Almodovariana total
ELISA FERRER
Hay películas en las que cada plano, por breve que sea, lleva la firma inconfundible de su directora, de su director. "Menuda noche más rara la de ayer, fue lynchiana"; "El garaje se quedó a oscuras, un tipo me seguía y llegué al ascensor con el corazón desbocado, ¡hitchconiano total!"; "Se confundió de autobús, terminó en otro pueblo, se hizo amigo del conductor, que resultó ser el alcalde, y acabó cenando en su casa, todo muy berlanguiano". Incluso ese adjetivo, berlanguiano, ha sido aceptado por la RAE y pasó a engrosar el diccionario.
Otro adjetivo que podríamos añadir a esta lista sería “almodovariano”. Planos cargados de colores luminosos, rojo, verde, azul chillón; tramas que gravitan entorno a la figura de la madre; melodramas que, aunque resulten intrincados, aunque se nutran de la exageración, no caen en lo culebronesco, sino en una naturalidad regada por vino tinto, acompañada de tortilla de patatas y jamón serrano; en los que cualquier giro de guion se nos antoja normal, por increíble que sea. Películas urbanas en las que el pueblo es coprotagonista, en las que el teléfono termina por convertirse en un personaje más, en las que el vestuario y los decorados, aunque sean kitsch, se funden para que cada elemento concuerde con el resto en forma, color, geometría, hasta conseguir planos manieristas, de gran belleza estética.
En Madres paralelas, la última y esperada película de Pedro Almódovar –aka "el director manchego"–, encontramos cada una de estas características almodovarianas como una firma en la esquina de la pantalla o un guiño a su propia obra, al espectador. En ella, Penélope Cruz, en una interpretación inmensa, merecidísima Copa Volpi en el Festival de Venecia, da vida a Janis, una madre soltera que, en la sala de partos, se hace amiga de su compañera de habitación, Ana, talentosa Milena Smit, cuya vida se ha cortocircuitado por un embarazo adolescente. Ambas, madres primerizas y solas, se apoyarán en los primeros meses de crianza, sin saber que sus vidas estarán más vinculadas de lo que nunca habrían sido capaces de imaginar.
La música de Alberto Iglesias nos lleva de la mano por las tramas, nos señala las elipsis temporales, que llegan espontáneas, sin sobresaltos, nos sumerge en la atmósfera de tensión, nos pasea por los giros previsibles del guion, por otros difíciles de imaginar. La película no solo pone el foco en la maternidad, sino que habla de la necesidad de la memoria histórica, de tratar de curar la cicatriz abierta que la Guerra Civil ha dejado en España. Una trama potente que a veces se acartona en los diálogos, pues algunos chirrían por su pedagogía exacerbada o por esa impostura tan propia del director, pero que de algún modo son absorbidos de forma orgánica por la narración. Madres paralelas aborda también el consentimiento, las violaciones en manada, la sexualidad o las relaciones, en una búsqueda constante que trata de poner el dedo en la llaga en los males que aquejan a nuestra sociedad. Tramas que parecen independientes unas de las otras, pero que encierran la necesidad de sanar, de curarse para vivir dignamente.
Aitana Sánchez Gijón, con una elegancia apabullante, que irradia luz en cada primer plano; Israel Elejalde, cercano y rotundo; y dos chicas Almodóvar, Rossy de Palma, en su salsa, y Julieta Serrano, en una breve y tierna aparición, completan el portentoso reparto de Madres paralelas, en la que los intérpretes parecen gozar de cada minuto que aparecen en pantalla.
Una película que podría ser un decálogo sobre el cine de Almódovar y que, como tal, enfadará a muchos, encantará a otros. Pero, sobre todo, una película que supone un análisis de las distintas formas de empoderamiento femenino, histórico y político. Una película cargada de deseo, de fuerza, llena de humanidad.