‘El sacerdote’, un argumento peliagudo
JAVIER OCAÑA
No fueron pocos los sacerdotes de los años setenta y ochenta que, por las muy humanas dudas respecto del voto de castidad, acabaron sucumbiendo al poder de la carne e incluso a la renuncia al sacerdocio para abrazar una nueva vida; probablemente con semejante fe y espiritualidad, pero en compañía de una pareja y una familia. Hasta esa situación social y moral se atrevió a llegar el siempre valentísimo Eloy de la Iglesia en 1978 con El sacerdote, protagonizada por un Simón Andreu en medio de una crisis de conciencia.
Quizá lo más llamativo de la cinta sea que el director vasco no ambientara su relato en el presente, sino cerca del año 1966, en medio de los cambios surgidos en la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II y con los movimientos dentro de la institución en favor de los ciudadanos más desfavorecidos, intentando dejar atrás el conservadurismo más recalcitrante. El filme, salvaje en muchos aspectos, lega para la posteridad una de las imágenes más terribles e insólitas de la historia del cine español (una castración), además de un buen puñado de reflexiones interesantes trufadas con sus habituales planteamientos sin freno. “Nos han hecho creer que el sexo es nuestro enemigo”, se dice en El sacerdote, una historia que también aborda el desengaño en el matrimonio clásico y la crisis de madurez de una mujer (Esperanza Roy) que no se conforma.
Medio millón de espectadores acudió a las salas de cine en plena Transición, un tiempo en el que cualquier estamento social, y también la Iglesia, estaba haciendo equilibrios entre lo que le habían enseñado que debía ser y lo que estaba por venir.