FUERA DE CAMPO
Guerrilla
ELISA FERRER
Íbamos solo a las clases que nos interesaban; cuando no, sorteábamos a quién le tocaba cargar con la responsabilidad de tomar apuntes para todos. Íbamos a la cafetería de la facultad en las horas muertas y hablábamos de cine, de actores, de nuestros directores preferidos, de las clases: Cine clásico, Historia del cine, Cine español, Documental. Hablábamos de las últimas películas que habíamos visto, nos confesábamos aquellas importantes que no, los nombres fundamentales que aún nos eran desconocidos. Íbamos al cine tres veces por semana (incluso cuatro). Cuando veíamos Tesis pensábamos en Himenóptero, el corto por el que Cuerda decidió producir la primera película de Alejandro Amenábar. Cuando vimos Persona, de Bergman, nos quedamos callados –demasiado que comentar, más lagunas de las que hubiéramos querido– y entendimos, por fin, cómo se rodaba el plano/ contraplano. Volvimos a verla, cada uno en su casa, sin decirnos nada. Teníamos ideas para cortometrajes, para películas imposibles; teníamos opiniones vehementes de todo cuanto devoraba nuestra retina, teníamos cámaras miniDV con zoom digital que nos devolvían imágenes granulosas, lejanas a las de fotografía perfecta que proyectábamos en nuestras cabezas. Teníamos historias que contar, largas, cortas, pretenciosas, con y sin gracia. No teníamos dinero.
La primera vez compramos dos focos de jardín en el Carrefour, para nosotros aún se llamaba Continente, compramos papel vegetal, rollos de celofán de colores fríos y cálidos, le pedimos a un conocido, con una miniDV mejor que la nuestra, que fuera el director de fotografía, sufrimos un cortocircuito al montar el primer foco y tuvimos que invertir en otro, hicimos un casting sin éxito, rodamos en un piso de estudiantes una historia que tenía un punch final que nos parecía sorprendente (no lo era); una historia que transcurría en una habitación, solo diálogos, ningún despliegue. Los actores hicieron lo que pudieron: nadie hablaba como en nuestro guion, eran frases largas, dejaban sin aliento, ni siquiera eran actores. El papel de celofán se incendió cuatro veces. El montador se equivocó en créditos y puso mal el apellido de la directora. Ese cortometraje solo lo vio el equipo, brindamos con litronas de cerveza.
La segunda vez pudimos convencer a un actorazo, solo le pagamos el billete de tren. Invertimos un poco más. Cámara en mano, de mejor calidad, la iluminación natural, era la época del Dogma 95, ni siquiera maquillaje. Hubo muchos errores. Tuvimos dos scripts para curarnos en salud; un mes después, a medida que aprendimos, supimos que eso no tenía ningún sentido. Ganamos el premio del público en un festival al que llevamos a todos nuestros amigos. Uno de nuestros profesores dijo que el corto era bergmaniano y lo alabó en una presentación precipitada, en pantalla grande. Pero era un corto fallido, tenía fallos de raccord, fallos de guion, fallos de dirección, fallos de los que aprendimos, porque los primeros cortos son la mejor escuela.
Nos metimos en otras producciones, producciones ajenas en las que hicimos de técnicos, de ayudantes de producción, de dirección, llevamos furgonetas en cortos de gran presupuesto y mentimos al afirmar que las habíamos conducido antes, muchas veces. Abollamos una puerta. En los siguientes cortos se comenzaron a diluir los primeros errores, aparecieron otros, y para algunos compañeros de entonces se convirtieron en el trampolín para saltar al largometraje, a las series, para saber que el cine es un trabajo de guerrilla, carente de lujos.
Algunos hemos tomado otro camino, otros siguen ahí, guerreando. Nos reunimos hace poco en la celebración de año nuevo, y cuando ya despuntaba el día vimos unos cuantos cortos en Filmin para recordar aquellos tiempos no tan lejanos: Mindanao, de Borja Soler, nominado al Goya y con una Carmen Machi esplendorosa; Leyenda dorada, de Chema García Ibarra y Ion de Sosa, divertido e inquietante; o Sara a la fuga, de Belén Funes. Hablamos entonces de lo que nos hartaba la publicidad en el cine, minutos interminables de anuncios después de haber pagado la entrada. Pensamos en lo que nos gustaría que se proyectara un corto antes de cada película, en la de directoras y directores que se darían a conocer así. Un paso más para ese salto tan esperado al largometraje, para contar todas esas historias que seguro llevan pergeñando desde que rodaron sus primeros cortos con focos de jardín y filtros inflamables hechos con papel celofán.