Maricón perdido
ELISA FERRER
Cuando pensamos en nuestra propia vida no hay planteamiento, nudo y desenlace, no hay tres actos que nos lleven a entender por qué ha ocurrido esta maravilla en este punto determinado; por qué esta desgracia, si yo, como protagonista que en el primer acto me esforcé, no lo merezco. El mecanismo de la memoria está muy lejos de funcionar ordenado como un biopic, los recuerdos saltan por un olor, por un gesto. Una anécdota nos lleva a la siguiente, una vivencia a recordar ese día infernal en el que tras un desastre vino otro y nos robaron y no teníamos llaves para entrar en casa, o ese día en el que conocimos a alguien importante y ni siquiera lo parecía, o cuando vimos la nieve por primera vez. Un cajón de sastre en el que los recuerdos, ficcionados como pequeños relatos (la memoria no es otra cosa que ficción), se acumulan y se nos aparecen sin que los hayamos convocado.
Como esta amalgama que es la memoria funciona Maricón perdido, la serie producida por El Terrat para TNT que Bob Pop ha creado sobre su propia vida. Una serie valiente, en la que el escritor se desnuda frente al espejo y nos deja ver su reflejo sin retoques, con honestidad, mostrando, con la ayuda catártica de la ficción, una realidad en la que hay desgracias y alegrías, pero en la que él, desde niño, no esconde nada, se reivindica a sí mismo y reivindica su lugar en el mundo. Un mundo, el suyo, que muchos se empeñan en perturbar.
Con una estructura que simula a la memoria, en cada episodio de la serie saltamos de la juventud del protagonista a su infancia, o a la adultez y vuelta a la juventud, navegamos entre anécdotas y momentos fundacionales a través de un gesto, una canción, un pensamiento, como si estuviéramos dentro de la cabeza del creador.
El trabajo actoral de Maricón perdido es inmenso. Gabriel Sánchez, que interpreta a Bob Pop cuando aún era Roberto, un niño gordo y bocachancla a quien no le importaba lo que dijeran de él y era capaz de enfundarse en un traje de novia delante de toda la clase para imitar a Evita Perón, consigue, a través de gestos y miradas, a través de un trabajo corporal inapreciable, pero exacto y sutil, que imaginemos al creador de niño, ese niño pedante y entrañable. Mientras, Carlos González, que cualquiera diría que es el mismo Gabriel Sánchez con unos cuantos años más, carga a sus espaldas con la interpretación del Bob Pop joven y el adulto, y deslumbra por la creación de un personaje carismático, cuyos gestos, voz y expresión son los de Bob Pop, sin serlo. Porque ni Gabriel ni Carlos imitan al escritor, pero los dos, de algún modo, consiguen ser él con una naturalidad sorprendente.
Un aparte merece la interpretación de Candela Peña, irreconocible al transformarse en la madre de Bob, y no solo por la increíble caracterización, ese cardado ochentero, ese moreno rayos UVA, sino por la voz de pito que martillea, que insiste en controlar a su hijo, en tenerlo cerca, aunque él prefiera refugiarse en su abuelo, su faro, quien le enseña a amar los libros; su referente, un Miguel Rellán tierno y cercano. O más adelante en su mejor amiga, su apoyo, a quien da vida Alba Flores, talento de mujer. La figura familiar cuya presencia impone sin que se le vea el rostro en ningún momento, en una especie de venganza de Bob Pop, que prefiere no recordar, es su padre, un Carlos Bardem que vemos sin ver porque es cuerpo, es fuerza, es esa voz autoritaria que trata de convertir a su hijo en alguien que no es.
Una serie en la que la nostalgia no empaña los recuerdos de una vida en la que ser gay, no entrar en los cánones de belleza y la enfermedad se lo han puesto difícil a Bob Pop. Pero no hay victimismo, no hay pena, hay una serie luminosa con un cierre en el que la ficción y la realidad se funden para mirar al presente con ganas de vivir, con optimismo. Porque lo tenga que ser, será, y Bob Pop siempre será fiel a sí mismo.