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FUERA DE CAMPO

De cuarentenas, ficciones y mascarillas

 ELISA FERRER

 

Me costó poco acostumbrarme a la moldura del edificio de enfrente, al mismo retazo de cielo, también a las cuerdas de tender desnudas sin la poesía de las sábanas blancas, a los dos aparatos de aire acondicionado que afeaban la azotea junto a las tejas de uralita convertidas en involuntarias macetas de malas hierbas. Esa era la instantánea que durante meses vi cada día desde mi escritorio, la que me acompañaba de lunes a domingo (el trabajo en casa deformaba el fin de semana hasta diluirlo con el resto de los días) durante cinco, seis, siete horas, mientras yo, sentada en posición oficinista que espera a que llegue la hora del café, me aferraba a ese ángulo para intentar trabajar. El ángulo menos privilegiado de la casa, el menos proclive a dar rienda suelta a la fantasía, al entretenimiento, y guardaba el resto de ángulos de visión, los buenos, para después; después de trabajar, después de las dosis de cocina en las que, con optimismo desmedido (y poco éxito), tratábamos de simular los platos de los restaurantes que echábamos de menos, después de las dosis de lectura, de películas y series repantingada en el sofá. 

 

Los buenos eran aquellos ángulos desde los que podía distinguir a la señora del edificio de enfrente, esa que le rezaba a la virgen bordada que ondeaba en una bandera colgada en su balcón, la señora que en lugar de marchitarse de aburrimiento me daba la sensación de que rejuvenecía, e imaginé que durante el confinamiento había descubierto las apps de citas, pues cada día salía más contenta a aplaudir (encuentro inevitable de las ocho de la tarde) y, aunque siempre en bata, lucía elaborados cardados y rubor en labios y mejillas. O los ángulos desde los que veía a esa pareja que, a pesar de pasar el día en casa, se asomaba impecable al balcón, como si acabara de salir de la peluquería, haciéndome consciente de cómo se había limitado mi fondo de armario durante la cuarentena: del pijama al chándal y del chándal al pijama. También me gustaba imaginar qué pasaba por la cabeza del niño del pelo a tazón mientras fingía hacer los deberes en esa aula improvisada en la terraza y que, cuando sus padres no estaban delante, construía fuertes con las cajas de rotuladores y los destrozaba mediante el lanzamiento certero de la goma de borrar; o inventarle una vida, una relación, una fobia, un trabajo a esa chica del balcón de la derecha que los primeros días me recordaba a mí, aunque pronto me di cuenta de que lo único que teníamos en común era el tinte del pelo y de que su humilde balcón, abordado desde una mirada más voyeur, escondía un enorme dúplex de diseño. 

 

Mi parecido con Jeff (James Stewart) y su pata escayolada en La ventana indiscreta comenzaba a ser preocupante, así que, en lugar de buscar una solución, me propuse revisitar la película. Se estaba bien en el sofá, pero la luz de la calle se reflejaba en la tele. Y los gritos del vecino de arriba adicto a los videojuegos (“Cuidado con los terroristas, ¡disparad en la brecha!”) se mezclaban con los diálogos entre Grace Kelly y el fotógrafo espía. Las palomitas me quedaron aceitosas y tuve que parar un par de veces la película para responder llamadas importantes. Entonces lo supe, supe que lo mío no era sólo voyeurismo (o ser cotilla, no nos andemos con paños calientes), lo mío era otra cosa: echaba tanto de menos el cine que el edificio de enfrente se había convertido en la gran pantalla. Mi casa buscaba la oscuridad y mi ventana cumplía la función de la anónima intimidad de una butaca. 

 

Fue en esos días de mayo, con el mono subido por las ganas de cine, cuando me topé en redes con una campaña china que invitaba a volver a las salas: carteles en los que aparecía De Niro como Travis Bickle, o Audrey Tautou como Amélie, o Brad Pitt con DiCaprio, o Emma Stone con Ryan Gosling. Todos sentados y sentadas en butacas de cine, como les vimos alguna vez en sus películas, pero ahora con medio rostro cubierto por la mascarilla –la nueva normalidad adueñándose también de nuestros mitos–. Y al ver esos carteles pensé en cómo sería la vuelta con olor a gel hidroalcohólico, con butacas vacías dispersas por la sala para marcar la distancia de seguridad, bocas y narices tapadas, y comer palomitas, reír y llorar con tejidos filtrantes de por medio. Pensé que tantas trabas serían paralizantes, que el riesgo de contagio, que las curvas, que me daría apuro regresar (a pesar de las ganas).

 

Pero en el cine se apaga la luz y, por unas horas, desaparecen problemas, noticias, mensajes. Y, aunque parezca increíble, olvidas la mascarilla. Lo comprobé hace unos días en la oscuridad de la sala, nadie en las butacas aledañas, mi bolso desparramado, ningún codo en contacto con el mío, el aire acondicionado en el punto justo y vivir, durante una hora y media, cómo Candela Peña se prometía amor eterno en la última película, luminosa, fresca, colorida y enérgica de Icíar Bollaín, con la que se me olvidó por un instante que ya no existen los abrazos. Porque ir al cine tiene la magia de acercarme a otras vidas, de alejarme de voyeurismos innecesarios, de evitar que me convierta en una terrible cotilla.

 

 

Elisa Ferrer (L'Alcúdia de Crespins, València, 1983) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valencia y diplomada en guion cinematográfico y televisivo por la ECAM. Obtuvo el Premio Tusquets en 2019 con su primera novela, 'Temporada de avispas'. También es autora (2014) de un ensayo sobre 'The Royal Tennenbaums', de Wes Anderson

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