FUERA DE CAMPO
Tramando
ELISA FERRER
Estoy en ese momento, entre emocionante y delirante, en el que acabo de entregar la sinopsis de un guion de largometraje. Es un guion que me han encargado, un proyecto al que me uní hace poco. Voy a hacer una pausa para decir que no me gusta utilizar la palabra «proyecto» como sinónimo de algo tan bonito como una película, un libro o cualquier menester que no esté relacionado con la ingeniería, con las matemáticas. «Proyecto» me recuerda a las clases de tecnología del instituto, esas que ponían en evidencia mi incapacidad absoluta para planificar algo terrenal y coherente; algo que, en definitiva, se sostuviera.
Pero voy a dejar para otro rato mi afición por empezar las cosas (que no las casas) por el tejado y vuelvo a lo del guion. Os decía, me he liado a trabajar en esta película hace poco. Otra pausa, subrayo «liado» porque ya os podéis imaginar lo que supone para el día a día lo de entrar de cabeza en una historia. Aunque haya sido por la puerta de atrás (así entro a las historias por encargo), me he encontrado, de repente, en medio del salón, una tacita de café en la mano (que me he servido yo sin necesidad de que alguien me invitara), sentando cátedra sobre los personajes. Porque, aunque no quieras implicarte en las historias que no te pertenecen, se acaban convirtiendo en propias. Y sueñas con los protagonistas, te despiertas de golpe al darte cuenta de que una trama no funciona o empiezas a proyectar en tu cabeza el final que has escrito una y otra vez, para a veces amarlo, para a veces odiarlo.
La sinopsis es poco, Elisa, me diréis, unas cuantas páginas. Vale, pero dejad que defienda mi derecho a emocionarme. Son pocas páginas, sí, pero en ellas está la semilla de la historia, está apoyarse en la barra del bar cuando una amiga te pregunta de qué va la película y contársela de principio a fin, está que haya una estructura definida, como en los proyectos de tecnología del instituto que eran exitosos, esos que se mantenían en pie. Porque en la sinopsis, queridas, queridos, ya se sostiene la película (por eso me gustaría tanto hacérsela llegar a mi profesor de tecnología).
Pero dejo de irme por las ramas, de verdad, y en estos últimos párrafos os voy a contar qué me trae por aquí: he vuelto para hablar de personajes. Sí, otra vez de personajes. O mejor, de quienes los interpretan. Hace unos días el productor me dio un par de nombres de actores, unos cuantos más de actrices que le gustaría tantear para que protagonizaran esta historia. Desde ese momento ha comenzado a ocurrirme algo: la sinopsis que lo sostiene todo sigue en pie, pero cambia de color según qué actriz imagine para el personaje principal; o deja de ser rígida y se vuelve flexible si pongo al actor más alto, en lugar de escoger al otro, más esmirriado. La película es la misma, pero distinta.
Es divertido visualizarla con diferentes intérpretes, es divertido cómo la imaginación te pone zancadillas y modifica los diálogos dependiendo de quién los diga, los gestos dependiendo de quién los haga, por no hablar de las miradas. Un ejemplo práctico: hace poco leí que Michael Scott, de The Office, un personaje al que se quiere, al que se odia, y por el que siempre se recordará a Steve Carrell, se ofreció en un principio a Philip Seymour Hoffman y a Paul Giamatti. Imposible concebirlo ahora. Porque Steve Carrell se adueña del personaje, y los guionistas escriben para el Michael que han creado, pero también para el que ha creado Carrell.
Otro ejemplo, ¿recordáis una de las peleas históricas de Hollywood? ¿La de Gwyneth Paltrow y Winona Ryder? Winona se enfadó con Gwyneth porque, supuestamente, le robó el papel de Shakespeare in Love. Me gustaría poder imaginar la película con Winona, sería estupenda, pero supongo que los únicos que cerraban los ojos y la visualizaban eran sus guionistas, Tom Stoppard y Marc Norman. Y los envidio, porque qué divertido ese viaje por una historia que crece y varía según las caras, según las voces, según los cuerpos. Qué bonito crear personajes para que los intérpretes los creen de nuevo.