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FUERA DE CAMPO

Y un año más... los Goya

 ELISA FERRER

            

 

A los quince, a los dieciséis, a los diecisiete era capaz de pasar una noche sin dormir solo para ver la gala de los Óscar, entre la emoción y el nervio, por mucho discurso soporífero que tuviera que tragarme y, después, aguantar sin quedarme frita en el instituto cual estoica guerrera, una auténtica proeza considerando lo difícil que era sobrevivir a la clase de matemáticas incluso tras ocho horas de sueño. Asistía emocionada a cada premio, como si yo hubiera participado o invertido o figurado en alguna película; cruzaba los dedos para que los ganadores se correspondieran con los subrayados en mi porra, una selección que podría parecer fruto del azar, pero que me llevaba varios días con sus noches porque cambiaba las escogidas cada poco, porque dudaba de cuál sería el criterio de los académicos, porque dudaba, quizá, de mi propio criterio.


Aunque la proeza no era la misma, no implicaba noches de desvelo seguidas por horas de clase que se me antojaban eternas, la semana previa a los Goya también venía cargada de emociones: organizaba la consabida porra entre mis compañeros de clase, mientras dudaba, al rellenar la mía, si vencería injustamente el conservadurismo frente a lo que yo consideraba arte. A riesgo de sonar ridícula, he de decir que cuando empezaba la gala estaba nerviosa, como si fuera a llevarme algo a cambio, más allá de las 500 pelas de la porra, que siempre adelgazaban porque algunos se hacían los locos a la hora de pagar. Y antes de que empezara la ceremonia, asistía con la boca abierta a la alfombra roja, a los vestidos, los esmóquines, porque todo estaba rodeado de glamour, ese glamour que siempre asociaba al cine y que desapareció después de trabajar en mi primer rodaje, donde vi que más que lujo, había trabajo duro, vínculos de campamento de verano con el resto del equipo, intensos y felices, comida de cáterin, estrés y madrugones. Pero entonces poco sabía de todo eso, y veía las ceremonias de principio a fin, por muy aburridas que fueran algunas, por eternos que fueran los discursos, sin siquiera apoyar a la espalda, no fuera a ser que me perdiera algo.


Recuerdo algunas galas con especial cariño, las de Rosa Maria Sardà, siempre rápida, divertida, certera, como aquella en la que hizo su aparición escondida dentro de un piano como si hubiera pasado dos años allí, aislada del mundo en ese mismo teatro; la gala en la que se lio una tremenda de la mano de Alberto San Juan, Willy Toledo, Nathalie Poza y Ernesto Alterio, con sus intervenciones por el No a la Guerra. La gala buena de Muchachada Nui, la gala menos buena de Muchachada Nui. O los momentos medio vergonzantes que son inevitables en ceremonias de este tipo, como cuando el realizador confundió a J.A. Bayona con su hermano gemelo y lo enfocaba cada vez que hablaban del director, o cuando el Langui, Juan Diego, Javier Gutiérrez, Antonio Resines y Tito Valverde se marcaron un rap en 2016 con el que aún hoy les sacan los colores.

 

El sábado 6 de marzo regresa la noche de los Goya en su 35 edición, y aunque ya no me emocione como antes, ni haya porras de por medio, nunca falto a la cita con el cine español. Como todo en estos tiempos, regresa reinventada, con cambios, presentada por Antonio Banderas y la periodista María Casado y con un formato híbrido a causa, cómo no, de la pandemia. Sólo los presentadores, los protagonistas de los números musicales y quienes entreguen los Goya estarán en el Teatro Soho CaixaBank de Málaga, mientras que los nominados asistirán a la ceremonia telemáticamente desde sus casas. ¿Qué harán quienes se lleven el Goya después del grito, de la alegría, del discurso sin subirse al escenario, sin agarrar el cabezón, a falta de fiestas y fotos tras las bambalinas? Imagino bañeras llenas de champán, la emoción intacta y la felicidad que acompañan siempre al momento de recibir un premio después de haber trabajado duro en lo que más te apasiona, barra libre para convivientes, pantalones de pijama bajo el vestido elegante… Cosas de la pandemia que ya cansan pero que, al menos, no han podido con los Goya, no han podido con el cine.

            
                            
            
                

Elisa Ferrer (L'Alcúdia de Crespins, València, 1983) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valencia y diplomada en guion cinematográfico y televisivo por la ECAM. Obtuvo el Premio Tusquets en 2019 con su primera novela, 'Temporada de avispas'. También es autora (2014) de un ensayo sobre 'The Royal Tennenbaums', de Wes Anderson

        

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