Font García
“Sigo el consejo de Fernán Gómez: digo sí a todo”
Antes que actor fue espectador. Un barrio humilde y el cine de La 2 le pusieron el corazón a la izquierda. Tras 17 años de carrera sigue llamando a su madre cada día
FRANCISCO PASTOR
FOTOS: ENRIQUE CIDONCHA
En noviembre de 2011 el PP ganó las elecciones con victoria absoluta. Y la serie 14 de abril. La República, que acababa de estrenar en TVE la primera de sus dos temporadas, se quedó en el aire. La segunda parte permaneció en el cajón siete años, hasta que los socialistas reanudaron su emisión. Durante ese largo hiato, a Font García (Huelva, 1976) le dio tiempo de olvidar la serie e incluso que había actuado en ella. Pero aún le dolían los motivos, de tiranía pura, por los que no se exhibía. “Es más, ¡casi todas mis secuencias se grabaron en una finca de Esperanza Aguirre! Me echaba la siesta en una habitación junto a sus fotografías y títulos nobiliarios. ¿Y prohibían esa ficción los mismos que nos alquilaron aquello?”, se pregunta ya entre risas el intérprete.
Él vota a las izquierdas y no lo oculta. Es hincha del Rayo Vallecano y vive junto al estadio. Casualidad o no, también de discurso progresista son algunos de los largometrajes que pueblan su currículum. Tras cerca de 17 años de trayectoria, a García acabamos de verle en El buen patrón (2021) y En los márgenes (2022). Atrás quedan una adolescencia de cursos de teatro y las caminatas por Madrid, perdido como nadie, a pesar de la guía que solía llevar en las manos. Agradece a Luis San Narciso las primeras oportunidades, con papeles puntuales en series. Con Bienvenidos al Lolita (2014) alcanzaría por fin el merecido protagonismo. Y Tarde para la ira (2016) confirmó su buen hacer también en el cine.
– Tras El buen patrón y En los márgenes, ¿está ahora en la mejor etapa de su carrera?
– Llevo las victorias con calma. Ya he escuchado alguna vez aquello de “¡verás esto lo que te trae!”. A veces ocurre. Otras, no. He vivido grandes momentos por algún largometraje, pero también por haber estado en el cartel del Matadero con una obra de teatro. A pesar del reciente éxito de En los márgenes, yo sigo expectante y a la orden.
– La película supone un alegato contra los desahucios. ¿Por esa razón se implicó más al actuar?
– Sí. Pensaba mucho en ese dolor y esa ruina que vivía mi personaje. Me acordaba de un amigo que se había dejado la piel trabajando, pero que lo había perdido todo. Viajaba en el metro y me preguntaba si algún pasajero estaría pasando por lo mismo. Pensé en la gente que nos podría sonreír cada mañana pese a llevar un sinfín de cargas por dentro.
– Y se llevaría todo aquello a los ensayos…
– Me suelo encerrar solo, en casa, en un dormitorio. Luego paso el texto con mi chica, Patricia Delgado, que también es actriz. A ella le toca aguantarme, ya que soy algo soberbio, quiero que salga todo a la primera. Está muy bien poder compartir con alguien esa intensidad ¡y la incertidumbre! Si nos da un bajón profesional a los dos juntos, nos vamos de vacaciones. Aunque no tengamos mucho dinero, ponemos rumbo a la playa, que para algo soy de Huelva.
– Ahora vive en Vallecas, un barrio de gente trabajadora.
– Al llegar a Madrid viví en Lavapiés. Decidí marcharme cuando aquello empezó a cambiar. Me gusta caminar por la calle y cruzarme con gente normal y corriente. No me hace falta pasear y encontrarme con otros actores. Vengo de una familia obrera. Mi vecindario era tranquilo, cómodo, pero humilde. Gracias a En los márgenes he notado a mi madre más orgullosa que nunca. Va al cine, me habla de cuánta gente se ha encontrado allí, me cuenta que la vecina le ha felicitado. La llamo todos los días.
– Ella vería crecer sus primeros sueños de actor.
– Yo estaba en el instituto. Por las noches me quedaba despierto viendo el cine de La 2. Descubrí ¡Qué verde era mi valle! [1941], de John Ford, y Rebeldes [1983], de Coppola. Me iba a la cama a las cuatro de la madrugada. Con 14 años, uno de mis actores favoritos era Edward G. Robinson, al que había visto en La mujer del cuadro [1944]. Por aquel entonces empecé en unos talleres de teatro del Ayuntamiento de Huelva. También recuerdo que fui al cine con un amigo y le convencí para que entráramos en Fargo [1996]. Por poco me mata. Yo era un chico peculiar.
– ¿Fue también en la adolescencia su despertar ideológico?
– Al ver El verdugo [1963], de Berlanga, no me podía creer que en España hubiéramos tenido pena de muerte hasta hacía tan poco tiempo. Pero supongo que la primera revelación llegó con la guerra del Golfo. Los estudiantes convocamos una huelga. Coincidió con las maniobras militares, claro, aunque saltaba a la vista que lo hacíamos por faltar a clase. Un profesor vio que íbamos por el buen camino, pero con los motivos equivocados, así que nos dio algunos apuntes. Me resultó muy duro, muy extraño. ¡Iban a bombardear un país! Y acabarían con cualquiera. Aunque se tratara de un señor que saliera a por el pan.
– En un plano más cercano, ¿ha conocido también un mundo injusto, vertical?
– Horizontal, desde luego, no es. Aún me pregunto cómo atrapar el trabajo. Soy un inútil para aquello que ocurre fuera de los rodajes y los ensayos. Sigo perdido, no me manejo en los estrenos y los saraos. Soy tímido y me da pudor acercarme a alguien y ofrecerme. Yo sigo el consejo de Fernando Fernán Gómez: digo sí a todo.
– No elegirá los papeles, pero muchos encajan con sus ideas. En su filmografía figura La voz dormida (2011).
– Actué en esa historia, ¡pero me cortaron la secuencia! Aunque era un papel pequeño, con poco texto, me tocaba llorar. Me lo trabajé mucho y solía emocionarme al prepararlo. A pesar de ello, cuando vi la película asumí los recortes. Las piezas son de los directores.
– Por fortuna, en Tarde para la ira sí sobrevivió a la sala de montaje.
– Era buen amigo de Raúl Arévalo y seguí el proyecto desde el principio. Conocí las nueve versiones que tuvo el guion. Fue un camino precioso. Sabía que Raúl sería un gran director: ya había trabajado con él en sus cortometrajes, veía cómo le obsesionaba grabarnos con el móvil. Me lo pasé muy bien rodando con él, aunque mi trabajo en esa película no me gusta mucho, la verdad. Me pareció poco fino. Siempre me dicen lo contrario, pero mi actuación no se corresponde con la soñada.
– ¿Acaso sueña mucho?
– Algún sueño he cumplido, como levantar mi compañía de teatro, Club Caníbal, con gente a la que quiero. Lo importante para mí son los trabajos bonitos, que emocionen. Lo habitual es anhelar un protagonista, pero admiro mucho a los secundarios. En El padrino [1972] era John Cazale en quien más me fijaba. Por lo demás, me gustaría tener un poco más de estabilidad y algo más de dinero, o poder elegir entre más papeles.
– Y si fuera rico, ¿se cambiaría de distrito?
– No, no. A mí me gusta pasear por Vallecas y venir a ver al Rayo.
Dilemas de una ‘Vida perfecta’
En la exitosa Vida perfecta, Font García acompaña como marido a Cristina, una de las protagonistas de la serie. Aunque en principio era la actriz Aina Clotet quien iba a interpretar a su esposa, esta perdió el papel tras comunicar que estaba embarazada. La discusión pública sobre este mal trago duró meses. “Seré honesto”, explica el actor onubense: “Cuando Leticia [Dolera] me contó lo ocurrido, lo entendí. Si yo me hubiera roto la pierna antes de la grabación, anduviera con muletas y escayola, también habría perdido el papel. En este caso, disimular un embarazo era imposible. Había muchos desnudos y secuencias de cama. Se imaginaron planes de rodaje alternativos que, por ejemplo, me habrían dejado a mí fuera. Yo ni siquiera tenía trato personal con Leticia antes de Vida perfecta, pero incluso en ese momento aquello me pareció muy injusto. Se convirtió en algo más grande de lo que correspondía. Creo que querían castigarla por haberse significado tanto en el feminismo”.