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19-02-2013

Francesc Orella

 
 “Soy un pesimista con buen humor”
Histórico de la escena catalana, con dos premios Max por ‘La caída’ y ‘El enemigo del pueblo’, este televisivo comisario conserva su curiosidad hacia el mundo. Y la mirada crítica
  


FERNANDO NEIRA
Reportaje gráfico: Pau Fabregat 
Unos años atrás, mientras los operarios adecentaban la vieja casa familiar en Valldoreix, a las afueras de Barcelona, Francesc Orella reparó en un plástico azul que afloraba entre las tierras removidas en el jardín. Al agacharse para comprobar de qué se trataba, resultó ser un soldadito con el que él jugaba cuando tenía cuatro o cinco años. Y allí, en la callada soledad del campo, experimentó un flahback descomunal, como en uno de esos ejercicios de interpretación con Uta Hagen a los que asistió durante meses en Nueva York: el olor a la tierra húmeda, los repechos del pico de Puig Madrona, incluso las primeras gansadas en público junto a su hermano Manel, cuando los dos se ponían a imitar a los Calatrava y él suplantaba siempre la personalidad “del feo cachondo”.

   Hace tiempo que terminaron las obras y la casa de Valldoreix sirve hoy de refugio cotidiano para este actor de madurez pletórica y mirada abrumadora, un hombre que encuentra en ese silencio absorto el antídoto frente al ajetreo de las tablas y la smartphonedependencia. Allí, reflexivo, preclaro y sereno en su contundencia, mantiene a raya “la tentación del ego artístico” y mira con distancia, casi con sorna, lo que acontece en este mundo atolondrado. Episodios en ocasiones tan pintorescos como el panorama que presentaban en noviembre muchas marquesinas de la Ciudad Condal. En ellas coincidían los rostros de los principales líderes políticos catalanes con el del propio Orella, que encarna en Pàtria, su más reciente éxito teatral, a un candidato independentista a la Generalitat que es secuestrado pocos días antes de las elecciones.
 
– Permítame la osadía. ¿En qué aspectos sería Orella mejor President que cualquiera de los candidatos reales?
– Yo no me metería en política ni loco, conste, pero al menos intentaría conservar la honestidad y sinceridad, defender mis ideales frente a las circunstancias. Supongo que por eso mismo no podría ser político, porque es una ocupación demasiado golosa con la que todo el mundo experimenta transformaciones profundas. Y, desgraciadamente, los hechos demuestran que no se salva ni Dios... 

– ¿Le motiva o aburre el momento político actual en Cataluña?
– Me parece estimulante e incierto. Yo nunca me he sentido especialmente independentista, pero Aznar y Rajoy, con su rancia intransigencia, lo están avivando. Es decir, son tan tontos que entre ellos y la prensa más cavernícola propician justo lo contrario que persiguen. La radicalización no es deseable, pero comparto la sensación de que no estamos cómodos. Madrid ha querido hacer de la Constitución un documento tan intocable como los Principios Fundamentales del Movimiento.

– Usted nunca ha rehuido el posicionamiento ante las circunstancias que nos atañen como ciudadanos. ¿Eso le ha reportado disgustos en el ejercicio de su profesión?
Ya en 2003, cuando me concedieron el Max por La caída, de Camus, exclamé: “Basta ya del chapapote popular”. Aquellos premios se celebraban en Vigo y recibí muchos halagos, pero supongo que al stablishment le sentó mal. No me importa: con un micrófono entre las manos hay que pisar charcos. Y si a alguien le escuece, será porque algo le pica…

– El argumento de ‘Pàtria’ ha resultado ser inusitadamente actual. Pero ya con ‘El enemigo del pueblo’, su otra interpretación con Max, hurgaba en la herida de la manipulación informativa…
– Siempre me ha gustado el teatro que provoca emociones y reflexiones intensas. Con El enemigo…, una noche en el Valle Inclán, me chivaron que Pedro J. Ramírez tenía butaca de pasillo, fila 4, y me di el gustazo de pasarme toda la obra diciendo las frases más contundentes con el dedo apuntando en aquella dirección. Me quedé como Dios.

– Sin embargo, ¿no teme que el presente abatimiento generalizado pueda entorpecer el acto teatral?
– Esa es una buena pregunta. La pesadumbre lo inunda todo y mucha gente se decanta por la distracción, por olvidar los problemas cotidianos. Pero el teatro nos ayuda a crecer como personas, a armarnos de elementos de juicio. Por eso le incomoda tanto a los gobernantes de la derecha. El PP sube el IVA de la cultura porque ha hecho suyo el lema de la selección: “¡A por ellos!”.

– En el ‘whatsapp’ de su teléfono ha puesto como estado una frase divertida: “De esta saldremos… ¡escaldaos!”. ¿Resume su estado de ánimo?
– ¡Qué gracia, ni yo mismo la recordaba! Pero sí, supongo que me retrata bien: soy un pesimista con buen humor. Puedo ser vehemente, crítico con la realidad y destilar mala leche, pero defiendo que nos sepamos reír de nosotros mismos como rasgo esencial de buena salud. Me identifico con el humor de El Roto: crítico, sabio, lúcido, socarrón. Así me gustaría ser a mí.

– Sin embargo, quizás por las facciones angulosas, casi siempre le toca hacer de malo. O de duro.
– Eso es cierto, y no se crea que no me cansa. Tengo muchas ganas de comedia y despiporre, de hacer el payaso. Acepto propuestas de humor corrosivo, irónico, incluso negro. Humor absurdo e instintivo.

– Su papel más celebrado para la pantalla grande, el de ‘Tres días con la familia’, era una metáfora sobre la incomunicación adulta. ¿Le parece uno de los males reales que nos acecha hoy en día?
– Sí. Ese y la ignorancia, la gente que habla sin saber bien lo que dice. La incomunicación es prima hermana de la intolerancia, esa costumbre tan española de no escucharnos. Defendemos a ultranza nuestras posturas como si ello estuviera implícito en nuestro ADN y siguiéramos en tiempos de Goya, incapaces de entendernos. Dos alemanes son capaces de llamarse gilipollas a la cara y luego tomarse una cerveza. Aquí, sin embargo, somos tan orgullosos que nos ofendemos enseguida, sustituimos la cerveza por el duelo [y extiende el índice para simular un revólver].

– Después de 35 años de oficio, ¿qué descubre cuando echa la vista atrás?
– Ante todo, la sensación de que el tiempo pasa muy deprisa. Y la satisfacción ante un balance satisfactorio: soy un privilegiado por haber vivido de mi vocación. Los actores mejoramos con la edad, como el vino, pero la experiencia no te exime de nada. Debes exigirte al máximo cada día, no conformarte con dar 30 si puedes alcanzar 80. No concibo este oficio desde el mínimo esfuerzo. La única manera de disfrutar y no aburrirse es dándolo todo.
 
 

 
PREMI NACIONAL
Un actor y sus adjetivos
A sus 55 años, Francesc Orella solo ha obtenido el reconocimiento de un público masivo con la serie El comisario y, en menor medida, con clásicos del circuito catalán como Estació d’enllaç, pero es un profesional admirado en el sector. Así lo atestiguan no solo sus dos premios Max, sino, sobre todo, el Premi Nacional de Teatre en su edición de 2009. El jurado justificó el galardón por sus interpretaciones “contundentes, singulares, persuasivas, emotivas e impecables en montajes de todos los registros”, una ristra de epítetos ante los que aún hoy se siente un poco abrumado. “Es una definición halagadora y excesiva”, se sonríe Orella, que prefiere recurrir a otro adjetivo para definir su quehacer escénico: sincero. “Intento ser creíble a partir de la sinceridad. Por eso me emociona que a la salida de Pàtria me digan que me creen, que votarían a ese candidato en la vida real…”.


 
SUMARIOS
comedia
“Tengo muchas ganas de despiporre. Acepto propuestas de humor corrosivo, irónico, negro”
 
trabajo
“No concibo este oficio sin esfuerzo. La única manera de disfrutar es dándolo todo”
 
desánimo
“La pesadumbre lo inunda todo, pero el teatro nos ayuda a armarnos de elementos de juicio”
 

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