FUERA DE CAMPO
Los niños del Raval
ELISA FERRER
Sofía es una porteña que viaja a Barcelona para visitar a unos amigos, para perderse por sus calles, disfrutarla como la disfruta siempre que vuelve. Pero en este viaje, la ciudad no es como la recordaba. Sigue igual de bonita, llena de gente, qué belleza las calles, el Barri Gòtic, Gràcia; pero a ratos le arruga la nariz un olor fétido, a carne corrompida, a muerte. Su amiga le confiesa, perdón por el spoiler, que son niños, muchos niños que vagan por el Raval, por su rambla. Pero no niños de carne y hueso, sino fantasmas de niños, niños que ya no están, que fallecieron hace años, niños que no pueden irse.
En el cuento Rambla triste (que se encuentra en Los peligros de fumar en la cama, de la escritora argentina Mariana Enríquez), se desentierran leyendas del Raval, el antiguo Barrio Chino. Se habla de niños que murieron el siglo pasado, hijos de yonquis, de prostitutas, protagonistas de historias oscuras que la ciudad, con sus planes urbanísticos, sus macroeventos, sus inauguraciones y su vida cultural y alternativa, se ha encargado de enterrar. El cuento me removió, me incomodó, me agitó. Me llevó directa hasta un documental que vi hace años, un documental que me revolvió las tripas, De nens, de Joaquim Jordà, donde el rumor y el ruido protagonizan un juicio sobre una supuesta red de pederastia que se descubrió en el Raval en 1997, y en el que sobre todas las cosas parecía primar la lucha política entre los vecinos del barrio.
A raíz del documental, a raíz del cuento, volví a recordar esa historia oscura que siempre me pareció imposible, improbable, porque, aunque es más que sabido que la realidad supera a la ficción, tanta crueldad en una sola persona, en un solo personaje, me resultaba un exceso más propio de las leyendas —esas que crecían alrededor de la mesa, cuando al relatarse se hacían grandes, llenas de caminos intrincados, esas que engordaban en las portadas de los periódicos que buscaban ampliar su tirada—. Hablo de la historia de la vampira del Raval, Enriqueta Martí, o mejor, de la leyenda de esa mujer que fue acusada de secuestrar niños, prostituirlos, matarlos. La leyenda de una asesina en serie que llenó portadas de periódicos, historias de terror.
La película de Lluís Danés La vampira de Barcelona, que se estrenó en Sitges y acaba de aterrizar en las salas, trata de desmontar esta leyenda –que es, como él mismo dijo en una entrevista, «una de las primeras fake news de la historia»– y mostrar quién fue en realidad Enriqueta Martí. La película cuenta con un reparto eficaz, en el que destacan especialmente Bruna Cusí y Núria Prims, con Roger Casamajor en la piel de un periodista obsesionado con descubrir la verdad sobre Enriqueta, sobre el prostíbulo del Barrio Chino, en el que señores de la burguesía catalana pagaban por estar con niños, con niñas. Mario Gas interpreta con solvencia al director de un periódico que ve cómo sus tiradas crecen gracias a las desapariciones de estos críos, gracias a la mal llamada Vampira. Y Francesc Orella sobresale como uno de esos señores con esmoquin que se escudan en las sombras de la noche para hacer escapadas al Raval y dar rienda suelta a sus perversiones.
En La vampira de Barcelona se suceden secuencias en blanco y negro —rotas por el rojo de la sangre—que quizá por los decorados teatrales, quizá por lo estático de la puesta en escena, resultan algo acartonadas, y contrastan con las secuencias rodadas en color, en las que la estética circense, cabaretera, eleva la narración y ayuda a mostrar lo grotesco, lo sórdido, lo malsano de aquellas calles en las que una sola mujer cargó a sus espaldas con las perversiones de otros. Los que se limpiaban las manos a golpe de billete para poder colocarse el monóculo en el Liceu sin dejar ni una mácula en sus camisas impecables, blancas, almidonadas. Ni una mancha a su paso, ni un rastro de sangre.