La problemática de los intérpretes
“Una función para olvidar se basa en un hecho real. En 2000, participé como actor en el montaje de Sola en la oscuridad, que en cine protagonizó Audrey Hepburn. Estrenamos en el Teatro Real Cinema de Madrid y hubo muchos problemas entre los intérpretes y el director. Así que decidí escribir una obra de teatro sobre esos líos que surgen en una compañía, que ahora he decidido convertir en película”, explica el director Martín Ramis, cuya primera cinta data de 1980, ¡Qué puñetera familia!, el primer filme mallorquín de la historia con distribución comercial. Después fueron llegando El último penalty, Mordiendo la vida, Simpáticos degenerados, Héroes de cartón, El hijo bastardo de Dios y Turbulencia Zombi.
“Siempre he tratado de hacer el cine que me interesa, sin grandes presupuestos pero creo que con dignidad”, aduce Ramis, que ha actuado en películas de Eloy de la Iglesia (El sacerdote), José Antonio de la Loma (Perras callejeras), Sebastián D’Arbó (Acosada) o Pedro Masó (Hermana, pero ¿qué has hecho?). “Lo que me motivaba de Una función para olvidar era exponer en pantalla los problemas y las vicisitudes de actores que viven y trabajan alejados de los focos de Madrid y Barcelona. Algunos de los personajes intentaron hacerse un hueco en esas dos grandes ciudades, pero no lo consiguieron; mientras que otros prefirieron no aventurarse”, señala el cineasta, que asimismo es autor de las piezas teatrales Un féretro para Arturo, Definidos e indefinidos y Al final y al principio del camino. Esta noche hay que matar a Franco.
Una función para olvidar es un meritorio filme donde se nota el oficio de Martín G. Ramis dirigiendo a intérpretes excelentes aunque poco conocidos para el gran público. A excepción, claro está, del gran Fernando Esteso, que logra convencernos de sus dotes para los personajes dramáticos, como ya demostrara en la aún reciente Incierta gloria, de Agustí Villaronga.