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FUERA DE CAMPO



Pupitres

 ELISA FERRER

            

Ilustración: Luis Frutos

 

Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, nunca me imaginé respondiendo “profesora”. Sí “escritora” o “guionista”, pero nunca, durante mis años de pupitre, me imaginé al otro lado, en el lugar de quien enseña. ¿Quién me iba a decir que, gracias a una beca que me llevó a 10.000 kilómetros de aquí para estudiar escritura creativa, entraría en el aula con el título de profesora asistente, con la potestad de marcar los temas, el ritmo, las fechas clave? La primera vez que me enfrenté a una clase, lo hice armada con una carpeta en la que, entre otros papeles y chuletas, se escondía una lista de estudiantes, fotos en blanco y negro, nombres extraños, rostros desconocidos que pronto se convirtieron en caras familiares, en chavales que de los monosílabos iniciales pasaron a mostrar personalidades increíbles, que parecían impensables en un primer encuentro en el que siempre, a pesar de esa supuesta autoridad que tienen quien enseña, hay nervios, hay miedo, hay ese poquito de vértigo que hace que la vida tenga cierta gracia. Nunca pensé que me gustara enseñar, hasta que descubrí que cuando se cierra la puerta del aula se genera una sinergia que engancha, que a veces sorprende, porque puede resultar mágica. Una magia que durante años ha nutrido a la literatura y al cine.


Como ocurre en Uno para todos, la última película de David Ilundain, que el otro día encontré en el catálogo de Movistar+. Cuando la estrenaron en el cine estuve a punto de ir verla, pero, a pesar de que la anterior película del director, B., me pareció necesaria, valiente y lucida, respecto a esta tenía ciertos prejuicios. Leí la sinopsis, profesor, alumnos, bullying, y pensé, otra vez el profesor salvador, ¿va a contarme algo nuevo? Si ya caí rendida a los pies de Daniel Lefebvre, el protagonista de Hoy empieza todo, esa joya de Bertrand Tavernier, si ya me fascinó Georges López, el maestro rural del documental de Nicolas Philiber, Ser y tener, si ya me subí, como todos, a un pupitre para gritarle al Sr. Keating, “¡Oh, capitán, mi capitán!” con la mano en el pecho. Pero me encuentro en unos de esos momentos de desmotivación total, en la montaña rusa en la que se convierten las semanas antes a empezar unas oposiciones de educación, así que, al verla pasar frente a mí, me dije, ¿por qué no? Quizá con la inestimable ayuda de su protagonista, interpretado por David Verdaguer, un actor que nunca defrauda, me entren ganas de volver al aula o, en cambio, de esconder la cabeza de opositora sin teñir entre el montón de temario y las montañas de leyes que modifican leyes que modifican otras leyes (ad infinitum).


La película abre con el Tot torna a començar de Mishima, fondo musical que acompaña la llegada de un maestro interino a un pequeño pueblo de Zaragoza, con todo lo precario que envuelve a las interinidades, de pueblo en pueblo, como antiguos comediantes, con ese plantarse frente a alumnos nuevos con una lista de nombres y pocos datos más, con esas vidas que se van construyendo sobre casas, compañeros, rutinas temporales. Un maestro interino que se presenta a su nueva clase sin apenas dormir, como un héroe de western que llega a territorio desconocido sin saber si va a ser capaz de salir indemne. Al principio se presenta al chulito de la clase, a la alumna impecable, a la precoz, todos los tópicos que se suelen encontrar en este tipo de películas (los perfiles con los que nos solemos topar en el aula), para luego ir desgranando las múltiples capas, para hablar del bullying desde un punto de vista que no es el de siempre, con la enfermedad como telón de fondo, para evitar lo cursi, y presentarnos a personajes de 11 años como lo que son, personas con sus problemas, sus inquietudes, con el vértigo frente al precipicio al que se enfrentan: el de pasar de la niñez a la adolescencia. Tanto los niños como David Verdaguer hacen que ese aula de murales en las paredes y pequeños pupitres se llenen de verdad con interpretaciones maduras, precisas, que demuestran que no sólo en Francia se puede hablar de educación sin caer en el sentimentalismo. Aunque el final sí ponga esa guinda emotiva que se ha evitado durante todo el metraje, cuando el héroe se va tras un periplo en el que ha enseñado, sí, pero sin duda ha aprendido. Y nos recuerda que el aula puede ser ese lugar en el que a veces sucede la magia.

 

            
                            
            
                

Elisa Ferrer (L'Alcúdia de Crespins, València, 1983) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valencia y diplomada en guion cinematográfico y televisivo por la ECAM. Obtuvo el Premio Tusquets en 2019 con su primera novela, 'Temporada de avispas'. También es autora (2014) de un ensayo sobre 'The Royal Tennenbaums', de Wes Anderson

        

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