EFEMÉRIDES
Una manera sincera de no actuar
En el centenario del nacimiento de Rafael Alonso, uno de nuestros más prolíficos –y bondadosos– actores de reparto
JAVIER OCAÑA (@ocanajavier)
“Perdóneme que me alabe, señor conde, pero soy el hombre más bueno del mundo. Tan bueno, tan bueno, que he llegado a despreciarme por ello. Señor conde…, ¡qué malo es ser bueno!”. En el momento más emocionante de El abuelo, adaptación cinematográfica de José Luis Garci del texto de Benito Pérez Galdós, tras un pensamiento suicida y un sombrero al viento al borde de un espectacular acantilado, don Pío Coronado, bellas palabras, declaraba su rendida y pudorosa bondad. Su intérprete, Rafael Alonso (Madrid, 5 de julio de 1920 / 24 de octubre de 1998), moriría seis días antes del estreno de la película. En la hora del duelo por su fallecimiento, todos sus compañeros lo alabaron, incluido el insigne colega de aquella hermosa secuencia, Fernando Fernán Gómez. Pero uno de ellos, el director Jaime de Armiñán, lo definió con una frase que quizá llevara a la cuadratura del círculo emocional: “Fue un hombre bueno por naturaleza”. Actor y personaje, unidos a la hora del último adiós.
Se cumplen en estos días 100 años del nacimiento de Alonsito, como tantos le llamaban, y su actuación en El abuelo, la última de un centenar largo de películas, resuena junto a las olas que rompen contra las rocas asturianas del extraordinario enclave. “¡Anda, vamos, que yo sé lo que necesitas ahora! Y yo también lo necesito”, le contestaba el abuelo, con ansias de charla y alcohol. Pero también se lo podría haber dicho el propio Fernán Gómez, compañero durante la Guerra Civil en la escuela de Arte Dramático del teatro Alcázar, en el número 20 de la calle Alcalá de Madrid, organizada por la CNT. Allí también estudió otro insigne secundario, compañero de generación de Alonso: Manuel Alexandre.
¿Secundarios? Hace tiempo que con las implicaciones un tanto peyorativas de la palabra se impuso otro término: actor de reparto. Y eso que en aquella época existía un término que quizá quedara mejor calzado: actor característico. Finalmente, hay uno que puede contentar a todos, y que encaja a la perfección con Alonso (y Alexandre, y tantos otros y otras): cómicos. Como los de la película homónima de Juan Antonio Bardem, del año 1954, en la que nuestro actor era, paradojas de la vida, no un cómico sino un autor teatral. Además, de los que acaba cediendo a los criterios comerciales en perjuicio del arte.
Madrileñísimo, nacido en la plaza de La Paja, Alonso parecía predestinado a las tablas a pesar de no tener antecedentes familiares. Se crio en la calle Desengaño, en la parte trasera de un teatro hoy desaparecido, el bellísimo Fontalba de la Gran Vía, en el que primero se colaba y luego, ya conocido, lo dejaban pasar porteros y acomodadores de tanto verlo por allí, como cuenta la fundamental biografía del actor escrita por Juan Tébar, publicada con motivo del homenaje que le rindió la Seminci de Valladolid en 1994. Así que, tras aquella escuela del Alcázar y el fin de la guerra, llegó felizmente su primer contrato, firmado en mayo de 1940: a 17,5 pesetas diarias, en la compañía de Ricardo Calvo, para después ir pasando sucesivamente a la compañía teatral de Pepe Isbert –del que aprendió de sus consejos y su comicidad–, la de Irene López Heredia y la que compartían Tina Gascó y José Bódalo.
Una inservible carta de recomendación
El cine, sin embargo, tardó unos años en llegar, a pesar de una carta de recomendación del dramaturgo Jacinto Benavente al director Florián Rey: “Mi distinguido amigo, el portador, Rafael Alonso, galán joven, desearía trabajar en películas. Recomiendo a usted su pretensión con todo interés. Perdone la libertad de su afectuosísimo amigo y admirador”. No sirvió para nada. Así era la difícil vida de entonces para el actor. La de entonces y también la de ahora.
De físico y rostro peculiar, Alonso, de joven, ya parecía maduro. A los 21 años, en una imagen de El cisne,de Ferenc Molnar, representada en 1941 en el desaparecido Teatro Beatriz, con monóculo, bigotillo, pelo aceitoso peinado hacia atrás, pose decimonónica y vestido de militar, parece tener no menos de 15 años más. De la estirpe de Walter Matthau, de Robert Duvall, de tantos otros que nunca fueron jóvenes. Y, sin embargo, los grandes papeles en teatro fueron llegando con continuidad: En la ardiente oscuridad, de Buero Vallejo, en 1950; A media luz los tres, de Miguel Mihura, en 1953; Las entretenidas, también de Mihura, junto a Julia Gutiérrez Caba, en 1962; Vidas privadas, de Noël Coward, adaptada por Conchita Montes, en 1970. Mucho más tarde, incluso tragedia, como Polonio, en Hamlet, dirigido por José Carlos Plaza, en el Centro Dramático Nacional, un papel que le costó muchos sufrimientos y que abandonó por cansancio mental.
Pero, sobre todo, el enorme éxito de El baile, de Edgar Neville, en el teatro con Conchita Montes y Pedro Porcel, en 1952. Y más tarde en cine, en 1959, con Alberto Closas en el lugar de Porcel. Una obra y una película en las que el triángulo interpretativo tenía que hacer todas las edades: 30, 50 y 80 años a lo largo de toda una vida. Así, los papeles en cine se fueron sucediendo. Muchas veces cortos, pero muy visibles, como los de Esa pareja feliz y Bienvenido Mr. Marshall, donde era el enviado del sacrosanto delegado general. O los de La ironía del dinero y Mi calle, ambas de Neville. Y además, en producciones de todo pelaje y condición: Tómbola; la segunda versión de El hombre que se quiso matar; El grano de mostaza, de José Luis Sáenz de Heredia, donde era “el hombre de las ideas”, a cada cual peor, una especie de tarantiniano señor Lobo de Pulp fiction, pero en pésimo; La escopeta nacional y sus secuelas; La colmena, donde está inmenso como homosexual en tiempos de prohibición de tales libertades; el inolvidable general de aviación, chivato impenitente, en Mi general, de Armiñán; el alcalde “necesario” y no “contingente” de Amanece que no es poco; Todos a la cárcel, y tantos otros. Y uno de sus contados protagonistas, el de Cerrado por asesinato, de José Luis Gamboa, en el año 1962.
Y, por si fuera poco, la televisión: Los gozos y las sombras; Juncal y Una gloria nacional, con Armiñán; Villarriba y Villabajo, con los Berlanga, o el mítico Estudio 1 de Doce hombres sin piedad, en versión de Gustavo Pérez Puig. “Se nace actor, pero hay que aprender y estudiar. El actor lo llevas dentro, pero si no lo ayudas, no sale”, decía Alonso, siempre amable, habitualmente nervioso, contador de chistes, humilde, sencillo, un antidivo con enorme sentido del humor que vivió en paz con su mujer y sus tres hijos, de los cuales ninguno ha seguido en la profesión. Un profesional muy consciente de su flexibilidad interpretativa y admirador de la vieja escuela: “Yo respeto cualquier tipo de enseñanza interpretativa, y todos los sistemas que hay ahora, pero los chicos de hoy en día que van a cursillos donde les dicen ‘envuélvete en una manta y siente que eres un perro’ no aprenden los cimientos”, afirma en el libro de Tébar.
Unas palabras de Emma Penella, con la que trabajó en el Teatro María Guerrero, quizá lo resuman todo: “Me causaba admiración su manera sincera de no actuar”. Como hacía en el acantilado de El abuelo, a pocos meses de su muerte, con un texto que años antes, en 1972, ya había visto de cerca pero no en su persona, pues había trabajado en La duda, otra adaptación del texto de Galdós, realizada por Rafael Gil. En aquella oportunidad era el administrador Senén Corchado, más joven. En la de Garci, en cambio, el anciano educador Pío Coronado. La viva representación de la bondad.