David Trueba
“Hay que recuperar la inocencia del que no sabe nada de la industria”
El director madrileño, tan polifacético como dicharachero, repasa sus 25 años largos de cordón umbilical con el cine. Y confiesa un anhelo incumplido: escribir obras de teatro. O, bueno, más bien estrenarlas, porque alguna escrita tiene
Una entrevista de Javier Olivares León
Reportaje gráfico: Enrique Cidoncha (@enrique_cidoncha)
Habla con una cadencia magnética, como lleno de razón en cada frase. No es una impresión: la tiene. Peina raya en medio de las canas que definen el pedigrí Trueba (es el pequeño de ocho hermanos) y da la sensación de que de todo sabe más de lo que cuenta. Aún no ha cumplido los 50, pero regala vivencias de septuagenario. Después de la intimista Casi 40, el madrileño nos cita en la librería-café La buena vida, homónima de su primera película, cerca de la plaza de la Ópera. Sobre la mesa, el libro La bufanda roja,la autobiografía de Yves Bonnefoy.
– Estrenó este verano Casi 40 con apenas 40 copias, que no son muchas. ¿Está en una edad en la que uno se plantea: “Si quiero expresarme, tengo dos opciones: verlas venir o tirarme al río”?
– La situación es esa: si tienes un proyecto que encaja en los intereses de las tres grandes cadenas de televisión, puedes plantearte algo más ambicioso formal o presupuestariamente. Pero hay momentos en los que te sientes en una encrucijada con los actores. Yo puedo resolver más o menos mi vida con varias facetas, pero hay actores con las puertas cerradas. Cuando crees en ellos, te rebela la criba de terceros: “este sí” o “este no”. No puede haber el mismo estatus ni el mismo trabajo para todos. Pero si los directores no tenemos ni esa libertad… Un día, hablando con Lucía Jiménez y Fernando Ramallo de sus frustraciones, de que llevaban diez años sin hacer una película, decidimos que teníamos que trabajar, sí o sí. Yo tenía experiencia en ese sentido, con Madrid 1987 y la serie ¿Qué fue de Jorge Sanz?
– ¿Echa cuentas al firmar un proyecto?
– No crea, partes de la base de lo que hay. Pero si la película se abre hueco, es más fácil crecer.
– El caso es que esa última película ha tenido buenas críticas.
– No me quejo. A partir del festival de Málaga fue bien. Lucía cuenta que ella se dio cuenta a mitad de peli que estaba trabajando distinto a otras veces. Yo les había convencido de que nunca se estrenaría. Y no me di cuenta de que eso podría tener una repercusión psicológica tan grande. Lo hice por un punto de honestidad. Es difícil llegar a la gran pantalla. Les hablé de entrar en la programación de alguna tele de pago y estrenarla en exclusiva para ellos. Pero sería difícil estrenar en salas. Y dijo Lucía que eso le proporcionó una libertad distinta en cada escena. Hay quien nos ha preguntado si los diálogos eran improvisados. Y eso es el mayor elogio que te pueden hacer.
– Ciertamente, hay pasajes en el léxico y la entonación de Fernando Ramallo que recuerdan al Óscar Ladoire de Ópera prima.
– ¿Ah, sí? Puede ser una forma de hablar propia… yo creo que eso tiene su germen en Woody Allen. Hace una transformación de cierto lenguaje del cine: que se puede hablar en primera persona un paso más allá de lo que hablaron Rossellini o Truffaut, en el sentido de que puede ser expresado en sus ideas. De ese palo nacen Ladoire en Ópera prima o Nani Moretti en Caro diario, u otros directores y actores. No estábamos acostumbrados a esa identificación entre personaje y persona, ni a esa teorización de un discurso sobre la incomodidad de lo contemporáneo, propio de la cola del cine. Como hace Woody Allen cuando racionaliza con Diane Keaton en Annie Hall, seguramente una película fundacional de ese modelo. De ese tronco sale todas esas astillas.
– Ha repetido con los dos actores de La buena vida. Al mirar, al montar, ¿el director ve las cicatrices del tiempo en las personas?
– Ves la huella del tiempo, y eso es maravilloso. El cine es la biografía de cada actor. Cuando ves un actor con trayectoria larga… es el caso de la serie Qué fue de Jorge Sanz. El plano de Jorge con cuarentaytantos años es de alguna manera también el Jorge de los 8, los 15 o los 20 años, porque está en la memoria de muchos espectadores. El caso de Fernando y Lucía no es tan icónico, pero filmarlos de nuevo, veinte años después, sirve para ver en su cara el proceso de su vida. Eso en el cine es la bomba.
– De no haber mantenido relación con ellos en estos años, ¿podría adivinar ciertas cosas solo con la mirada?
– Yo quería que hubiera una tensión, aun en una película tan leve como esta, que es el enfrentamiento entre el recuerdo y la realidad, entre el pasado y el presente. Era importante esta tensión entre ellos. Puedes inventarte un pasado de dos personajes nuevos, pero ellos lo tienen. Aunque en estos años siempre los he convocado yo a cenas o presentaciones, conservan un pasado común gracias a mí. Siempre que se veían no dejaban de ser los de La buena vida.Y esa tensión se nota.
– Hace usted una crítica velada al intrusismo que hay en el periodismo.
– Es que aparece gente que te pone una grabadora que no sabes en qué blog va a salir eso. Pero al escribir bajo una cabecera, bajo una marca, te expones a la verdad, a la protesta si algo es falso. Por mucho que diga Donald Trump que The Washington Post o The New York Times hacen fakes, todo el mundo sabe que ambos medios son rigurosos, porque tendrían que rectificar a las pocas horas. Time o El País tienen la dignidad de explicar la causa de un error, disculpándose. Hay un defensor del lector, cartas al director, accionistas que exigen la verdad. Eso es el periodismo, no un señor escribiendo en su blog, sin exposición a la verdad.
– O sea, no es una parodia de los periodistas que hacen entrevistas malas.
– No, no, es sobre los espontáneos que surgen de cualquier lugar y se documentan apenas con Wikipedia. Yo, que hice muchas entrevistas en mi primera etapa como periodista, grababa las charlas, pero no siempre las transcribía. Era una garantía de no perder la conversación, pero si tomas notas también funciona. Ante un político es mejor grabar, y con gente del espectáculo, seguramente también. Yo nunca busqué la polémica o el titular.
– ¿Seguro?
– Bueno…. Una vez, en Hollywood, entrevisté al actor Andy García y le tuve que pedir perdón. Es un tipo estupendo, hablamos del cine y de todo. Hasta que salió el tema Cuba. Y me pidió que no titulara por el asunto cubano: “Todos me titulan por ahí”. Yo mandé la entrevista a la redacción de El País, y el titular fue: “Yo soy cubano, no castrista”. Le llamé antes de que lo leyera. A veces hay que entender a los redactores jefes, que buscan el titular más interesante para los lectores.
– ¿Aquello fue después de la carrera de Periodismo?
– Sí, en 1992. Me quedaban tres asignaturas y me surgió la posibilidad de irme al American Film Institute. Cuando volví nunca retomé el asunto, para disgusto de mi madre. Creo que me quedaban dos asignaturas de tercero y una de quinto curso. Dos de las más prácticas, que requerían acudir a clase. Volver a la facultad, teniendo trabajo, era un poco pesadilla.
– Hablando de pesadillas, ¿le vuelve el sueño recurrente de no llegar a un examen, o seguir en clase? Le sucede a mucha gente.
– No, porque una de las cosas buenas del cine, el periodismo o la literatura es que a nadie le van a pedir una titulación. El respeto por el trabajo es mayor, simplemente haciéndolo bien. Hay gente que procede de Económicas, de Derecho o de un máster…pero, ojo, la carrera fue interesante formativamente. Quizá no te hacen mejor periodista, pero te hacen mejor lector de periódicos o espectador de películas y te enseñan a valorar la información.
– Entró en la Facultad en 1987, año que da título a la película centrada en ese año.
– Sí, el personaje de María Valverde, en Madrid 1987, estaba en primero de periodismo y coincide como profesor con el gran articulista prestigioso [José Sacristán].
– ¿Tenía algo de testimonial? ¿Hay gruppies en el periodismo?
– Recogía vivencias de todas las etapas académicas: el colegio, el instituto y la facultad. Lo que sucedía es que en las redacciones había vacas sagradas, que ponían en juego el elemento sexual. No estaban las líneas tan claras entre lo que se puede y no se puede hacer: había mucho buitre. Veteranos admirados por mí, con derecho de pernada. Mientras entre los varones había lazarillos, chicos de los recados, con las chicas había pura depredación.
– Pero usted lo contaba más desde e punto de vista intelectual.
– Una generación de vuelta se encontraba con otra. Es una metáfora de la historia de España. De la ilusión de la Transición se pasa a finales de los 80 al desencanto, a una especie de cinismo que deviene en el “da igual”, en el valor del dinero, en la cultura del pelotazo. Se pierde esa ilusión y llega la decepción. Una cosa es derrotar al franquismo y otra tener unas estructuras demasiado herederas de un formato paternalista con pocas oportunidades y en manos de cuatro o cinco. Y ahí seguimos.
– Esta generación que roza los 40, ¿es nihilista sin remedio?
– No lo creo, se trata de una generación dolida, con un cierto sentido de abandono, que compra el cuento de los políticos oportunistas cuando les dicen que el tiempo pasado fue mejor. Y no es cierto, todos los tiempos fueron duros, pero contaron con la ilusión de las personas por mejorarlo, por ofrecer a la siguiente generación un panorama más feliz.
– Otra lectura de Casi 40: la actuación de Lucía en locales pequeños,¿tiene que ver con la burbuja musical que vivimos?
– Afecta a todo lo cultural, se manifiesta en la llamada precarización de la clase media. En un mundo de desigualdades brutales, se les dice a los artistas que solo existe el éxito mayúsculo, para el que tienes que prostituirte y renunciar a tu verdadera persona, o el fracaso total. Y no puede ser cierto: como todo en la vida, los puntos medios son los más saludables y debemos trabajar para que exista una subsistencia del artista en márgenes humanos, en un área media.
– ¿Cómo ve hoy sus primeras películas?
– Yo he sido lento en mis novelas y en mis películas. He podido contrapear ambas tareas y mi relación no es de marcha atrás. No reviso, no releo. Pero cuando terminé el guion de Los peores años de nuestra vida [1994] hice una reflexión sobre qué quería hacer. La película había sido un éxito, tenía ofertas para repetir y pensé que era importante tener una actitud respecto a lo que hacías o ibas a hacer. Lo importante es que fueran reflejo de una percepción del mundo en el momento en el que las hacías. Hay que funcionar como funcionan las fotos en el álbum familiar. Pueden ser una época mejor o peor, ir mejor o peor vestido, pero te ves y te identificas con 13, 9 o 3 años. Tienes esa sensación de que te representan. Y eso pasa con mis películas: representan lo que había en mi mirada entonces. No tengo ni idea de lo que representan 20 o 25 años después. Pero tengo una entrañable relación con ellas, porque son lo que tenía en mi cabeza entonces. Y eso me hace sentirme a gusto. Hay directores o escritores que reniegan de alguna de sus obras. Pero mi evolución también se ve en la obra.
– ¿Alguna de sus novelas son películas frustradas? ¿Y al revés?
– No, únicamente Blitz estuvo a punto de desembocar en una película gracias al interés de una gran actriz suiza, Marthe Keller. Estaba apasionada por el libro y quería protagonizar la posible película. Me reuní con ella en París, valoré la idea, me pareció un ser maravilloso, pero al primer conflicto con una televisión en España abandoné el proyecto y me dediqué a nuevas cosas. Y no me arrepiento. Me gusta que mis novelas sean para lo que nacieron al nacer, únicamente novelas.
– ¿Se alegra del éxito de Emilio Martínez Lázaro, para quien trabajó como guionista en Amo tu cama ricay en Los peores años de nuestra vida?
– Muchísimo, porque entraba en una fase delicada en el cine en España: a partir de los 60 años… Es un tipo curioso, porque ha tenido éxitos en cuatro décadas distintas, y seguramente porque entendió su profesión como algo dinámico para la que merecía la pena poner el oído a la gente joven. Siempre noté que me respetaba, y en Los peores años… aún más, porque venía con mi guion. No se le caían los anillos por dirigir el material de otro. Y gracias a eso, cuando llegó David Serrano [El otro lado de la cama] o cuando llegaron Borja Cobeaga y Diego San José [Ocho apellidos vascos] fue capaz de no anclarse en los actores que conocía sino abrirse a nuevos, como los amigos de David, o, luego Dani Rovira. Eso me gusta de él. Y, a nivel personal, es un amigo. Escribí dos guiones para él y puso dinero para que yo estrenase La buena vida.Y eso no se olvida.
– ¿Cree que habría algo de David Trueba en Ocho apellidos vascos?
– No, seguro que no. Me pareció que era un hallazgo, lo que los americanos llaman “high concept”, esas películas que pueden definirse en una sola frase, que ya contiene todo su desarrollo dramático. Por ejemplo: un andaluz se hace pasar por vasco para seducir a una chica y a su familia. La he visto dos o tres veces, siempre con público, y la gente se ríe. Pero ellos inventaron su propio lenguaje y está muy bien.
– ¿Se arrepiente más de una escena o de una frase en un guion o una novela?
– En las novelas me ayuda mucho que muchos escritores no pueden superar sus primeras obras. Y en el cine también ha pasado. No puedes mejorar técnicamente, pero sí profesionalmente. En el camino pierdes la frescura y la honestidad con las que planteaste las cosas. Eso tiene el mismo peligro que el desconocimiento técnico. Unas cosas compensan otras. No cambiaría nada, porque no soy yo ya el yo que las hizo. Soy el yo de entonces. Parece metafísica, pero es así. No tendría el arrojo con el que acometí mi primera novela, y en las películas tengo las sensación de que, en el fondo, lo bonito es hacer que los personajes dicten el tono que tienes que hacer. El director es importante, pero no lo es todo, por mucha personalidad que tengas. Dependes de transmitir a través de los personajes.
– O sea, ¿no cambiaría a Pablo Carbonell y a Santiago Segura de Obra maestra, por ejemplo?
– Hombre, puedes equivocarte, aunque no sea este el caso. Los actores son intrínsecos a la película, y eso es lo que más me gusta. Yo hago cine porque hay actores. Eso es lo maravilloso, de esa fragilidad nace la película. Cuando te falla un actor en el que habías pensado para un papel, resulta que hay otro. Hay muchos actores, y a veces, el que menos te convence a priori te convence del todo. Pero siempre he llamado a actores convencido de que eran los ideales para el papel.
– ¿Qué valora más en un actor?
– La generosidad, sin duda. Trabajar para hacer grande al de al lado. Encuentras ahora a mucha gente egoísta, que va a lo suyo, y a veces tienes que recordar lo importante que es el brillo mutuo: brillar tú para que brille el otro. Ayudar a subir el peldañito. A los veteranos y consagrados me gusta ponerles a alguien nuevo, que tiene más verdad que ellos.
– ¿No me va a contar ningún caso, verdad?
– Pues sí, puedo contar una anécdota. Rodando con Javier Cámara, en Almería, Vivir es fácil con los ojos cerrados habíamos hecho un casting de almerienses anónimos (panadero, frutero, parado…), eran personas sin técnica ni conocimiento del oficio. Javier se asustó con uno: ni sabía dónde estaba la marca [del suelo], ni recordaba la frase, ni se orientaba a la luz… esas cosas. Se volvió hacia mí y le dije: “Vamos a ver si nosotros podemos estar a la altura de la verdad de este señor”. Esas frases resuenan en el estudio y no puedes estar con bromas. Sucede cuando trabajas con un niño o un anciano, por ejemplo.
– ¿Se enfadó Cámara?
– No, no. Reconoció que aquello era un ejercicio maravilloso para un actor. Y me ha pasado en el rodaje de Casi 40: “Sé que en 22 años habéis aprendido mucho”, les dije a Lucía Jiménez y Fernando Ramallo. “Pero tengo la obligación de que juguéis a este juego como hicisteis a los 15 o 16 años en La buena vida”. Como si no hubiera nada de responsabilidad detrás. “Olvidaos de la industria y del eco que puede tener vuestro trabajo. Somos otra vez debutantes”, les dije. Eso es muy importante. Es una actitud que debemos tener siempre con los jóvenes: traen más de lo que tú les puedes dar nunca.
– ¿Cuál fue la contribución de Vivir es fácil… a la historia de los Beatles?
– Tengo dos anécdotas. Ni Juan Carrión, el profesor de Cartagena que inspira a la película, sabía que John Lennon, en 1966, con 26 años, compuso Strawberry Fields Foreveren Almería. Y la segunda: cuando se instaló para el rodaje [Cómo gané la guerra,de Richard Lester], Lennon ya había decidido prescindir de los Beatles como grupo. Aún no había aparecido Yoko Ono en su vida, pero tenía un crío de año y medio y estaba en crisis personal, sentimental y creativa. Sobre todo, no quería seguir actuando con el grupo, después de una gira mundial. De hecho no vuelve a actuar con McCartney, aunque siguen componiendo. Y nunca más actuaron en vivo.
– Qué interesante. Documentación a pie de obra.
– Descubrí también la importancia de la canción Help. Según él, fue una expresión sincera de sus sentimientos. El resto eran juguetes melódicos, rítmicos, pero con Help se dio cuenta de que se podía hacer canciones hablando de uno mismo. Para mí fue muy importante arrancar con esa canción y terminar con Strawberry fields,… otra canción de crisis. Y volvemos a la conversación de antes: se trata de recuperar al niño en estas profesiones nuestras, la inocencia del que no sabe nada de la industria, sus ejecutivos y su negocio… Es todo un juego: si no recuperas eso, vas perdiendo el pulso y el entusiasmo profesional.
– ¿La gente de Almería conoció a Lennon?
– Muchos no lo conocían. Se había cortado el pelo en Alemania para la película, ya que tenía que hacer de soldado de la segunda guerra mundial. Pero la gente rural no tenía ni idea de “los melenudos”, como llamaban en España a los Beatles. Si encontré gente que tenía una foto firmada o que había coincidido en un bar con él. Vivió en tres sitios distintos en Almería capital… Con lo que era Almería en 1966. En una entrevista llegó a decir: “Esto es como estar en la Luna”. Esto puede cabrear a los de Almería, pero es que para un tipo de Liverpool que venía de dar la vuelta al mundo, aquello era el desierto.
– ¿Para usted también?
– Hombre, a nivel literario fue muy interesante recuperar los Campos de Níjar de Juan Goytisolo, por ejemplo. Leí mucho para tratar de dibujar mejor el paisaje en el que me adentraba. No había aún invernaderos de plástico, ni por asomo. Ni fresas, a pesar de que había una ilustración de una fresa que para algunos tenía que ver con el LSD. Pero Strawberry Fields no tenía que ver con las fresas, sino con el nombre del orfanato que había frente a la casa de su tía, adonde le dejaban jugar los fines de semana. Es una canción sensorial: “Strawberry fields forever" (Ser Strawberry Fields para siempre) viene a anhelar “ser un niño para siempre”. Él sabía que había muchas interpretaciones de sus canciones, pero en este caso es una canción que habla de un hombre en la cumbre de su carrera que no quiere perder la autenticidad del niño.
– ¿Cómo cree que sería Lennon con los 78 años que tendría hoy?
– Seguramente una persona activa, incómoda para el poder y los biempensantes. Quizá estarían cansados de él.
– ¿Y Yoko Ono, culpable de todos los males del grupo?
– Imposible saberlo. Es una persona mucho más interesante de lo que el poso del machismo nos ha querido transmitir. “Las mujeres separaron a la banda”, se dijo. Y lo único cierto es que con el tiempo se pierde la magia y el misterio del grupo musical, como en los matrimonios [risas].
Mientras posa para el reportaje, en las callejuelas del casco antiguo madrileño, suena el teléfono. David se disculpa: “Tengo que cogerlo”. Es su hijo Leo, de 14 años, que disfruta de un campamento de verano. Tiene otra hija, Violeta, de 21 años, que ha hecho sus primeros pinitos como actriz.
– ¿Qué les da a los actores?
– Al principio era más puntilloso. Daba indicaciones antes de empezar. Ahora hablo con ellos del guión, del personaje, más que ensayar: hablo y hablamos. “Esta frase lo dice por esto”, y luego es el actor quien trabaja y acota antes que yo. Mi confianza en ellos es total: “Tu libertad es mi libertad. Si no apareces libre en la pantalla, yo no lo seré”.
– ¿Añade o quita usted cosas?
– En general he tenido que quitarles cosas. Ellos quieren exhibir sus dotes en cualquier momento, a veces por encima de lo que el personaje requiere, y el futbolista no siempre regatea donde es necesario. Es mejor pasar la pelota rápido. Y, por otro lado, la intensidad y la gradación a veces se repite y hay demasiados clímax. Y la gradación es construcción: tiene que haber un llano, una bajada y una subida. Sé que ahora se lleva una intensidad desmesurada, mucho fuego de artificio. Y me molesta un poco. Pongo siempre como ejemplos a actores suaves en la intensidad, como Jack Lemmon, Michael Caine, Marcello Mastroianni. Son actores que parece que pasaban por allí. Y cuando tienen que ejecutar, ejecutan. Y te dejan pasmado.
– ¿En quién piensa cuando dice eso?
– Se contaba que Cary Grant, cuando tenía grandes parrafadas, cedía al otro interlocutor un pasaje, porque sabía que una mirada o una pausa decían más. A veces hay que recordar a los actores que se quieren apropiar de una escena: aquí lo maravilloso es jugar como [el tenista] Roger Federer, con una intensidad media, devolviendo golpes hasta que nadie lo espera y llega la bola imposible de devolver. No sabes de dónde sale esa fortaleza. “Mirad otras disciplinas”, les digo: “Ahí es donde está la grandeza del arte. En la actuación, hay algo que nos lleva a querer emular lo que otro hace. Pero hay que transformarlo en algo tuyo”.
– Venga, ponga otro ejemplo.
– Alberto Cervera, el miliciano de Soldados de Salamina [2003], no era consciente de la importancia que tenía su personaje, porque solo rodaba dos días. Cuando le advertí del peso de su personaje, me dijo: “Hombre, dos días…”. Y, claro, cuantas más jornadas y más guion, muchos interpretan más importancia. Y la famosa mirada de este hombre salió de una sugerencia mía: “No trates de contar todo con esa mirada. Hazlo como mira un perro abandonado que ve pasar a la gente en un día de mucha lluvia”. Obviamente, no sabe a qué te refieres, pero su cabeza busca esa interpretación.
– ¿Tiene David Trueba algo renacentista, ya que ha hecho hasta de psicólogo?
– No, porque me falta mucho por hacer. El teatro, por ejemplo. Los límites son mi propio pudor, ya que tengo respeto por una profesión que no he hecho. Pero conservo cosas escritas. Voy, veo y leo muchas cosas. En ciertas ocasiones me he sentido más partícipe del mundo de [los dramaturgos] Juan Mayorga o Alfredo Sanzol que del cine. No es una crítica. Es solo que si tuviera que adscribirme a una mirada, encuentro más afinidades con gente de teatro.
– ¿Se lo ha contado a alguien del gremio?
– A algunos amigos del teatro de Barcelona o Madrid. Me han ofrecido cosas, y creo que no eran apropiadas para mí. El teatro es un reto doble: dirigirlo y escribirlo. Y me encantaría escribir. Gente del teatro me dice que, después de escribir guiones, es fácil hacer obras de teatro. Pero siento respeto por lo que no he hecho.
– ¿Es más fácil imaginar personajes para el cine o para el teatro?
– Hay algo mágico y atractivo en las tablas: con muy pocos elementos generas un todo. Algo donde no echas de menos nada. Con una silla puede bastar. Los montajes míticos de Peter Brook, por ejemplo, logran transiciones, elipsis, cambios de personajes… con poquísimos elementos. Eso es lo que yo quiero hacer. Y hay compañías jóvenes que lo logran. Yo hice mi primera película con William Lubtchansky, el director de fotografía de Truffaut, que había hecho cosas como la versión cinematográfica de Mahabarata con Peter Brook. Y hablamos muchísimo de él, me sugería conocerle. Transmite le felicidad de hacer mucho con pocas cosas. Y yo lo he intentado transmitir en el cine: “No echéis de menos nada, que otros traerán cabezas calientes, grúas y travellings,pero nosotros tenemos el arma más importante de una película: el juego. Vamos a jugar”.
– Ya que citaba tanto la serie, ¿en qué fase está Qué fue de Jorge Sanz?
– Está parada. Yo siempre quise espaciar las entregas. Y Jorge está de acuerdo, porque ha pasado una fase difícil en lo personal y en lo profesional. Ha sido muy valiente, después de 20 años con los mejores guiones del cine español sobre su mesa. Pero eso le ha pasado a otros. Es un éxito muy caprichoso. Decía Fernán Gómez que “el éxito en España te dura dos años” y luego hay que reinventarse. Es el caso de la Victoria Abril de los años 90. Hay que entender que eso es así, que dependes del capricho.
– ¿Qué pretendía con la serie?
– Intenté ayudarle. Ayudarle a no tener miedo y no avergonzarse de nada. He visto intentos de remedo de eso, pero hechos desde la parodia. El dolor no se puede parodiar. Cuando algo duele, duele. Y en el caso de esa serie, yo no quiero hacerlo para firmar dos, tres o más temporadas. Y tenemos la sensación de que la serie había calado, porque no hay nadie como Jorge. Pero una de las cosas que más me han dolido es la falta de reconocimiento a Jorge como actor. En la serie está prodigioso, como actor, más allá de su personaje. No he conocido gente con tanta generosidad como él. Ha habido en la serie actores espontáneos, y él los ha arropado al máximo, lo que solo puede despertar amor. Si la gente supiera el trabajazo que hay detrás… le valorarían más. Pero también la valoración de los actores es gratuita y subjetiva.
– ¿Le han tirado los trastos otros actores: “Házmelo a mí, que lo estoy pasando fatal”?
– Bueno… mucha gente. Pero es jodido, tienen sus dudas. Los que lo hacen son muy valientes. Yo no escribo como para hacer una bromita, no. El que sale se expone. Intentamos ir al meollo del problema, como si fuéramos el terapeuta. Todos, cuando trabajamos, nos ahorramos el terapeuta. Pero el trabajo conforta. Lo peor que lo puede pasar a un actor es sentir que ya no se cuenta con él, que ya no hay oportunidad. Son los más frágiles del negocio. Es una frustración. Cada vez que puedo dar un consejo a un actor le digo precisamente eso: “Tienes que aceptar que tu trabajo no depende solo de ti”.
– Hablando de consejos, ¿alguna vez, durante el largo rodaje de La silla de Fernando, tuvo Fernando Fernán Gómez algún arrebato de esos de cascarrabias?
– No, jamás. Sólo nos mostraba un ingenioso escepticismo, porque nos repetía que ese experimento que estábamos haciendo no le iba a interesar a nadie y se burlaba de nosotros. Pero recuerdo su cariño, su amistad callada y su emoción el día que le enseñamos la película.
– ¿Y alguna anécdota de aquel perfil intelectual imponente?
– Nos dijo algo verdaderamente hermoso: lo que le gustaba de la película no era solo él y la imagen que daba, sino la mirada con que nosotros lo retratábamos. Se sentía a gusto de que eso fuera lo que se conociera de él cuando ya no estuviera. Se emocionó al decirlo y nosotros casi nos echamos a llorar allí mismo, cosa inusual porque Fernando solía aborrecer las euforias sentimentales. Así que nos recompusimos y empezamos a hacer bromas.
En casa: Fernando Trueba. “El tipo más generoso que conozco. Un evangelista del placer gracias al que he conocido libros, películas, música, arte, comidas. Si descubre algo jamás se lo guarda para sí, necesita convencernos a todos de que lo disfrutemos”.
En la tele: Gran Wyoming. “Un perfecto compañero de trabajo. Aún recuerdo cuando nos cerraron El peor programa de la semana [en La 2, 1993 y 1994] y él y yo tuvimos que aguantar el veto en el despacho de los directivos, le miré y me reconfortó su calma. Entonces él tenía una hipoteca y dos hijos, pero me dijo: “Adelante, en esta vida no hay que tragar con las vilezas”.
En la música: Andrés Calamaro. “Hice una canción con él y a veces nos juntamos a comer y charlar. Ha dejado un reguero de canciones estupendas y nunca renuncia a seguir buscando música, a explorar a fondo el jazz”.
En el deporte: Pep Guardiola.“He aprendido mucho de él. Me enseñó a mirar el fútbol como un arte combinatorio, imaginativo. Estoy seguro de que si se dedicara a cualquier otra cosa también sería genial y con tanta ansia de cambiar e inventar. De él se podría decir lo que dijo Borges de Menotti: “¿Por qué una persona tan inteligente se dedica a una cosa tan boba como el fútbol?”.
En la literatura: Jorge Herralde. “He publicado todas mis novelas en su casa, Anagrama. Me he sentido a gusto en manos de alguien que si te daba su palabra la cumplía, lejos del mundo del negocio caníbal actual. Y me encanta hablar con él, tenemos un humor parecido”.
David Trueba se considera afortunado por haber coincidido con muchas personas, pero hay dos que resaltan por lo que representaron para él. Uno es el guionista Rafael Azcona. “Vino a ser mi universidad”, comenta. “Frente a los que van trampeando para sacarse un máster y colgarlo en su currículo, él me enseñó que lo más grande lo aprendes en la sencilla tarea de la amistad, frente a la institución sagrada de una buena sobremesa”. Y el otro es un mito, también desaparecido: Billy Wilder, al que su hermano Fernando dedicó el Oscar por Belle Époque en 1994.“Fue muy importante para mí pasar dos horas en su despacho de Beverly Hills”, recuerda David. “Yo era un joven estudiante, él se había hecho amigo de mi hermano y quería conocerme. Acudí desde mi escuela, se pasó el rato haciéndome preguntas, hasta que le dije ‘hablemos de usted’. Y entonces me dio una lección de integridad: aprendí que un genio no pierde nunca la curiosidad y jamás deja de criticarse a sí mismo. Aún, me dijo, se planteaba que en una secuencia de El Apartamento se había equivocado. ¡Y esa es una película perfecta! Es fácil imaginar el vitriolo que dedicaba a los demás”.