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21-11-2022

#EstaPeliNoLaConocesNiTú

 Zapatearé sobre la tumba del franquismo

Gonzalo García-Pelayo inauguró con ‘Manuela’ (1976) su cine impredecible y desproporcionado, faro para toda la escuela sevillana

 

LUIS MARTÍNEZ (@luis_m_mundo)

Gonzalo García-Pelayo es un ser desmedido por meticuloso, matemático del sentimiento, preciso en su incertidumbre, cineasta de lo que no se ve, tahúr enemigo de lo impredecible, músico de sonidos que no caben en el pentagrama. Se diría que suyo es el privilegio y virtud de los números primos (cuestión que le obsesiona) entre tanto creador perfectamente divisible entre dos o dos mil. Ahora, justo ahora, viene de realizar un proyecto con aspecto y modales de resurrección donde ha completado más de una decena de películas (10+1, que no es exactamente 11) en un año, un único año que también es un año único. Todas singulares, todas distintas y una de ellas —Dejen de prohibir, que no alcanzo a desobedecer todo— con aspecto de declaración de principios y programa de vida incluso. Pese a todo y pese a tanto, aún se muestra convencido a sus 75 años de que todo no ha hecho nada más que empezar. Dice que seguirá y dice que resolverá, ya que estamos, la conjetura de Goldbach que reza, y lo reza desde 1742 sin que nadie haya sido capaz de demostrarlo, que “todo número par mayor que 2 puede escribirse como suma de dos números primos”. Tal cual.

 



 

Pero García-Pelayo, en su desproporción sin camino, hubo un día en que dio un primer paso. Y ese paso se llamó Manuela, la película de 1976 basada en la novela injustamente olvidada de Manuel Halcón y protagonizada por una imperial Charo López. Hablamos de una producción que vino antes de esa filmografía encallada en el límite exacto de la Transición y compuesta por la deslumbrante ópera prima de marras, además de por Frente al mar (1978), la revolucionaria y santo y seña del underground español Vivir en Sevilla (1978), Corridas de alegría (1982) y Rocío y José (1983). Desde entonces al decálogo largo que ahora ve la luz, silencio, un mutismo que ha sido completado por el ruido de mil aventuras que tienen que ver con el juego, la vida y el amor. Recordemos, por aquello de lo evidente, la película de Eduard Cortés Los Pelayos.

 

Manuela es la historia de una mujer. Se diría, apurando, que de todas las mujeres. Pero eso sería arriesgarse a caer en los lugares comunes que la película, fiel al espíritu y la letra del texto en el que hace pie, evita. Sobre el papel se trata de una historia de ambientación rural anclada en el sur de Andalucía. Y también sobre esa misma cuartilla, a cuento de la presentación de aire miserabilista con que empieza la cinta, el espectador parece ser convocado a un relato que habla de caciquismo, de costumbres irredentas e injustas, de pobreza, de humillación y, ya se ha dicho, de miseria. Charo López encarna a la Manuela del título. Tras asistir a la muerte, que es asesinato, del cazador furtivo que es su padre, ella y la viuda quedan a merced del azar que, por sus modales bruscos, se diría que es más bien destino. Y así hasta que conoce al que será su marido. Y así hasta convertirse en el centro de atracción de todas las miradas, de todos los enconos, de cada una de las represiones. A su alrededor girarán desde su propio marido, Antonio, aspirante a cantaor y que pronto la dejará por culpa de una pulmonía sola con el hijo de un matrimonio anterior; a El Moreno, guardés de pasado oscuro, pasando por el usurero Aguacharco o don Ramón, terrateniente gatopardesco fin de un linaje fuera del tiempo y admirador no tan secreto de la protagonista.

 

 

Manuela no es Los santos inocentes y, sin embargo, desde su inocencia anticipa buena parte de todo lo injusto que con tanto rigor y dolor retrató Mario Camus según la cantata triste de Delibes. Manuela no es El gatopardo, pero Fernando Rey en la piel de don Ramón nada tiene que envidiar al Burt Lancaster que reimaginara Luchino Visconti en su ópera trágica. Manuela no aspira a convertirse en Obsesión, de Douglas Sirk, y, pese a todo, la imagen central de la mujer que todo lo puede, sea Charo López o Jane Wyman, resulta irrenunciable.

 

En cualquier caso, y más allá de todo lo que se niega a ser, lo que sí fue en su momento y es aún ahora esta primera película de García-Pelayo es un espasmo, la fulgurante irrupción de una nueva voz en una cinematografía siempre pendiente de lo atildado, lo correcto y lo decimonónico. Y nada representa mejor ese deseo de lo nuevo como esa imagen ya icónica con la que arranca. La secuencia de una joven vestida de flamenca bailando al ritmo de Abre la puerta, de Triana, sobre la lápida del cazador furtivo muerto, al que acaban de enterrar frente a todo el cortejo encabezado por la Iglesia en todo su esplendor, sigue siendo la más poderosa y subyugante imagen que ha dado el cine de la Transición. Y eso es así porque, a su modo, la Transición vivió un momento en 1978 en que no quiso ser nada más que eso: un desesperado zapateado sobre la tumba del franquismo. 

 

 

Por un lado, llama la atención la elección nada obvia del libro de Manuel Halcón. Y por otro, sorprende de la misma manera el modo de mezclar una historia que se diría milenaria con la más granada representación del nuevo rock andaluz del momento, con Triana y Lole y Manuel como banderas. Halcón era un aristócrata (o, mejor, señorito) a la vez ligeramente resentido de su casta y perfectamente consciente tanto de su privilegio como del anacronismo que encarnaba. Y es desde esa conciencia fracturada desde donde de un modo seco, calculado y hasta cruel retrata un mundo que se desmorona. Digamos que la suya, a modo de metáfora, también es la condición del propio momento en el que vive España entera, incapaz aún de decidirse entre lo nuevo y lo viejo. Lo de la banda sonora juega en el mismo terreno. Es música que se sabe enraizada en una tierra que abomina por sus injusticias y que reivindica del mismo modo por su elemental carácter de simple tierra. Todo nace en ella. No es detalle menor que todos los que suenan formaran parte del sello Gong, de Movieplay, clave de aquel tiempo y fundado precisamente por el siempre inquieto García-Pelayo.

 

Pero sea como sea, lo que cuenta es el amor. Siempre es así. Manuela mueve la pasión a su alrededor, pero sobre todo da vida a la posibilidad de la esperanza; esperanza en un futuro que llega y que es capaz de desprenderse de tópicos y viejas ideas tanto de la mujer como del propio acto amoroso. En Vivir en Sevilla, la película que sería referencia ineludible de lo venidero, Luis, el pintor exiliado de regreso a la ciudad andaluza, inicia a su hijo adolescente en el misterio de la vida. Es la propia voz de García-Pelayo, la del director, la que suplanta al personaje. Y este habla del amor como de una energía que nunca se pierde, de la necesidad de amar sin medida, sin esperar recompensas. “Créeme, hijo, que solo el amor importa”, se escucha. Manuela acaba con una frase similar impresa en rojo y ya completamente al margen de lo narrado. Es moraleja, es programa de futuro, es un sonoro zapateado sobre lo pasado, lo muerto, lo para siempre perdido. “El amor está viniendo. Es posible la vida”, se lee claro sobre la canción Por primera vez, de Lole y Manuel.

 

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