– ¿En qué asignatura de su profesión cree que necesita mejorar?
– Tengo que aprender a relajarme con escenas emotivas y dramáticas, las de llorar. Pero en Mérida me pasó que, con un monólogo, tuve un ahogo de emoción que me surgió de repente. Sin esfuerzo alguno, acabé llorando. Fue sorprendente: sin técnica, sin trucos, sin movidas, sin noches insomnes. Controlar la emotividad es un camino por el que transito cada vez con menos dificultad pero debo mejorar.
– Igual le hace falta un buen Bergman o un Lorca.
– Pues tal vez sí. Un “Bernardo Albo”. Voy peleando y desbrozando. La seguridad que tengo es que mi maratón es ascendente.
– ¿Sigue dándole al bajo eléctrico?
– Nuestra banda es una cosilla de aficionados al rock, a Nirvana, los Pixies, etc. Rulo Pardo, el batería, es actor como yo y tiene mil cosas que hacer siempre. Otro es auxiliar de vuelo y tiene horarios muy dispares. En fin, es dificilísimo cuadrar agendas, pero hemos llegado a tocar en directo para el público y nos gusta, la verdad. Ese, sin duda, es uno de mis objetivos: llegar a tocar bien el bajo, porque yo no soy músico. Toco de oídas; o, mejor dicho, aporreo de oídas.
– Dicen que es muy cocinillas. ¿Cuál es su plato estrella?
– Bueno, en la cocina me defiendo, que es distinto. Me gusta cocinarle a los demás; para hacer cosas para mí solo, soy un desastre. Si hago reuniones, preparo pucheros. A veces trato de lucirme con un plato que hacían mi madre y mi abuela, que se llama bollitori, típico de Alicante, un guiso de patatas con bacalao coronado en el plato con alioli y huevo duro. Contundente, como los Pixies.
Es hora de salir a desentumecerse. Los primeros espectadores rondan la taquilla y alucinan porque todos los actores que verán en un rato ahí arriba se abrazan, besan y fotografían con sus colegas catalanes a la puerta del teatro. Foto de familia con papá Veronese en el centro. Y —a qué mentir— da gusto verlos.