twitter instagram facebook
Versión imprimir

FUERA DE CAMPO

Hijas de los 90 (o trascender la nostalgia)

 ELISA FERRER

Años 90. La Expo de Sevilla. Los Juegos Olímpicos de Barcelona ("¡atletas, bajen del escenario!"). Carpetas firmadas con versos macarras, con versos horteras. Programas de varietés. El “Póntelo, pónselo”. La ruta del bakalao. Leyendas urbanas. En los últimos años, la gente nacida entre finales de los 70 y mediados de los 80 estamos en esa edad en que nuestra infancia ya empieza a amarillear, a ser narrada con una cierta distancia que tiende a idealizar los días en que España jugaba a ser millonaria, puntera, moderna, una pieza más del puzle europeo. De ahí que el capitalismo se frote las manos cuando mira hacia atrás y envuelve el pasado de pirotecnia nostálgica para mercantilizarlo, y lo consumimos como si pudiéramos volver a transitar aquellos días, olvidando, a ratos, que ese oro brillante era más bien purpurina. 

 

Por eso, cuando leí la sinopsis de Las niñas (Pilar Palomero, 2020), película que acaba de alzarse con la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga, dudé. ¿Será un mecanismo para la nostalgia o volverá a aquella época sin necesidad de sobados filtros idealistas? Me ganaron las buenas críticas, las ganas de asomarme a esos años en Zaragoza, una ciudad que el cine apenas transita y, no nos engañemos, mi amor incondicional por los coming of age. Engullo todas las películas que puedo sobre dejar atrás la infancia, hacerse mayor, porque ¿acaso hay momento en la vida más excitante, más lleno de emociones, más intenso y doloroso, más consciente de sí mismo?

 

Nada más comenzar la película, su formato de cuatro tercios me llevó directa a mis nueve años, mientras en la pantalla un coro de niñas —ya no tan niñas— movía los labios al ritmo de una canción sin que sus voces sonaran. A la batuta, una monja al piano que pedía que sólo cantaran las que lo hacían bien, “el resto, mejor, que mueva los labios”. Tras esta secuencia de apertura, toda una declaración de intenciones, los primeros minutos de Las niñas suponen darme de bruces con mis referentes de la pubertad, ver a las protagonistas escuchando la música que yo escuchaba y dejar de sentirme especial porque mientras mis amigas eran adictas a las Spice Girls, yo batallaba a muerte en el bando de los Héroes del Silencio y dilapidaba mis ahorros en la revista Tipo en busca de sus camisetas y sus discos, incluso algunos grabados en Alemania como objeto de veneración y discursos encendidos en el patio del colegio. 

 

Porque la primera parte de la película va de eso, de situarnos en un contexto, en una ciudad, en un momento iniciático en la vida de Celia y sus amigas. Entre ellas, Brisa, que acaba de mudarse desde Barcelona y trae un aire moderno, de ganas, que zarandea a Celia, quien empieza a entender que la realidad que se filtra entre los tubos catódicos a la vez que Los Fruitis y Raffaella Carrá se intuye más difícil de lo que parecía. Es hacia la mitad del metraje cuando la historia crece, se hincha, y los ojos de Celia, interpretada por Andrea Fandos, inmensos y expresivos —imposible no pensar en Ana Torrent, sus pupilas clavadas en Frankenstein–– tienen mucho que ver con esto. Porque sus ojos, con sólo mirar, cuentan; y nos ayudan a entrar en una historia que parece sencilla pero se construye y vuelve compleja a través de miradas, planos cortos, silencios. Gracias, sin duda, a las interpretaciones de Andrea Fandos y el resto de las niñas, vitales y frescas, tan de verdad que a ratos sobrepasan la pantalla. También a la de Natalia de Molina que, desde los escorzos del principio a los primeros planos del final, carga en su espalda, en su gesto, el peso del cansancio, de la culpa. 


Las niñas es una película que nace de las contradicciones de la época, con sus tensiones entre religión y modernidad, moralidad y libertad, sexualidad y culpa católica. Contradicciones que Pilar Palomero lleva a la pantalla con oficio y buen pulso, con el corazón y las tripas, en una película con un cierre magnífico que, con sólo un gesto, nos deja claro que la Celia del principio ya no es la misma… porque ha crecido.

Elisa Ferrer (L'Alcúdia de Crespins, Valencia, 1983) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valencia y diplomada en guion cinematográfico y televisivo por la ECAM. Obtuvo el Premio Tusquets en 2019 con su primera novela, 'Temporada de avispas'. También es autora (2014) de un ensayo sobre 'The Royal Tennenbaums', de Wes Anderson

Versión imprimir