El retorno de los piratas en la era global
Daniel Innerarity
En su célebre Historia de la piratería recuerda Philip Gosse que a finales del XIX se consideraba que la desaparición de los piratas era algo inminente. La historia posterior parece desmentir rotundamente este presagio. La piratería ha dejado de ser una curiosidad histórica o una simple metáfora. Los piratas están entre nosotros y por todas partes adoptando formas diversas: piratas aéreos y marítimos, radios piratas, diputados piratas, terroristas globales, piratas informáticos y hackers, virus, spam, emigrantes clandestinos, ocupas o squats, biopiratería, lobbistas, free riders, piratas financieros, filtradores, agregadores de información, banderas de conveniencia, crimen internacional organizado, blanqueo de dinero...
El pirata forma parte del imaginario contemporáneo de la globalización, en el que se dan cita el capitalismo predador, los movimientos integristas, las redes que escapan a los estados o los libertarios del ciberespacio desregulado. La piratería guarda una estrecha relación con la figura del parásito, ya que el pirata no puede existir sin un sistema social del que vive, pero al que no quiere pertenecer: los virus viven gracias a nuestro organismo, quienes piratean la propiedad intelectual dependen de que haya creación cultural, la economía financiera depende en última instancia de eso que llamamos la economía real…
El tema de la piratería es interesante como enfoque para divisar muchos de nuestros actuales conflictos en torno a los modos en que las ideas y las tecnologías son creadas, distribuidas y usadas. Lo que está en juego en última instancia es la naturaleza de la relación que deseamos mantener entre creatividad y comercio. No parece exagerado afirmar que se está llevando a cabo la más profunda revolución en la propiedad intelectual desde mediados del siglo XVIII.
La actual profusión de la piratería de diverso tipo es una señal de la clase de mundo en que vivimos en virtud de la globalización, que algunos han interpretado como un mundo “líquido”. Con el incremento de lo que podemos llamar bienes públicos comunes de la humanidad (el clima, internet, la salud, la seguridad, la estabilidad financiera… ) aumenta también la incertidumbre acerca de su propiedad y gestión. Todos los esfuerzos por regular esas nuevas realidades podrían ser entendidos como intentos por dotar de una cierta inteligibilidad territorial a unos ámbitos donde hasta ahora rige una especial ambigüedad.
No creo estar forzando la metáfora si afirmo que la piratería representa una nueva forma de estar en el mundo que se ha vuelto líquido. La depredación, que era una forma de apropiación habitual en el mundo arcaico y clásico, que el estado moderno quiso resolver con el establecimiento de formas de propiedad codificadas, ha tomado actualmente (en el mundo de las finanzas y la información) unas formas de enorme complejidad. No me refiero solo al terrorismo global, sino a formas actuales de la globalización que retoman el modelo de la rapiña. Podríamos pensar en el comportamiento de los consumidores, tan similar al pillaje (como se pone de manifiesto el primer día de rebajas en los grandes almacenes o en cualquier forma de consumo que implica un daño sobre el medio ambiente). El éxito de los productos financieros es inexplicable si no fuera porque en ellos se promete una gran rentabilidad que ciega incluso para los riesgos que llevan consigo. Pienso también en la biopiratería, término que aparece a comienzo de los años 90 para designar la apropiación indebida de los recursos genéticos. En este caso, las instituciones científicas o médicas denunciadas como piratas no son llamadas así porque destruyan la propiedad sino por introducirla en lugares en los que previamente no existía. Existe una relación entre muchos conflictos actuales y la disposición sobre determinados recursos naturales, por lo que podría hablarse de “una ecología política de la guerra”. En definitiva, la actual multiplicación del pillaje se explica por la debilidad de los estados a la hora de controlar eficazmente sus territorios y por la agravación de las desigualdades que resulta particularmente insoportable.
El ciberespacio proporciona igualmente una gran cantidad de metáforas marítimas y piratas. Como los océanos y el aire, el ciberespacio es un territorio de navegación. El vocabulario de la red es muy explícito a este respecto. Se navega por la red, y los piratas asaltan, inmovilizan, sabotean y se hacen con los servidores, a veces por puro juego, otras por motivos criminales o geoestratégicos. Allí se mueven otros navegantes con la misma lógica libertaria con la que los expertos financieros inventan productos para escapar de una posible regulación. Los hackers se cuelan por los huecos de la red y los financieros buscan los espacios off shore como los piratas circulan entre los espacios de la soberanía. Al igual que los piratas históricos, los navegantes de la red viven en un archipiélago sobre el que el estado impotente no tiene el monopolio de la violencia legítima.
Pensemos también en las pandemias, la seguridad, el clima, el conocimiento, la red o los riesgos financieros, cuya liquidez responde al hecho de que no siempre es fácil saber quién se hace cargo, de quién es la competencia, a quién pertenece, quién se hace responsable, quién es el autor… Se requiere precisar, por ejemplo, las condiciones de aceptabilidad de las rentas en una sociedad del conocimiento y la información, cuándo y en qué medida es legítimo el beneficio de los creadores (en materia artística, financiera o farmacéutica). Hay que encontrar un nuevo equilibrio entre seguridad y defensa de la vida privada, entre derecho de autor y difusión de la cultura, entre los requerimientos de la investigación y el derecho a la salud. Nos hace falta, en definitiva, una nueva regulación para un mundo en el que el saber está disperso, de información disponible, de lugares asequibles y comunicaciones instantáneas, un mundo de interdependencias y enlaces.
Daniel Innerarity es autor de ‘Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global’ (Barcelona. Paidós, 2013)