– Empecemos por ‘Madrid, 1987’ (David Trueba, 2011). Se ha hablado mucho del reto que usted y la joven María Valverde pasar casi toda la película encerrados en un cuarto de baño...
– ¡En pelotas! [lean esto en el tono jocoso más sacristanesco que recuerden]
– Eso mismo. Pero tal vez era mayor reto sotener una película a base de palabras, silencios y miradas. ¿Qué costó más?
– David no solo es un buen cineasta, sino un buen escritor. El soporte literario de la película es formidable: el perfil de los personajes, la calidad de los diálogos, el progreso de la acción salpicado de crónica histórica, todo eso te da gran confianza como actor. El asunto de la desnudez nos tenía muy tranquilos porque David jamás habría dejado que cayéramos en lo ridículo o lo escabroso. Fue una experiencia muy agradable.
– Entonces el pudor se perdió rápido...
– A las primeras de cambio, el clima y las complicidades que se crearon permitieron descartar cualquier problema.
– Es especialmente hermoso el fragmento en que imaginan una película que usted relata a la joven estudiante. ¿Lo de Agustín González se le ocurrió a usted o estaba en el guion? ¿Trueba marca mucho o da lugar a la improvisación?
– Eso estaba en el guion. David siempre está abierto a sugerencias, pero la factura del texto era impecable, con diálogos muy decibles, y por tanto fáciles de aprender. Había días en que me pulía cinco y seis folios. Estaba tan a gusto que hubiera pasado meses rodando esta película.
– Déjeme que le diga que sus dos trabajos olían a Premio Goya...
– Pues ya ve. ¡Ni flores!
– A usted se le resiste este premio, ¿eso le chincha o le da igual?
– No, hombre, no me chincha. Estaría encantado de que me lo dieran, claro, pero no siento ninguna acritud. Sería una estupidez por mi parte. A María [Valverde], una actriz jovencísima, le dieron un Goya con su primera película. A mí todavía ni me han nominado. Si estás pendiente de los premios que te dan, vas a vivir amargado. Se han dado casos.
– ¿Qué cree que habrá aprendido la joven María Valverde de usted? ¿Y usted de ella?
– Este oficio se aprende, pero no hay quien lo enseñe. El aprendizaje, si hay talento, es siempre mutuo. Los de mi generación aprendimos mirando a Fernán-Gómez, Merlo, Closas, Marsillach... Todas las generaciones tienen sus referentes, sin embargo no pienso que la veteranía sea un grado. Los jóvenes profesionales del cine -actores, guionistas, etc.- vienen cargados de talento y con dinámicas de trabajo distintas a las nuestras. Llegan a la verdad por caminos que a nosotros nos costó encontrar. No es bueno para el hígado estar toda la puñetera vida añorando tiempos pasados.
A estas alturas de la entrevista, el café con sacarina de José Sacristán se enfría sin remisión, mientras su dueño se entrega a tumba abierta al diálogo y se remanga los bajos de los pantalones dispuesto a mojarse en todos los charcos que la conversación ponga por medio.
Viejecitos quijotescos
– ¿Recuerda cuándo leyó el Quijote por primera vez?
– Perfectamente. De niño estudié con los Calasancios, pero luego mi padre me llevó a una miniescuela que tenían una parejita de ancianos, intuyo que maestros represaliados, en lo que hoy es la calle del Príncipe de Vergara. Allí, en lugar de comenzar y terminar cada clase con un padrenuestro o un avemaría, leíamos un fragmento del Quijote. Así salí de lector yo. Mi vecino del quinto me prestaba libros de la biblioteca de su padre, y yo con ocho años o así ya escribía novelas del oeste.
– ¿Vivía agarrado a la ficción?
– Para un hijo de campesinos, en plena posguerra y con un padre que había pasado por la cárcel, aquello era vital. Ese mundo de fantasía nos permitía sobrevivir, a mí y a los de mi generación, por eso desde muy temprano quise seguir jugando a los indios o a ser Tyronne Power. Esa era mi vocación: la fantasía. Para los pobres, el teatro era inaccesible, impensable. En cambio, el cine, el cine de barrio, era un lugar donde ocurrían cosas maravillosas. Daba igual la película. Lo mismo daba Las mil y una noches que El ladrón de Bagdad. Cuando la Nati te daba la peseta y te ibas al cine, te salvaba la vida y te alimentaba, tanto como con el cocido y las patatas que te ponía en la mesa. Era adicto a los programas dobles.
– El Festival de Almagro se abrió este mes de julio con ‘Yo soy Don Quijote de la Mancha’. ¿Qué ha aportado este montaje al mundo de las ficciones sobre el hidalgo cervantino?
– No somos tan ambiciosos como para aportar algo nuevo. Solo queremos mostrar una mirada más sobre el personaje.
– En aquella España cínica y rota del XVII, asomada al abismo de la decadencia, era ridículo aquel hombrecillo empeñado en defender su libertad personal y la justicia de todos. 400 años después las cosas no han cambiado tanto. ¿Hoy Don Quijote sería un indignado?
– Con la lucidez del perdedor, cada día hay que salir a dar la batalla y defender la utopía. Eso hace Don Quijote. La batalla de la vida está perdida porque te vas a morir, y las injusticias, los atropellos y la mierda te van a seguir rodeando, pero hay que defender a muerte la propia dignidad y el derecho a un pequeño espacio de alegría. Que no nos quiten eso nunca. El montaje planteaba a unos actores que preparan textos del Quijote y los comentan. Su vigencia tiene que ver con la pérdida de unas señas de identidad moral. La izquierda de este país tiene gran parte de culpa. Debió de ser mucho más vigilante. Ha habido un corrimiento de tierras de muy difícil recuperación. Eso está en el Quijote casi hasta puntos conmovedores. Sin embargo, pese al abismo entre la realidad y sus apiraciones, este hombre sigue adelante.
– ¿Y usted está indignado?
– Tengo un cabreo que no me tengo, pero entiendo que deberíamos haber empezado por indignarnos con nosotros mismos. Ojalá, firmaría donde fuese, todo este movimiento consiga articularse y situarse allá donde pueda incidir y sanear, airear toda la mierda que se ha generado. Pero el “no nos representan” y el no a la maquinaria del estado de derecho es inviable, porque hace un año el 15-M estaba en su apogeo y el PP arrasó en las elecciones. Y fue la sociedad quien les dio el voto; no vinieron unos marcianos a ponerlos en el poder. No objeto otra cosa a este movimiento más que la incapacidad para articularse y ejercer de verdad influencia. La izquierda, tan culpable, desde su sonrojo, debe tomar nota porque hemos pasado demasiado tiempo mirando a otro lado. El monstruo de los mercados financieros lo hemos engordado nosotros, olvidándonos de que esos canallas marcan las reglas del juego. En el consejo de administración de Caja Madrid había representantes de los sindicatos, del PSOE y de IU. ¿Cómo se revierte todo esto? Lo que diferencia a Don Quijote de un indignado es que el nivel de conciencia de este loco tiene una razón de ser más noble.
– En el teatro clásico, el actor cuenta con el asidero del ritmo y el verso, pero en este caso hablamos de textos en prosa. ¿Eso dificulta la tarea?
– Cuesta mucho aprendérselos, pero llegada cierta edad es una suerte poder elegir proyectos tan gozosos como este y dar voz a conceptos como los del Quijote, sin ánimo de pontificar.
– No es la primera vez que el ingenioso hidalgo se cruza en su camino. Ya triunfaron juntos en el musical ‘El hombre de la Mancha’ a finales de los 90. ¿Era la primera vez que cantaba en un teatro?
– ¡Qué va! Yo he cantado el Cardona de Doña Francisquita, el Chomin de El caserío, La chulapona, El huésped del sevillano... Eso de zarzuela, pero también en Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? con mi amiga Concha [Velasco] y en la película Un hombre llamado Flor de otoño. Yo ya tenía un repertorio como tenor lírico. Recuerdo con mucho cariño la época en que hacía zarzuela.
– ¿Pero había dado clases de canto?
– En mi juventud muy poco. Engañaba a mi padre haciéndole creer que iba a clases de dibujo lineal en una escuela de Educación y Descanso, pero aquello fue efímero. Yo tenía una impostación natural y cantaba bien flamenco; era cosa de familia. Luego sí que me preparé con Inés Rivadeneira para El hombre de la mancha.
– Luego le cogió gustillo y repitió en ‘My Fair Lady’.
– No es que le cogiera el gustillo, es que aquellos dos musicales fueron dos maravillosas aventuras que nos llevaron, con unas cosas y con otras, cuatro años de trabajo. Estrenamos el Lope de Vega (y después el Coliseum) como nuevos teatros musicales y llenábamos 1500 butacas, día sí, día también. Carmen Bernardos, una actriz veteranísima que interpretaba a mi madre en My Fair Lady, me decía emocionada que nunca había visto cosa igual.
– Se va a reponer ‘El hombre de la Mancha’. ¿Volvería a hacerlo?
– Con Paloma [San Basilio] lo que sea. Es una gran amiga y excelente persona. Pero ya tenía comprometido el otro Quijote y no pudo ser.
– En teatro ha sido el Pigmalión profesor Higgins, el angustiado Josef K., el viajante Willy Loman, Don Quijote, Picasso.... Pero no quisiera dejar este mundo sin hacer qué personaje.
– No le sabría decir. Quizá me haya faltado algún gran personaje de Shakespeare. Pero, realmente no tengo espinas clavadas. Creo ser una buena correa de transmisión con el espectador, que se cree lo que me pasa, y eso tal vez no ocurriría si siguiera otras líneas de trabajo más comprometidas. En fin, no sé. La carrera de actor que más envidio es la de James Stewart.
– ¿Por qué?
– ¡Joder, porque lo ha hecho todo! Desde El hombre de Laramie hasta Anatomía de un asesinato, pasando por Vértigo, El bazar de las sorpresas... Alguien que hace Winchester 73 y a renglón seguido ¡Qué bello es vivir! o Caballero sin espada es sencillamente alguien especial. Ni Lawrence Olivier ni nada. Parece que todo lo hacía sencillo, pero hay que ponerse un traje de vaquero y, delante de una cámara, hacer que el público se lo crea. Eso es todo menos fácil.
El pasado y el ‘landismo’
– Estuvo siete años trabajando de mecánico hasta que llegó el primer papel que cambió su vida, el de la llamada a filas.
– Cierto. Fue una suerte.
– A otro lo mandan a Melilla y se hubiera echado a llorar.
– Ya, pero a mí, que ya había hecho algo de teatro aficionado y había leído bastante por mi cuenta, me permitió decirle a mi padre: “Cuando acabe la mili, no vuelvo al taller”, algo que no podía decirle de un día para otro. Y así fue. Me hice socio de la biblioteca pública de Melilla y empecé por el primer volumen de la letra A. Pasé los 18 meses de mili preparándome.
– ¿Fue un esfuerzo consciente?
– Y concienzudo. Yo sabía que a la vuelta no podía ser una carga para mi familia y tenía que estar listo. Fue consciente y gozoso, igual que cuando di clases de canto para El hombre de la Mancha y dejé de fumar. No era una penalidad porque sabía que cada día que pasaba quedaba menos para el gran momento y que mi objetivo se acercaba.
– Poco después, tras una turné de año y pico por América, estuvo a punto de ponerse a vender seguros o libros a plazos...
– De “a punto”, nada. Fui uno de los primeros vendedores del Círculo de Lectores. De hecho, haciendo en Barcelona Las guerras de nuestros antepasados, de Delibes, me hicieron un homenaje los vendedores del Círculo. A mí el Círculo me quitó hambre por un tubo. [Sacristán se pone muy serio cuando pronuncia esta frase] Yo sabía que aquello iba a funcionar. Cuando paso por su sede me siento un poquitín padre de la criatura.
– ¿Y en el teatro siguió pasando hambre?
– Canina. Al principio de mi carrera, en la compañía Lope de Vega, hacía siete papeles distintos en Julio César, por 30 duros. En una escena, José María Rodero hacía que se comía un muslo de pollo. Hacía que le daba un mordisco y lo dejaba. Cuando se apagaban luces, yo echaba mano del pollo; aquella era mi cena. En El caballero de las espuelas de oro ponían unas empanadas al principio, que ni Góngora ni Quevedo se comían. Cuando se hacía oscuro y se recogían las mesas, adivine quién se embolsaba las empanadas.
– Finalmente, en 1965, hubo un papel que, esta vez sí, viró el rumbo de su destino. Ricardo Doménech escribió en la revista ‘Primer acto’: “De un papel corto hizo una interpretación sencillamente extraordinaria”.
– Yo había visto en Buenos Aires la comedia de Feydeau La pulga en la oreja, interpretada por una compañía española, y había un papelito muy corto que era la leche. Tiempo después, me tocó hacer ese papel con esa misma compañía en Madrid. Al día siguiente del estreno, me llama Rodero todo alterado: “Pero, ¿qué has hecho, joder? ¿Has leído los periódicos?”. Me habían aplaudido tres mutis y las críticas fueron tan buenas que, de repente, de la noche a la mañana, dejé de ser invisible y la gente empezó a hablar de mí. Me llamó Pedro Masó para La familia y uno más, firmé cuatro pelis y ya no paré.
– El taller mecánico estaba a solo unos metros de aquí, pero el camino recorrido es muy largo. ¿Usted cree en la casualidad o más bien en la tenacidad?
– ¡Como para no creer en la tenacidad! De la Plazuela del Pozo de Chinchón a Madrid había un viaje de cuatro horas y pico en el tren de Arganda. En aquella época todo estaba muy lejos. Y el campo era otro universo. Si Madrid era gris, sórdida y ruidosa, Chinchón era Australia. El campesinado español de los 40 vivía en la Edad Media. Así que un paleto como yo solo podía sobrevivir a base de tenacidad. No creo en la casualidad ni en el azar, pero sí en la suerte, y en que hay que buscarla sudando la camiseta.
– ¿Le molesta el tono peyorativo con que se emplea el término “landismo”?
– Me parece una estupidez. Tengo criterio y sé que algunas películas eran francamente malas. Hay pocos actores de la envergadura y el talento de mi amigo Alfredo Landa. Estoy honradísimo de haber participado junto a él en aquellas películas de suecas y paletillos. Pero realmente cuando yo asumí protagonistas, ya hablamos de lo que se conoció como “la tercera vía”, películas como Españolas en París o Asignatura pendiente. Era ese españolito medio de la Transición. Otro perfil.
– Más modernete...
– No. Más delgado. [Sacristán sonríe con sorna].
– López Vázquez tuvo que hacer ‘Mi querida señorita’ y Alfredo Landa, ‘Los santos inocentes’. ¿Con qué se terminó de sacudir José Sacristán el tópico del landismo? ¿Tal vez con ‘Asignatura pendiente’ en 1977 o ‘Un hombre llamado Flor de Otoño’ en 1978?
– En realidad nadie toma la decisión de sacudirse tópicos ni telarañas. Lo que importa es que suene el teléfono y uno hace lo que se tercie. No se engañe, en este oficio hay que sentir igual al paletillo, al españolito de la Transición o al travestido. Acuérdese de James Stewart. Lo que está claro es que cuando viene tu oportunidad no debes perder ese tranvía. Para mí, desde luego, el primer tranvía fueron las producciones de “la tercera vía” de Dibildos dirigidas por Roberto Bodegas y José Luis Garci, luego llegó Flor de Otoño de Pedro Olea, Gonzalos Suárez, Gillo Pontecorvo, etc.
– En una conocida web de cine, sus trabajos más valorados son ‘Un lugar en el mundo’ y ‘El viaje a ninguna parte’. ¿Qué los hace tan especiales para el público? ¿Añadiría alguno del que se sienta especialmente orgulloso?
– Son dos películas maravillosas y muy queridas para mí, entre otras cosas, porque son proyectos de dos grandes amigos, Fernando Fernán-Gómez y Adolfo Aristaráin. El homenaje a los cómicos de Fernando y el mundo ideológico de Un lugar en el mundo me son más que cercanos. Quizá añadiría La Colmena y Flor de Otoño.
– La química que el público ve en ciertas parejas artísticas, por ejemplo la suya con Landa o Concha Velasco. ¿Coincide con el modo en que lo viven ustedes, o no necesariamente?
– Creo que en general sí, al menos en mi caso. Cuentan que en el rodaje de Casablanca Bogart e Ingrid Bergman no se podían ver. Yo desconozco la experiencia de tener que hacer pareja con compañeras o compañeros con los que me llevara mal. Nunca me ha pasado. Concha Velasco, María Luisa San José, Emma Cohen, Beatriz Carvajal... Con todas me he entendido bien. En el cine, todavía, pero en el teatro debe de ser una auténtica tortura. De todos modos, la cámara retrata ambientes, armonías, que están ahí, pero no en el guion.
– Ha sido de los que ha defendido siempre la profesión. En 1985 fue uno de los nueve de O Pazo. Participó en aquella comida donde se gestó la Academia de Cine. ¿Qué haría usted, si tuviera poder para ello, para defender al cine español?
– Conforme pasan los años el producto que llamábamos película, vendido en el local que llamábamos cine y gestado por lo que llamábamos un productor se ha desdibujado para convertirse en otra cosa. El cine está en esa encrucijada, y yo no estoy lo suficientemente al tanto como para dar recetas o soluciones. María Asquerino me ha regalado un montón de números de Primer plano. En un número del año 1943 se lee el titular “La crisis del cine español...”. De eso hace 70 años.
– Dirigió tres filmes: ‘Soldados de plomo’ (1983), ‘Cara de acelga’ (1986) y ‘Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?’ (1992). ¿Qué truncó esa faceta?
– Al cómico Sacristán le han ido ofreciendo cosas que le interesaban y por eso el director Sacristán ha pensado que era mejor quedarse en casa mientras el otro salía a ganarse el pan y pagaba los recibos. Piense que cada día es más difícil poner en pie una película, y yo en los últimos años he hecho mucho teatro. Solo en los musicales pasé, entre unas cosas y otras, cinco años.
Argentina
– Allí han triunfado “gallegos” como Serrat, Sabina o usted mismo. Allí conoció mujeres, rodó ‘Un lugar en el mundo’, triunfó en el teatro y...
– ... Y he tenido casa. Me siento muy orgulloso de tener un buen lugar en el mundo en Argentina, porque allí están algunos de los mejores de mi oficio.
– Allí le han dado el Cóndor de Plata a toda una trayectoria, mientras que aquí aún están por darle un Goya. ¿A qué atribuye este idilio?
– Quiero atribuirlo a que la gente me quiere. En mi último rodaje allí hemos pasado por decenas de lugares, desde Comodoro Rivadavia hasta Misiones. No le exagero si le digo que en cada sitio había un homenaje, una entrega de medalla, llaves de la ciudad, hijo predilecto... Es, de verdad, muy emocionante. Por ponerle un ejemplo: durante ese rodaje le expliqué al productor de Un lugar en el mundo que tenía en preparación un espectáculo-recital sobre textos de Machado. El interés que iba despertando en Argentina desembocó en 73 actuaciones allí. Aquí tal vez hagamos cuatro o cinco.
– En marzo de 2010, Charo López nos confesaba: “El caso de Una jornada particular fue muy importante en mi vida porque durante nueve meses de 1987, Pepe Sacristán y yo llenamos el teatro Blanca Podestá de Buenos Aires. Día tras día, colas enormes en la Calle Corrientes. Triunfar allí no es fácil porque el público argentino es muy entendido y exigente”. ¿Lo confirma?
– Punto por punto. Fue un gran lujo estar junto a ella allí. Y es cierto que fue un exitazo y nos dieron el premio Mar del Plata. Mire a la compañía Timbre 4, de Claudio Tolcachir, por ejemplo, con montajes como La omisión de la familia Coleman. No es que sean mejores, es que lo hacen de otra manera. He trabajado con muchos intérpretes argentinos: Marilina Ross, Cecilia Roth, Héctor Alterio, Federico Luppi... Que te reconozcan y te acojan en un lugar así, de donde vienen los Darines y los Tolcachires, es un honor. Mi mujer y yo aportamos un dinerillo para los de Timbre 4.
– ¿Y eso?
– En Boedo 640, en el extrarradio de Buenos Aires, es donde se daban las funciones. Tocabas al timbre -al número 4-, te abrían, pasabas un pasillo y veías la función en lo que era la casa de Claudio. Fuimos a verlos y ponían los pelos de punta, se lo aseguro. Se juntó dinero y se pudo hacer una ampliación a una fábrica de sillas abandonaba colindante. La mayoría de la gente que trabaja allí no vive de eso, le cuesta un esfuerzo. Allí existe una cordialidad, una reciprocidad, entre la sociedad y el mundo de la cultura que aquí ni se ha dado ni parece que vaya a darse.
– Se le ve poco en televisión. En los 90 triunfó en teleseries como ‘¿Quién da la vez?’ (1995) y ‘Este es mi barrio’ (1996-97). Luego nunca más se supo. ¿Por qué? ¿Le da repelús el medio?
– En absoluto. Si se me cruzara una oferta interesante, la valoraría. Dejé de tener representante y quizá he estado un poco desconectado. Lo que ya no hago de ninguna de las maneras es doblar y, en la medida de lo posible, tampoco madrugar. Madrugar es una putada monumental, y con el teatro no madrugas. Por otro lado, ahora en las series se trabaja en jornadas de doce y catorce horas, pero no tengo problemas con el medio.
– Un actor muy televisivo, al pregunarle si se miraba en algún actor cómico en particular, nos decía: “Como espectador siempre me ha gustado la comedia. Desde que soy consciente, si es que realmente lo soy, me gustan los nuestros. No es por hacer patria, pero los actores de películas como El verdugo, El pisito o Atraco a las tres, por nombrar algunas, son magníficos. Desde Pepe Isbert o Manolo Morán hasta los más jóvenes, como Cassen, López Vázquez, Sacristán. Además, exceptuando a los más mayores, he trabajado con todos. Espero que se me haya pegado algo”. ¿A usted de quién le gusta pensar que se le hayan pegado cosas?
– Por supuesto, de Fernando Fernán-Gómez. Siempre lo digo, yo estoy en 2º de Fernando Fernán-Gómez. Pero, no crea, para llegar ahí y aprobar 1º hay que sudar mucho.
– ¿Puede contarnos algo de su nueva película ‘El muerto y ser feliz’, dirigida por Javier Rebollo?
–La rodamos después de Madrid, 1987. Son películas totalmente contrapuestas. La de Trueba era claustrofóbica, dos mendas en pelotas entre cuatro paredes largando sin parar. En la de Rebollo recorrimos Argentina desde Buenos Aires hasta la frontera con Bolivia, miles de kilómetros, y había días en que mi línea más larga era “¿Sabes disparar?”.
– ¿La película es fiel a la singular mirada de Rebollo?
– Tiene el sello de Javier, sin duda, como en La mujer sin piano o Lo que sé de Lola. Pero aquí los itinerarios y los grandes espacios abiertos cumplen un papel importante.
El futuro
– Aparte de Don Quijote, ¿tiene entre manos algún nuevo personaje?
– Puede que salga una peli argentina con Luppi, pero está en el aire. No hago más cálculos. Hice, como autor, un trabajo sobre el primer volumen de las memorias de Fernando, El tiempo amarillo, y lo he presentado a algunos productores, pero está aparcado por lo que usted ya se imagina. No vamos a mentar a la bicha. [La crisis, claro].
– ¿Logra librarse del oficio en su tiempo libre? ¿Consigue olvidarse y disfrutar con otras cosas? ¿Con qué?
– Sí, aunque en realidad lo que más me gusta tiene que ver con mi oficio. Hay pocas cosas que me hagan más ilusión que el cine. Me hice una pequeña sala en casa y nada me hace más ilusión que bajarme a la sala y ver, como el otro día, La ruta del tabaco remasterizada, por ejemplo. También escucho mucha música clásica y flamenco. Y de un tiempo a esta parte procuro desobedecer.
– ¿A quién?
– Al actor. Trato de dedicarme algo más de tiempo.
– De retirada ni hablamos...
– Para mí este oficio es, por encima de todo, un juego. ¿Cultura? ¿Arte? Vaya usted a saber. Para mí es un juego, y una excusa para dar jarilla al crío que fui y que allí en Chinchón se cubría con las plumas de las gallinas para disfrazarse de comanche y asustar a su abuela. Lo que quiero es que la gente se lo crea. Y que les pase algo. Mientras me divierta, aquí seguiré.