FUERA DE CAMPO
Hola, soy Ángela, me van a matar
ELISA FERRER
Las pocas veces que estuve en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense me tensaba al reconocer las baldosas de la pared, el bar ruidoso, aunque ya sin el humo de los cigarrillos, las columnas, las puertas que, sin haber cruzado nunca, sabía que daban a sorprendentes salas de cine, a aulas en las que se conversaba sobre la soledad del héroe del western, los tres actos del guion, sobre las frutas del sombrero de Carmen Miranda, daban a las tripas del edificio, sótanos oscuros poblados por estanterías escondidas al final de corredores enmarañados, que acumulaban latas de 35 mm, de 8 mm, de VHS. Cuando caminaba por los pasillos volvía de tanto en tanto la vista atrás, siempre con la angustiosa sensación de que alguien me seguía, de que alguien se acercaba dando zancadas silenciosas, y siempre me sobrevenía el impulso de salir corriendo.
Tenía 13 años cuando vi la Facultad de Ciencias de la información por primera vez. Fue en una pantalla y si al principio deseé estar allí (siempre quise estudiar cine), a medida que avanzaba la película, el lugar, un edificio corriente en medio de Ciudad Universitaria, se enrarecía más y más hasta convertirse en un escenario terrorífico, ese en el que Ángela investiga para escribir su tesis sobre violencia audiovisual y se topa, como en una pesadilla, con las imágenes perturbadoras, los gritos desgarradores de las snuff movies. El escenario de la primera película de Alejandro Amenábar, producida por quien fuera su descubridor, el genio de José Luis Cuerda, Tesis, que cumple 25 años y sigue siendo una de las más recordadas, una de las que encabeza la lista de favoritas: un antes y un después para la industria del cine español que, de algún modo y a partir de entonces, se atrevió a probar con nuevos códigos, nuevas formas.
Amenábar tenía 22 años cuando se puso tras las cámaras para rodar esta película que coescribió con Mateo Gil, y al ver su making of, ese video granuloso de las cámaras domésticas noventeras que se puede encontrar en Youtube, impacta la seguridad con la que se dirige a los actores, al director de fotografía, Hans Bürmann, que habla de la velocidad con la que se rodó la película, con un presupuesto no demasiado holgado, pero con las ideas clarísimas de ese chico de 22 años que en el set parecía un director experimentado y en su primera película tuvo claro que quería emular a Hitchcock, a De Palma, a los grandes del suspense.
Ana Torrent, que dejó de golpe de ser la niña de nuestro cine, Fele Martínez y Eduardo Noriega dieron vida a Ángela, Chema y Bosco, ese trío de personajes que recuerdo con un cariño inmenso y que hoy, después de tantos años, sigue fascinándome. Y aunque sepa el final de la película, me gusta volver, repasar el mecanismo, que no es perfecto, pero atrapa por su música, sus escenas de persecución, la ambigüedad de sus personajes, por esa primera secuencia que de un solo golpe nos presenta a la protagonista, Ángela, que junto al resto de pasajeros debe bajar del tren de Cercanías porque ha habido un atropello e intenta acercarse a las vías desde el andén para ver el cuerpo, movida por ese morbo que despierta la violencia, ese querer ver y al mismo tiempo ese miedo a mirar. Esta reflexión que se nos presenta junto a Ángela en la primera secuencia atraviesa la película, rodada en una época en la que en la televisión estaba a la orden del día convertir los sucesos más escabrosos en puro espectáculo. Asesinatos y desapariciones rodeadas de hipótesis morbosas como vara para medir las audiencias.
Amenábar nos llevó a cuestionarnos nuestra relación con la violencia, a pensar sobre el poder de la imagen, sobre su influencia. Y construyó una película que sigue presente en nuestro imaginario. ¿Cómo olvidar el cameo de José Luis Cuerda? ¿El cuento que Fele Martínez le narra a una Ana Torrent aterrorizada por los pasillos oscuros? ¿Las baldosas del garaje de casa de Bosco? Una película que apenas envejece, a pesar de los años, a pesar de que el zoom digital sea de todo menos novedoso, a pesar de que las pantallas de tubos catódicos que entonces ocupaban el lugar central de nuestros salones hoy nos parezcan un mueble vintage.