo, un genio. A nosotros nos toca dejarnos llevar, ser dúctiles y permeables. Si el rodaje discurre por un camino inesperado, lo seguimos. No hay una improvisación, sino un sentido. Una vez llamé a Adriana Ugarte para ensayar y me dijo que no: las mejores propuestas llegarían con él, el mismo día del rodaje y ante la cámara. Tenía toda la razón.
— Se lo preguntan mucho a las mujeres y muy poco a los hombres. ¿Se puede preparar bien un papel con dos niños esperándole?
— ¡Es difícil! Aquello de llegar a casa y ponerme a estudiar es una utopía. Es cierto que los niños aportan mucho de cara al trabajo, porque me ayudan a posarme en el aquí y el ahora, en una realidad muy verdadera. Yo tengo ese punto workaholic, y si siento la tentación de dedicar el tiempo que me queda, entre rodajes y giras, a algún cortometraje, entonces sí: en casa me dan un toque.
— ¿Qué sabe ahora que no sabía cuando empezó en esto?
— Aunque podamos afrontar el trabajo a partir de nuestras vivencias, debemos hacerlo desde el optimismo. Un actor feliz y cómodo es mucho más útil que un hombre atormentado. Hay técnicas basadas en el dolor, pero creo que están mal explicadas y mal entendidas. A mí la interpretación me salvó, es muy terapéutica y hasta llegué a recomendársela a todo el mundo, quisieran o no dedicarse a esto: los ejercicios de la escuela me permitieron convertir las sombras de la adolescencia en algo positivo. Eso es bueno; deambular por ahí en el papel del torturado, no.