Gracias por todo, Pilar
ELISA FERRER
Apenas tenía 12 años cuando vi por primera vez en pantalla a doña Julia. Fue por la época en la que mi sueño era ser directora de cine, guionista, y devoraba cada película que ponían en televisión, y mi paga semanal se escurría entre las sesiones de tarde, los videoclubes, las colecciones de VHS y las minicintas para la cámara con la que grababa cualquier tontería, por nimia que fuera, convencida de que estaba haciendo cine de autor. Seguramente se me escaparon muchos detalles, pero Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, de Agustín Díaz Yanes, se me quedó grabada. Recuerdo, en especial, la presencia de Pilar Bardem, su bastón, vestida de negro, rotunda, brillante; una mujer fuerte, valiente, incansable. Y sobre todo recuerdo su voz, esa voz áspera, inconfundible, única. Una interpretación espléndida que le valió un Goya a mejor actriz de reparto en 1995.
El sábado, cuando leí la triste noticia de que Pilar Bardem había fallecido, volví a esa primera vez en que vi a doña Julia, a la impresión que causó en mí siendo niña, cuando aún sabía poco del noble arte del cine, pero empezaba a intuir que eso que actrices y actores hacían frente a la cámara, más que magia, era talento, era trabajo, era vocación. Y ella, Pilar Bardem, sabía mucho de este oficio; hija de actores, Rafael Bardem y Matilde Muñoz Sampedro, hermana del genial director de cine Juan Antonio Bardem (¿cómo olvidar Cómicos, Calle Mayor, Muerte de un ciclista?), madre de Carlos, Mónica y Javier. Ella, que en esta revista respondió a la pregunta de si siempre tuvo claro que quería ser actriz con estas palabras: “De niña pensaba que quienes no se dedicaban a esto de la interpretación eran gente rara. Lo normal era ser actor, porque todos —mis padres y tíos, todo el mundo— andaban metidos en ello. Pero cuando fui consciente de las dificultades del oficio artístico pensé en otras alternativas”.
Menos mal que lo llevaba en la sangre, porque gracias a que siguió en el oficio familiar, ese que parece imposible no asociar al apellido Bardem, pudimos disfrutar de su inolvidable Paulina en Vacas, de Julio Medem, o de su kimono y su abrigo de pieles en Carne trémula, de Pedro Almodóvar, donde interpretaba a doña Centro de Mesa y pronunciaba, con un cigarro perenne en su boca, ese mítico “Ay, la incultura, ¡qué mala es!”. Y paraba un autobús, conducido por un joven Álex Ángulo, arrodillada en el medio de la calzada, para llevar al hospital a una jovencísima y embarazadísima Penélope Cruz.
Pilar Bardem fue una actriz extraordinaria; o, mejor, “es” una actriz extraordinaria, porque cuesta hablar en pasado de alguien con una presencia tan apabullante, especial, mítica. Pero no solo eso. Su activismo ha sido fundamental para este país, luchó por el pueblo saharaui, por los derechos de las mujeres, fue una de las abanderadas del No a la guerra y presidenta de esta casa durante 16 años en los que se arremangó para luchar y dejarse la piel por los derechos de actrices y actores. Desde el sábado el cine se ha quedado huérfano. Nos quedan sus películas, sus palabras; y los frutos de una lucha, la suya, que han hecho que el mundo sea un lugar un poquito mejor. Gracias por todo, Pilar, te echaremos de menos.