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FUERA DE CAMPO

Cosas de brujas

 ELISA FERRER

            

De pequeña las brujas me daban miedo. Vivíamos junto a las vías del tren y cada vez que un traqueteo me despertaba, me escondía en la oscuridad del edredón y temblaba al imaginar que en cada uno de esos vagones de mercancías viajaban ancianas de brazos nudosos, narices ganchudas, ancianas vestidas de negro cuyas cabelleras enmarañadas siempre aparecían cubiertas por sombreros picudos, ancianas que reían a gritos, lanzaban conjuros, que volaban a lomos de una escoba, que tenían gatos, muchos, que preparaban pócimas en calderos gigantes, ancianas que imaginaba urdiendo maldades porque, por supuesto, eran perversas. Al crecer, en cambio, empecé a interesarme por sus leyendas, a leerlas con curiosidad, quizá porque mi hermana pequeña les dijo a mis padres que quería cambiar su nombre por el de Maléfica, y coleccionaba figuras de brujas con calderos, con gatos, de brujas con la cabeza alta, los ojos divertidos. Supongo que comprendió mejor, siendo tan niña, que no eran malvadas, sino valientes, libres. O mejor, que la perversidad de las brujas no está en ellas, sino en los ojos de quienes las miran, de quienes las juzgan.


En Akelarre, de Pablo Agüero, esta idea sobrevuela cada plano. La película viaja al País Vasco, a principios del siglo XVII, cuando la Santa Inquisición se plantó allí para poner orden, claro, porque las mujeres bailaban, reían, cantaban, y obviamente estas actitudes excesivas no eran otra cosa que ofrendas para el diablo, ¿o acaso tenía sentido que lo hicieran para su propio disfrute? Y aunque sabían hablar castellano utilizaban el euskera, el idioma del mismísimo Satanás. Obviamente esas mujeres que disfrutaban del bosque, de la música, de la juventud, no podían ser más que pérfidas brujas que, con cráneos de macho cabrío, fuego y canciones dedicadas a los marineros a los que esperaban en noches de luna llena, organizaban ritos paganos para agasajar al diablo. Desde la Edad Media hasta mediados del siglo XVII la Santa Inquisición juzgó a numerosas mujeres de aldeas vascas por brujería, algunas de las cuales acabarían quemadas en la hoguera.


La película de Pablo Agüero bebe de estas leyendas nacidas de los ritos paganos vascos del aquelarre, de los juicios que allí llevo a cabo la Santa Inquisición, para contar la historia de unas adolescentes y una niña injustamente encarceladas por ser consideradas brujas. Jóvenes que tejían en su aldea, que se reunían en un claro del bosque a bailar, a reír, que esperaban a sus padres, a sus novios, que habían salido a la mar. Akelarre apenas tiene localizaciones, más allá de la aldea en el bosque y esa especie de caserío donde tienen encarceladas a las jóvenes; en ese espacio tan logrado, merecido Goya a Mejor Dirección de Arte, es donde transcurre la historia de este juicio, de esta persecución. Una historia de la que me gustaría saber más llegados los títulos de crédito, y en cuyos personajes echo de menos una mayor profundidad, así como puntos de giro más jugosos en el guion, menos previsibles. Pero a lo largo del metraje me he dejado llevar por las interpretaciones de Amaia Aberasturi, de Jone Laspiur, que se ha dado a conocer este año y se ha llevado un Goya a mejor actriz revelación por Ane, de Àlex Brendemühl y del resto de las jóvenes actrices que llenan la pantalla de una naturalidad pasmosa. Aunque el guion cojea al principio, coge fuerza durante la segunda mitad y, gracias a la música original, que se hizo con otro merecido Goya, se embarca al espectador en un viaje a los ritos paganos, a la mirada enturbiada de quienes juzgan, al sinsentido de las leyes católicas que marcaban la moralidad de la época.


Akelarre está disponible en Netflix, un viaje recomendable para seguir indagando en cómo la historia siempre ha acallado a las mujeres libres con etiquetas, con es una bruja, o una loca, o una histérica. Ojalá haber sabido esto cuando era niña, porque en lugar de esconderme bajo el edredón al escuchar aquellos trenes que imaginaba llenos de brujas, me habría asomado a la ventana para bailar, reír, cantar con ellas a la luz de la luna.

            
                            
            
                

Elisa Ferrer (L'Alcúdia de Crespins, València, 1983) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valencia y diplomada en guion cinematográfico y televisivo por la ECAM. Obtuvo el Premio Tusquets en 2019 con su primera novela, 'Temporada de avispas'. También es autora (2014) de un ensayo sobre 'The Royal Tennenbaums', de Wes Anderson

        

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