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FUERA DE CAMPO

Un quinqui vestido de Pierre Cardin

 ELISA FERRER

            

Ilustración: Luis Frutos

 

La mirada perdida tras sus gafas de culo de vaso, el pelo blanco, largo, peinado hacia atrás, el jersey negro de cuello vuelto, esa foto que durante años coronó las columnas diarias de la contraportada de El Mundo es la primera imagen que tengo de Francisco Umbral. No puedo recordar qué decían sus columnas, pero recuerdo que, años después, cuando estudiaba la carrera y teníamos exámenes de actualidad que nos caían sin avisar, mis compañeros y yo devorábamos periódicos, todos, y ver cómo esa foto aparecía cada día bajo una columna calentita, crujiente, recién estrenada, me parecía una gesta imposible, a mí, que ya escribía mis cosas y que a cada relato o poema tardaba siglos en ponerle el punto y final, que cada artículo que me encargaban en la universidad venía acompañado de la ansiedad amenazante del deadline. Una columna diaria y tener tiempo para escribir literatura, para salir a la calle a observar a la gente a través de ese monóculo de escritor que cuenta, nunca se quitaba, tiempo para vivir y así poderlo narrar, porque Umbral, dice, hablaba de sí mismo en sus libros, pero su figura siempre estuvo rodeada de incógnitas, rodeada de misterio.


Aunque todo el mundo conocía a Francisco Umbral (incluso quienes no lo habían leído nunca). Bueno, en realidad, conocían a ese personaje que cinceló: el del dandy de la bufanda y el abrigo perenne, el del mal genio, el que se nombraba tres veces cuando le preguntaban por sus escritores favoritos, el que bautizó lo que se gestaba en las noches madrileñas como “la movida” por primera vez, esas noches que paseaba junto a Ramoncín y de las que fue uno de sus mejores cronistas. El escritor que supo de la importancia de vender a su personaje para que se vendieran sus libros. El que se hizo con todos los premios, pero nunca entró en la Real Academia. El autor de aquellas columnas de El País en las que todo el mundo quería aparecer con su nombre en negrita porque estar en esas crónicas en los años 70 y 80 era ser alguien. Y todo eso antes de las redes sociales.


De esa fina frontera entre la persona y el personaje habla el documental Anatomía de un Dandy de Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, película brillante que después de un fugaz pasó por las salas y unas críticas excelentes, el viernes se estrenó en Filmin en la colección Los Dandis, rodeado de otros galanes como el inolvidable Jep Gambardella de Sorrentino. Los directores consiguen enhebrar la enorme cantidad de material audiovisual que dejó Umbral, entre audios, imágenes de entrevistas e histriónicas apariciones en televisión, para narrar, hiladas por las intervenciones de Rosa Montero, David Gistau, Manuel Jabois, Ramoncín, Manuel Vicent o su viuda, María España, la vida de Francisco Umbral, esa que él intentó ocultar bajo su abrigo.


Dividida en cinco capítulos titulados como algunas de sus novelas (cinco de las más de cien que escribió en su vida), cuyos fragmentos nos regala la voz de Aitana Sánchez Gijón, la película nos lleva por los momentos más importantes de la vida del escritor, desde su infancia, en la que sin un padre reconocido se sintió siempre como el niño al que nunca invitan a las fiestas; su mudanza a Madrid y su empeño por hacerse un hueco en la capital, en el Café Gijón, con su máquina de escribir y las cartas de recomendación de su admirado Miguel Delibes; hasta momentos clave como la muerte de su hijo, Pincho, ese niño que le cambió la vida y dio pie a una de sus mejores novelas, Mortal y Rosa. El fragmento de Pincho es el más emotivo, narrado por la viuda del escritor y por las grabaciones, emocionantes y frágiles, de algunas conversaciones entre padre e hijo.


Raúl del Pozo cuenta que nunca sabías cuándo Umbral hablaba en ficción o cuándo en realidad. Y la película va de eso, de mostrarnos el abismo que se escondía tras ese apellido ficticio, la sensibilidad tras ese carácter histriónico, de dejarnos intuir la vida del hombre que quería morir mientras escribía su columna diaria golpeando su Olivetti (y casi lo consigue). Una máquina de escribir que era su disfraz y su catarsis, la única arma que tenía para enfrentarse al mundo.

 

 

            
                            
            
                

Elisa Ferrer (L'Alcúdia de Crespins, València, 1983) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valencia y diplomada en guion cinematográfico y televisivo por la ECAM. Obtuvo el Premio Tusquets en 2019 con su primera novela, 'Temporada de avispas'. También es autora (2014) de un ensayo sobre 'The Royal Tennenbaums', de Wes Anderson

        

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