FUERA DE CAMPO
Bicis, amigos, misterios
por resolver y, ojalá, un Delorean
ELISA FERRER
Apenas quedaba una semana de colegio y los días alargaban tanto que, entre mosquitos, luz, nervios y calor, comenzaba a ser difícil dormirse por las noches. Mi hermana mayor y yo, para convocar el sueño, tirábamos de libros o de VHS con películas grabadas de la tele que se eternizaban por minutos y minutos de publicidad desparramada que cortaba la trama de forma abrupta; así, en medio de un diálogo, entraba en corte brusco el logo de la tele seguido de anuncios de detergente, plantillas para el olor de pies o perfumes masculinos que ahora sería imposible ver sin sorprenderse (sin espantarse, diría), atestados como estaban de banderas rojas, de mujeres encargadas de sus hogares, el peso de la familia (todo) sobre sus hombros. Anuncios hasta arriba de faltas de respeto que, menos mal, ahora serían impensables.
Algunas noches, el sueño nos dejaba noqueadas antes de que Daniel LaRusso diera su patada de gracia y venciera en el torneo final. Tantas veces lo habíamos visto tomar aire, recolocar su cuerpo de forma grácil, como si fuera un ave, extender la pierna con precisión, un resorte calibrado al milímetro, que repetíamos en sueños cómo noqueaba a Johnny y se alzaba con el trofeo. A veces, caíamos rendidas antes de que Gordie, Chris, Teddy y Vern cruzaran el puente ferroviario y, aún dormidas, sufríamos por si Vern y Gordie terminaban siendo arrollados por un tren, aunque, después de haber rebobinado la cinta de Cuenta conmigo un centenar de veces, teníamos claro que salían indemnes (y siempre lo celebrábamos). Algunas noches, ET estaba débil y conseguíamos mantenernos despiertas, ojipláticas, hasta que se recuperaba.
Lo más divertido era cuando en una semana veíamos desordenadas las tres cintas de Regreso al futuro y mezclábamos el pasado con el presente y soñábamos con un Delorean que nos llevara de cabeza a cotillear cómo seríamos treinta años después (cómo seríamos ahora), y queríamos un chaleco rojo y un monopatín, y colgarnos del reloj de la iglesia que en nuestro pueblo ya llevaba unos meses parado sin haber necesitado de un rayo que lo dejara inservible.
En estas noches de junio, mucho más calurosas que aquellas que ahora rememoro (negacionistas del cambio climático, ¿qué es lo que no entendéis?), he estado viendo los capítulos (casi) finales de Stranger Things, la joya de la corona de Netflix, la serie creada por los hermanos Duffer, y me he sentido como en esas semanas en las que el colegio empezaba a difuminarse y las vacaciones de verano brillaban como luces de neón en una calle oscura. La serie, que está a dos capítulos larguísimos de terminar, remueve mi infancia y me devuelve de una patada, como la de LaRusso, a esas películas que conformaron mi primer imaginario cinematográfico, pero esta vez con unos referentes femeninos geniales que por aquel entonces no tuve, y con la capacidad de reconocer planos, canciones, referencias, guiños.
El disfrute de estas noches en las que los 100 minutos de cada capítulo han pasado como un suspiro me ha llevado a pensar en cuánto cine devoraba de pequeña, en que apenas veía cine español porque la oferta infantil y juvenil era escasa. Ahora tampoco es abundante. En estos últimos años se me ocurre, por ejemplo, Live is life de Dani de la Torre, escrita por el siempre buenrollista Albert Espinosa, en la que unos niños y sus bicis tratan de que su deseo se cumpla en la noche de San Juan. Y es un paso, pero es necesario dar muchos. Porque si los más jóvenes encuentran en nuestro cine películas que consigan emocionarlos, atraerlos a las salas, tendrán referentes en nuestra industria y considerarán al cine español tan válido como a su vecino hollywoodiense. Así que hago un llamamiento a nuestro cine para que haya más niñas, más niños, más bicis, más aventuras, más fantasía, más verano, porque los jóvenes que llenan hoy las salas son, sin necesidad de Delorean, los espectadores del futuro.